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Francia

Un dossier sorprendido por los acontecimientos
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EL DECLIVISMO, 
UNA TRADICIÓN FRANCESA

Hugo Castignani

“Francia decae, Francia se muere, Francia ha muerto.” Ésta es la sombría conclusión del best-seller del año en el país vecino. ¿Culpables? Las élites políticas, económicas, mediáticas e intelectuales, todas ellas “herederas de Mayo del 68” y responsables de introducir en el país unos “valores y costumbres en las antípodas de lo que ésta había edificado a lo largo de los siglos”. Porque si hay un enemigo claro en este libro, titulado con cierta delectación morbosa El suicidio francés, es precisamente ese momento histórico, convertido en sus páginas algo parecido a una entidad (“Mayo-68”) a la que adjudicar todos los males y todas las tendencias perversas: feminismo, activismo homosexual, anti-racismo, individualismo. Estos serían los movimientos que con su “ideología disolvente” habrían conseguido destruir en cuarenta años “los fundamentos de las estructuras tradicionales” francesas, es decir, “familia, nación, trabajo, estado, escuela”. 

Más allá de su calidad literaria o ensayística, y de sus probables tergiversaciones; más allá de que se haya vendido medio millón de ejemplares desde su publicación en octubre de este año, o de que su autor, el periodista y polemista judío Éric Zemmour, se haya convertido en un personaje omnipresente en los medios de comunicación franceses; más allá de todo eso, el libro es un síntoma del estado de ánimo con el que se encara hoy en Francia el presente y el futuro. 

Comprender ese état d’esprit francés se hace más necesario, si cabe, tras el brutal atentado contra Charlie Hebdo, revista que representaba en cierto modo la verdadera herencia de ese Mayo-68 que Zemmour había tomado como cabeza de turco en las semanas y meses inmediatamente anteriores al ataque. La cadena de atentados, pero sobre todo la masacre de Charlie Hebdo, reúne elementos extremadamente simbólicos dentro del contexto mediático en el que se producen, y que son los que, en su siniestra coincidencia, le dan toda su significación como acontecimiento. La emocionada reacción de gran parte del pueblo francés sólo puede entenderse en su plenitud si comprendemos ese contexto y el tema principal que lo vertebra, que no es tanto el de qué hacer con el terrorismo islamista o con los ciudadanos de religión musulmana, sino el de cómo se ven los franceses a sí mismos. Esa cuestión francesa ha tomado en los últimos años la forma de un debate, más bien una polémica mediática, sobre el supuesto declive de Francia; y en él, la voz cantante, y casi podríamos decir hegemónica, ha sido recientemente la de Éric Zemmour. 

Es muy pronto aún para saber en qué sentido inclinarán este debate los recientes atentados, si es que lo hacen en alguno. Quizás salgan reforzadas en la opinión pública las tesis de Zemmour —quien, poco después, presentaba a los periodistas asesinados como últimos representantes de mundo anticuado, que habrían cometido el error fatal de creer que vivían en un mundo en paz, con “todos los hombres cogidos de la mano”, cuando en realidad estamos “en guerra”— o puede que se genere una reacción contraria, solidaria con las ideas de las víctimas y más combativa con las tesis del declive. En todo caso, seguramente habrá que seguir hablando de Zemmour como síntoma de corrientes más profundas en el seno de la sociedad francesa. Síntoma, desde luego, del contexto inmediato del atentado, de la más que evidente popularidad de las ideas del Frente Nacional, primera fuerza política en las últimas elecciones europeas, y en general de una derecha llamada identitaria reunida ahora bajo el paraguas del Rassemblement Bleu Marine (o “agrupación azul marino”, juego de palabras que vincula el nombre de Marine Le Pen y el color de la bandera nacional). Una nueva derecha en la que el tema de la decadencia es la clave de bóveda ideológica de su discurso: en él se presenta una democracia débil y en declive frente a una serie de amenazas fantasmagóricas pero que gozan aparentemente de muy buena salud,  entre las cuales destaca, por supuesto, el islamismo.  

