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La otra literatura alemana

Cuando Melinda Nadj Abonji ganó en 2010 el Premio del Libro —el más codiciado de los premios literarios alemanes, no tanto por su prestigio o por la suculenta dotación (25.000 euros) como por tener detrás el gran ventilador promocional del gremio de los libreros— hubo periodistas que afirmaron que la hasta entonces casi desconocida autora suiza, nacida en la Vojvodina, la provincia húngara de la antigua Yugoslavia, había sido elegida porque su perfil encajaba a la perfección en el encendido debate sobre la emigración que se libraba en aquel momento en Alemania.

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El detonante del debate habían sido las críticas dirigidas por Thilo Sarrazin, el político socialista, luego directivo del Bundesbank, a la política de inmigración del gobierno alemán, a sus ojos demasiado permisiva con personas poco dispuestas, según él, a asimilarse. Y dado que la obra premiada, Las palomas levantan el vuelo (editada en castellano por El Aleph, 2012), relataba la crónica de una asimilación exitosa —la de una familia de emigrantes yugoslavos en Suiza—, los mismos periodistas insinuaban que era celebrada con tanto entusiasmo porque sostenía justo lo contrario que el político en cuestión.

Pasaban por alto que la novela de Nadj Abonji, matizada y sutil, revelaba precisamente la endeblez de los conceptos de integración en boga. Pues los esforzados “yugos” que protagonizan el relato consiguen el éxito económico y la anhelada ciudadanía, pero no el reconocimiento como personas, lo cual provoca los conflictos con los que se debaten sus hijas. La mayoría de los críticos reconoció los logros de la novela, su capacidad de perfilar nítidamente la compleja problemática de la que se ocupaba, la acertada creación de personajes vívidos y creíbles; pero, por lo visto, todo esto no bastaba para preservar a la autora de la maliciosa sospecha de oportunismo.

La xenofobia tiene muchas caras, y si bien la literatura escrita por alemanes con abuelos en Estambul o en Bucarest recibe estupendas críticas y es seguida por un numeroso público, parece que a algunos les cuesta admitir que tiene más interés que la mayor parte de las novelitas insulsas de jóvenes en crisis ambientadas en un loft de Nueva York, Madrid o Berlín. En el caso de Melinda Nadj Abonji, este interés consistía, aparte de en un lenguaje propio inconfundible, en el tratamiento de temas que se desmarcaban claramente de la novelística suiza más al uso, como la violencia doméstica, el abuso de niños o la marginación de las parejas lesbianas.

Desde que en 1968 Hans Magnus Enzensberger proclamó la muerte de la literatura alemana, cada década ha tenido sus oradores fúnebres literarios. Particularmente, cuando se habla de la literatura del siglo XXI nunca faltan ni legos ni profesionales para vaticinar su hundimiento definitivo. No obstante estos pesimistas augurios, la literatura alemana actual es más productiva que nunca. Y a nivel internacional parece más reconocida que nunca, al menos a juzgar por los tres premios Nobel que ha merecido desde 1999, para las obras de Günter Grass, Elfriede Jelinek y Herta Müller.

No obstante, lo que se difunde actualmente de esta literatura corresponde sólo a una parte, generalmente la más comercial, de lo que los autores de Alemania, Austria y la Suiza germanoparlante escriben, y lamentablemente hace poca justicia a su riqueza y diversidad. Obras estéticamente innovadoras y políticamente comprometidas como las de Herta Müller o Elfriede Jelinek ya no se difunden en el extranjero si no las avala un premio con gran prestigio. Las grandes y medianas editoriales, que antes competían entre ellas por contratar las firmas más sólidas, ya no siguen la trayectoria de un autor por su excelencia literaria, sino que miran en primer lugar sus posibilidades de mercado.

De ahí que el problema de la literatura actual en lengua alemana no radique en su decaimiento, que parecía inevitable con la desaparición de las grandes figuras de la generación de posguerra —Heinrich Böll, Ingeborg Bachmann, Max Frisch, Christa Wolf— y el envejecimiento de los autores del sesentayocho —Peter Handke, Elfriede Jelinek, Botho Strauss o Wilhelm Genazino—, sino se debe a la primacía del mercado sobre el gusto del lector, la subordinación de criterios estéticos y éticos literarios a los intereses de la industria del libro.