Zemmour, que se autocalifica de “reaccionario”, puede considerarse un representante muy hábil de esta nueva derecha, especialmente en su modo de manejar todo tipo de referencias, muchas de ellas hasta ahora más propias de la izquierda. Ya en su misma forma —algo así como un zapping contra el mundo contemporáneo en ochenta viñetas, cada una de ellas dedicada a un acontecimiento histórico de mayor o menor importancia— que imita explícitamente las Mythologies de Roland Barthes, El suicidio francés se presenta como un desacomplejado remix de teorías, ideas y lugares comunes. La alusión a Barthes no es desde luego casual: estos artículos breves, en los que se alternan sucesos como la muerte del general De Gaulle o el Watergate con el estreno de series televisivas de éxito y los atentados terroristas con las canciones pop, pueden leerse como una versión identitaria y retorcida de los estudios culturales. La idea de fondo al mezclar acontecimientos político-económicos con otros provenientes de la cultura popular y de masas es la misma —las industrias culturales como instrumentos ideológicos de producción de significado— pero en el sentido contrario, pues serían los inventores de los estudios culturales (Cultural Studies) quienes detentarían ahora la hegemonía ideológica, y por lo tanto quienes habrían permitido la destrucción de la “verdadera” cultura francesa. Posiblemente Zemmour sea buen periodista (o tertuliano) pero es desde luego un pobre teórico, y la suya es una estrategia deshonesta y falaz al reducir obras metodológicamente estructuradas y fundamentadas a mera doxa o simple opinión. Zemmour caricaturiza a Foucault o a Bourdieu para así poder vender su propia caricatura, la de unos estudios culturales en los que todo es opinión y se mezcla tout et n’importe quoi. Zemmour reduce todo a polémica, para así poder polemizar a gusto y sin límites. 

Es una estrategia deshonesta pero que parece funcionar. En El suicidio francés también se cita frecuentemente a Marx, para darle la razón, sí, pero siempre con vistas a desacreditar al verdadero objetivo de Zemmour, esos “revolucionarios de Mayo del 68 que utilizaron la lengua marxista para dar a luz una revolución capitalista”. Y es que tal y como intuyó Marx, el capitalismo ha comenzado un nuevo ciclo revolucionario para restablecer una mejor rentabilidad del capital —“una contra-reforma social destinada a limitar y erosionar las conquistas de los trabajadores de la posguerra”—, pero esa imposición pasaría por el triunfo previo y necesario de Mayo-68, supuesto enemigo pero en realidad cómplice secreto del capitalismo globalizado. Ambos, capitalismo y Mayo-68, van de la mano; ambos son los verdaderos destructores de todos los valores tradicionales.

No nos engañemos, por debajo de estas elucubraciones laten los viejos temas de la extrema derecha, ahora derecha identitaria. Las críticas al activismo homosexual o al feminismo se enmarcan en polémicas recientes por la inclusión de los estudios de género en el currículo escolar francés y sobre todo por aprobación de la ley del matrimonio gay, que han originado el llamativo movimiento del Manif pour tous con sus variopintas y multitudinarias manifestaciones. La hostilidad a la renovada potencia de Alemania y a las instituciones de la Unión Europea, que le conduce a preconizar la salida francesa del euro, es compartida con el FN. Y no deja de ser significativo que el episodio al que dedica un mayor número de páginas en su libro —la traducción en 1973 de La Francia de Vichy del historiador Robert Paxton— le sirva a Zemmour para esbozar una rehabilitación del régimen colaboracionista de Pétain...

Evidentemente, por encima de todo el principal objetivo común con la derecha identitaria es la inmigración, más concretamente la de origen norteafricano, caracterizada por practicar una religión musulmana supuestamente incompatible con los valores republicanos. Según Zemmour, ya Marx habría analizado cómo los trabajadores irlandeses importados a partir de 1840 en las fábricas inglesas permitían que el patrón redujera costes y salarios en perjuicio de los autóctonos, fenómeno que se estaría repitiendo en la Francia de nuestros días. 

Por otra parte, los libertarios, las feministas y los homosexuales habrían iniciado un trabajo de liberación de las fuerzas destructoras del capitalismo —y por lo tanto de destrucción de la familia patriarcal— que los inmigrantes musulmanes se encargarían ahora de finiquitar, con la aquiescencia y colaboración soterrada pero activa de los primeros. Es lo que Arata en su estudio sobre la novela Drácula llamó muy acertadamente “la ansiedad de la colonización inversa” (reverse colonization, término que luego ha sido retomado en otros contextos), es decir, el terror de la metrópoli ante la idea de que en un futuro cercano llegue a ser colonizada por los antiguos pueblos colonizados. El monstruo aquí es el peligro musulmán, o como lo resume la siguiente fórmula del propio Zemmour: “El porvenir de nuestro querido Hexágono se sitúa entre el enorme parque de atracciones turísticas y las fortalezas islámicas, entre Disneyland y Kosovo”. Es la tesis del Grand remplacement (“Gran substitución”) del escritor Renaud Camus, según la cual los inmigrantes de origen islámico llevan camino de convertirse en mayoría en algunos lugares del territorio francés y reemplazar su población original, con lo que Francia dejaría de ser una nación esencialmente europea, blanca y cristiana. Es también la idea que subyace en Sumisión, la novela de Houellebecq que tras los recientes atentados ha cobrado ya fama mundial. En ella, imagina una Francia de 2022 en la que sale elegido un presidente musulmán, líder de un partido llamado “Fraternidad musulmana” cuyas dos primeras medidas en el gobierno son la islamización de la educación nacional y la autorización de la poligamia.