Por eso, desde hace ya tiempo la opinión sobre el estado de la literatura la forma la literatura comercial, una narrativa sin riesgos, escrita por gente con talento, formada en talleres literarios y tal vez con más ganas de triunfar que de labrarse su propio camino. Véase los productos narrativos absolutamente intercambiables de Daniel Kehlmann, Julia Franck, Arno Geiger o Nora Bossong, que ofrecen un realismo descriptivo de fácil consumo; con éxito la cultivan también curtidos figurones del mundillo literario con pretensiones de estilo, periodistas, críticos, profesores o vedettes del libro, especializados en el toque de humor irónico, como Martin Mosebach, Elke Schmitter, Hans-Ulrich Treichel o Sybille Berg, aparte de los autores de best sellers más o menos infantiles como David Safier o Tania Kinkel.

Las propuestas audaces o sustanciosas, entretanto, los libros que participan de lo que ha definido originalmente la literatura alemana contemporánea —crítica del lenguaje, pensamiento filosófico, análisis social— se han visto relegados a los márgenes, donde prosperan más bien a pesar de la frenética actividad de agentes y promotores literarios. Y curiosamente provienen en buena parte de autores criados o bien con un fondo cultural diferente al saturado entorno teutónico, o bien socializados bajo el sistema represivo de la RDA. Aunque, naturalmente, esta tradición también la continúan escritores como Andreas Maier, Michael Roes o Thomas Lehr, de Alemania occidental; Erich Hackel o Xaver Bayer, de Austria, y Gertrud Leutenegger o Arno Camenisch, de Suiza.

Pero es un hecho innegable que los impulsos más vivificadores de la literatura actual, su abertura y su repolitización, se deben a los autores crecidos entre varios idiomas o entre los muros de la antigua RDA. El primer grupo es el que definitivamente abre la perspectiva al mundo de la literatura alemana. Tiene como segundo signo distintivo, precisamente por su educación plurilingüe, la elaboración cuidadosa de un lenguaje literario y la reflexión lingüística. Ahí destaca Terézia Mora, escritora húngara-alemana, nacida en 1971 en Sopron, que obtuvo el Premio del Libro de 2013 con la novela Das Ungeheuer (El monstruo, sin traducción al castellano), a pesar de que no era una historia de emigración. La amplitud de escenarios y de miras desplegada en la novela es realmente soberbia. En El monstruo Mora no sólo traza el aprendizaje sentimental del protagonista, sino que presenta, de paso, un verdadero compendio del aprendizaje intercultural. Los dos hilos narrativos que componen la obra y que discurren en paralelo, en dos bandas, relatan, por un lado, el proceso de duelo de un informático de éxito que, tras suicidarse su mujer, deja todo atrás y emprende un viaje por Hungría, siguiendo las huellas de la amada desaparecida; y por el otro lado, el diario de ella, que el viudo lee durante el trayecto. Embarcarse en una novela de una complejidad temática como la suya ya tiene algo de declaración de principios frente al establishment literario. Una actitud de la que Terézia Mora ya había dado prueba en su segunda novela, Todos los días (2006), donde seguía la rocambolesca trayectoria de un refugiado de las guerras balcánicas, un ser humano que, arrancado brutalmente de su contexto, se ve incapaz de adaptarse a la sociedad del bienestar.

La desafiante singularidad de las obras de Terézia Mora y Melinda Nadj Abonji son dos ejemplos entre muchos otros posibles. Hace ya tiempo que los autores con experiencia con los pasos fronterizos europeos han dejado atrás la limitada “literatura migratoria” al estilo de Emine Sevgi Özdamar o de Rafik Schami (ambos traducidos al castellano), muy fácil de identificar por su inofensivo toque de colorido exótico. Los nuevos pesos pesados de la “otra” literatura alemana se dieron a conocer hacia el cambio de milenio, poco antes o poco después. La lista es larga, y en ella llama la atención el número de mujeres: Herta Müller, Sybille Lewitscharoff, Marica Bodrozic y Zsuzsa Bánk forman, junto a Ilija Trojanow, Sherko Fatah o Feridun Zaimoglu, la nómina de los ya reconocidos; entre los descubrimientos recientes habría que estar atento a las publicaciones de Katja Petrowskaja, Olga Grjasnowa y Nellja Veremej (ninguna de las tres traducidas aún al castellano).