Con este panorama intelectual no es de extrañar que, en declaraciones recientes a Paris Match, Jean-Marie Le Pen se frote las manos: “La situación del país es cataclísmica. Pero la derecha es igual de responsable que la izquierda en estos cuarenta años de decadencia ininterrumpida que estamos sufriendo. Los franceses quieren pasar a otra cosa. Es nuestro turno. Seremos elegidos en un campo de ruinas”. Es evidente que el discurso catastrofista del viejo líder del FN está en absoluta sintonía con este cortejo de pensamientos fúnebres. Pero Zemmour no es el único que canta con su lira el declive de Francia. De hecho, desde comienzos del milenio el panorama mediático francés ha sido invadido por una auténtica cohorte de los allí llamados déclinologues o déclinistes, los apóstoles del declivismo y pregoneros del viaje descendente hacia lo peor.

En 2003, Nicolas Baverez publicó La France qui tombe (“Francia cae” o “decae”), inaugurando con ello la década declivista. El libro se centraba en los elementos económicos que señalarían un declive profundo e irreversible del país, dibujando un modelo social que vive del crédito (como si los demás países no emitieran deuda) y está a punto de estallar. Con auténtica obsesión, el libro presentaba uno tras otro los rankings de performance económica en los que Francia salía mal parada. La popularidad de sus ideas sirvió en parte a Nicolas Sarkozy para presentarse a las elecciones bajo el lema de la ruptura —incluyendo una ontológicamente improbable ruptura con su propio partido— pero igualmente terminaría inspirando el tono y la forma del discurso del socialista François Hollande cuando éste le sucedió en la presidencia (y el de Manuel Valls, actual primer ministro). Los corifeos del declive no son únicamente franceses: la prensa económica, principalmente anglosajona, se regodea a menudo en lo que en ambos lados del Atlántico se conoce como French bashing, el ensañamiento, denigración o vapuleo de todo lo que suene a tópicamente francés. Y así, mientras el Financial Times y The Economist definen a Francia como el ente enfermo de Europa —antes lo había sido Alemania— el New York Times se atreve a publicar un artículo comparando la situación francesa con la de los años 30 en el que se insinuaba la posibilidad real de un golpe de Estado. Pero tampoco es que el French bashing sea una novedad; como muestra, por ejemplo, el panfleto titulado 112 quejas contra los franceses que en 1945 el ejército norteamericano distribuía a sus soldados para divulgar los mismos tópicos de siempre, desde el cinismo de los franceses y su afán de crítica a todo y a todos, hasta su suciedad, sus mujeres fáciles, o ese reiterado argumento que volvería a resurgir cuando Francia se opuso a la invasión de Irak: “Nos pasamos el tiempo sacándolos de sus líos, ¿y qué han hecho ellos por nosotros? ¿Por qué son tan orgullosos? A fin de cuentas, sería más razonable aliarse con los alemanes”.