Herta Müller, Premio Nobel en 2009, no necesita presentación. Aunque su obra está traducida enteramente al castellano, nunca está de más recordar la estremecedora Todo lo que tengo lo llevo conmigo, novela sobre la deportación al gulag de los rumanos alemanes. En cambio, Sybille Lewitscharoff (1953), de familia medio búlgara (origen que aprovecha para esbozar algunos aspectos tragicómicos del malogrado aprendizaje patriótico, como puede apreciarse en Apostoloff, 2008), todavía no es reconocida en el mundo hispanohablante como lo que probablemente es: la principal potencia literaria de su generación. En la editorial Adriana Hidalgo, con todo, se han publicado algunas de sus brillantes sátiras sobre la inteligentsia alemana, la más reciente Blumenberg (2013). Nada ha sido traducido, en cambio, de Marica Bodroži, de origen croata, ni siquiera su deslumbrante primera novela, Tito está muerto (2001), sobre el paraíso de infancia de una niña croata y su pérdida con las guerras yugoslavas. Por su parte, Zsuzsa Bánk, narradora alemana de origen húngaro, se dio a conocer al lector hispanohablante con un sutilísimo drama infantil de atmósferas inusualmente densas, El nadador (Acantilado, 2004).

Ilija Trojanow, búlgaro de nacimiento, criado en Kenia y Alemania, fue muy aclamado en España por su novela El coleccionista de mundos (Tusquets, 2004), sobre el arabista, explorador y espía al servicio de la corona inglesa sir Francis Richard Burton. Trojanow es un extraordinario mediador cultural, muy crítico, que tanto se sumerge en las lenguas y religiones de la India y de Arabia como escribe de la desolada realidad en la Bulgaria pos-comunista, como hace en su libro de relatos Donde Orfeo está enterrado (2013). Sherko Fatah, autor berlinés de padre kurdo, tematiza desde su primera novela, Tierra de frontera (Siruela, 2001), la vida en la zona entre Turquía, Iraq e Irán, y traza un crudo contraste entre las condiciones que se dan allí y la sociedad alemana. Feridun Zaimoglu, a su vez, nacido en 1964 en Turquía y criado en Múnich, retrata con ácido humor el ambiente de los emigrantes turcos en Alemania, aunque también toca otros registros, como en su novela Leyla (451 editores, 2008), donde relata una infancia y juventud de mujer en la Turquía de la primera dictadura militar.

Olga Grjasnowa, novelista de origen judío nacida en Bakú en 1984 y criada en Berlín, publicó en 2012 un desbordante drama de huida y expulsión: El ruso es alguien que ama los abedules, que implica a la protagonista judía en un conflicto político tras otro, primero en Azerbaiyán, luego en Alemania y a continuación en Palestina. Katja Petrowskaja, nacida en 1970 en Kiev, deslumbró a los jurados de los premios Bachmann y de la feria de Leipzig con su novela sobre la pervivencia del pasado en Ucrania, Esther, tal vez (2014), recreando la historia de su bisabuela judía Esther, asesinada en la masacre de Babi Jar. Nellja Veremej, nacida en Moscú en 1963, acaba de debutar con la ya muy premiada novela Berlín está en el Este (2012), donde relata en unas agridulces escenas berlinesas las peripecias de una profesora rusa emigrada a Berlín en su trabajo como cuidadora de ancianos.

Olga Grjasnowa

Nellja Veremej

Feridun Zaimoglu

Se observa una aguda, casi inevitable consciencia de la realidad política y social en la narrativa de estos autores, que los distingue de los narradores “profesionalizados”, surgidos a través del famoso sistema alemán, austríaco y suizo de ayudas y promoción. Esta misma significativa diferencia se observa también en las obras de los narradores de origen germano-oriental. El contacto con la ideología socialista y su aparato represor ha contribuido a concienciarlos históricamente, al mismo tiempo que proporcionó experiencias de mayor alcance existencial que naturalmente produce otras preocupaciones, otros temas a tratar. Además, como se criaron en una sociedad en la que la literatura representaba un principal medio de supervivencia mental, la formación literaria de los escritores germano-orientales —hayan pasado por el instituto literario de Leipzig o no— suele estar a años luz de la de sus colegas de la parte occidental de Alemania.

De ahí que no extraña que el hasta ahora único intento de conjurar la singular realidad cultural de la RDA en declive de los años ochenta, La torre (Anagrama, 2012), de Uwe Tellkamp, sea una novela épica con el más fascinante entramado de alusiones literarias. Juego que domina igualmente —incluso con más sutileza— Antje Ravic Strubel, de Potsdam. En Capas boreales del aire aborda además el difícil legado psicológico de una socialización en la RDA: subordinación laboral, mentalidad de denuncia y homofobia misógina. Y está Kathrin Schmidt, que deslumbró primero con una exuberante novela barroca, La expedición Gunnar Lennefsen (Galaxia Gutenberg, 2001), y, recientemente, en Finito. Borrón y cuenta nueva (2011), con unos relatos de altos quilates poéticos sobre existencias dañadas en el este de Alemania. Pero incluso un escritor tan deudor del realismo sucio como Clemens Meyer, oriundo de Leipzig, que en su libro de relatos La noche, las luces (Menoscuarto ediciones, 2011) presentaba un muestrario de perdedores de la reunificación, se fía más de las posibilidades del lenguaje literario que muchos narradores de la parte occidental de Alemania. En su reciente opus magnum En chirona ha compuesto un escalofriante relato coral sobre el mundo de la prostitución y su parte en la reconstrucción económica de Alemania oriental, que sólo por el valor con el que ataca el tema de las mafias merece la máxima atención. Y Eugen Ruge, nacido en 1954 en Rusia y ganador del Premio del Libro con su primera novela, En tiempos de luz menguante (Anagrama, 2013), envuelve su saga familiar, donde se explica nada menos que la historia del comunismo alemán, sus errores y horrores, a lo largo del siglo XX, en una dúctil prosa saturada de citas literarias.

Aunque en este contexto habría que nombrar en primer lugar a los autores germano-orientales de la generación de posguerra —Volker Braun, Hans Joachim Schädlich, Fritz Rudolf Fries—, que si bien se acercan a los ochenta años, mantienen vivo su programa literario de incidir en la discusión pública y cumplen con una no subestimable función modélica para los jóvenes autores. De hecho, las publicaciones recientes más chispeantes de esta generación provienen de Schädlich y Fries: del primero la comedia histórica Sire, me apresuro; y del segundo Last Exit to El Paso, una fresca, lucidísima road novel que contiene un divertido homenaje a 2666 de Roberto Bolaño.

Y tampoco se puede olvidar a Reinhard Jirgl, probablemente el máximo exponente de la narrativa centrada en el pasado reciente y una actitud crítica frente a la sociedad actual. Nacido en 1953 en Berlín Oriental, su obra entera gira en torno a los traumas colectivos y tragedias individuales de la división y reunificación de Alemania. Sus novelas rebosan de estallidos emocionales de hombres resentidos, cuyo destino ha quedado violentamente truncado por la Historia. La volcánica narrativa de Jirgl fascina por la oscura fuerza de las imágenes lúgubres, aunque también por la sensualidad de las descripciones. De momento sólo se ha traducido al castellano su epopeya Los incompletos (Cómplices, 2011), sobre el destino de los alemanes expulsados de Checoslovaquia tras la Segunda Guerra Mundial.

Estas atmosféricamente densas y vivencialmente intensas novelas están en abierto contraste con el vacío emocional y la deshumanización —no se sabe si consciente o inconsciente— que caracteriza tantos libros de sus muy premiados jóvenes colegas germano-occidentales, austriacos o suizos. Aunque algunos de ellos cada vez más se alejan de la trama perfecta, de la construcción de argumentos espectaculares típica de sus aclamados inicios —por ejemplo el de Juli Zeh con Águilas y ángeles (Siruela, 2001)—, y buscan espacios narrativos para una más diferenciada percepción y mayor reflexión. Uno que ha llevado esta búsqueda a las más altas cimas de la sofisticación es David Wagner, en sus “miniaturas en prosa”, especialmente sobre las caras menos conocidas de Berlín. Impresionó a la crítica con su novela Vida, sobre las reflexiones de un enfermo terminal, que Wagner presenta en un lenguaje sobrio y preciso. Un conocimiento de otro tipo, el de los estados límite de la conciencia, explora también el vienés Xaver Bayer (1977) en sus textos dramáticos y narrativos. Su talento para la especulación filosófica se manifiesta sobre todo en los relatos de Las manos traslúcidas (2008), al que pertenece “El espacio del no obstante”. Al igual que sus novelas, estos relatos se ubican en la tradición de la crítica del lenguaje de Karl Kraus y Ludwig Wittgenstein. Como muy pocos autores de su generación, Bayer sabe observar y pensar, muy de cerca y con calado, y así va tirando la manta del lado oculto de las cosas.

Cecilia Dreymüller

Cecilia Dreymüller (Nohn, Alemania, 1962) es crítica literaria y traductora. Doctorada en Filología, es profesora del Goethe-Institut de Barcelona y crítica literaria para el Süddeutsche Zeitung, Deutschlandfunk, Avui, Revista de Occidente y Revista de Libros. En castellano es autora del ensayo Incisiones. Panorama crítico de la narrativa en lengua alemana desde 1945, y editora del libro de Peter Handke Preguntando entre lágrimas.