Es cierto que Francia tiene problemas muy reales, como atestiguan la alta tasa de desempleo, el estancamiento económico, o los interminables debates sobre su posición en la economía globalizada y la respuesta que debe ofrecerse a la aparente buena salud alemana. Pero esos no son problemas exclusivos de ese país; como tampoco son excepcionales el debilitamiento de los vínculos nacionales y sociales, el auge del individualismo, o las migraciones en masa en el mundo globalizado. No es ni siquiera el único país en el que se habla de decadencia, aunque probablemente sí sea donde se hable de ello con más insistencia: en Estados Unidos el discurso del Tea Party contra el gobierno federal se vertebra alrededor de la misma idea (el país estaría a punto de ser superado por China, su deuda sería insoportable, etc.), y en el Reino Unido el del Partido de la Independencia. Incluso hay optimistas que aseguran que el declive francés no es otra cosa que una percepción errónea, nostálgica y excesivamente negativa, y citan para contrarrestarla cifras económicas saludables como la alta tasa de ahorro privado en Francia, la vitalidad de sus empresas en sectores de alto valor añadido, o su dinamismo demográfico (de seguir la tendencia actual, dentro de veinte años el país superará el número de habitantes de la misma Alemania; del mismo modo, la explosión demográfica africana podría para entonces hacer del francés una de las lenguas más habladas del planeta). Uno de estos optimistas, Jean-Hervé Lorenzi, sitúa a Francia como una potencia intermediaria, consciente de su nuevo papel en el mundo, más modesto; pero al mismo tiempo, y precisamente por ello, con una notable capacidad de influencia y de intermediación en la comunidad internacional.

¿Tendrá Francia, y en general Europa, la capacidad de definir su propio destino en un mundo con dos superpotencias dominantes y una variedad de potencias regionales comparables a la europea? Es un error pretender ofrecer una respuesta a esa pregunta en términos exclusivamente económicos, que además son los propios de una determinada forma de entender la economía. El tipo de análisis economicista que se ha popularizado en los últimos años tiende a abusar de fórmulas espectaculares sobre procesos históricos para los que en realidad carece de la suficiente visión de largo recorrido. Es innegable que Gibbon o Toynbee presentaron la historia de las civilizaciones como un continuo proceso de esplendor y decadencia, pero cualquier historiador actual mínimamente serio sabe que hay que ir con cuidado con ese tipo de generalizaciones: la historia puede justificarlo todo, y siempre podremos encontrar en ella elementos que avalen nuestros prejuicios. Detrás de todo Baverez vienen los Zemmours. El análisis economicista tiende a banalizar la palabra declive y hacerla depender de una cifra de paro mensual o un indicador de producción peor que lo esperado. No olvidemos que hace una década se hablaba, también en Francia, del milagro económico español...

Que una nación decline o esté en declive (del latín clivis, “cuesta” y declinare, “inclinarse”) no significa exactamente que esté en decadencia (de cadere, “caer” o “morir”), del mismo modo que el estado de aquello que disminuye no implica automáticamente la idea de un camino hacia su ruina y su desaparición. Declive y decadencia son términos para pensar en un tiempo largo, que es el propio de la historiografía. Nada hacía presagiar en el año cero que el PIB europeo sería el mismo mil años más tarde, ni tampoco que a continuación Europa iba a experimentar su eclosión económica, científica y militar. En aquel momento, la riqueza europea y la china eran similares; quizás ahora simplemente estemos regresando a ese punto de equilibrio.

Nos queda por responder a una última cuestión que es la clave de todo: ¿por qué en Francia ha calado el discurso del declivismo? ¿Es acaso Francia el país más pesimista del planeta? En cierto modo sí, y además desde hace tiempo, por lo menos desde la Revolución. Ya a mediados del siglo XIX, Chateaubriand se lamentaba de la decadencia de su país, inaugurando con ello toda una literatura anti-revolucionaria y reaccionaria contra la descomposición nacional, la de De Maistre y de Bonald. Tras la derrota francesa de 1870-71, Ernest Renan todavía pronunciaba conferencias con la intención de recuperar el retraso respecto a los alemanes y salir así de la pendiente en la que veía sumido al país, pero a partir 1890 los intelectuales comenzaron a dar por amortizado el liderazgo francés en la política internacional. Es más, asumiendo cierta distancia hacia esa falta de energía nacional, se resignaron a ella, e incluso la glorificaron: “Amo la palabra decadencia, brillante de púrpura y plata”, escribiría Verlaine, “supone pensamientos refinados de civilización extrema, y una alta cultura literaria”. Fue la generación de Mallarmé y de Villiers de l’Isle-Adam, que rechazó participar en la vida política pues prefería l’art pour l’art, el solipsismo, el ocultismo, el uso de drogas alucinógenas, la mística fascinación por lo morboso, y cuyas ideas impregnan en cierto modo el pensamiento francés hasta llegar a la literatura decadentista de entreguerras, a Valéry. Cocteau o incluso a Malraux. En esta tradición franco-pesimista tenemos a un representante español, Manuel Chaves Nogales, que en La agonía de Francia se lamenta apasionadamente contra la traición a Francia y a sus valores como solo puede hacerlo quien en él tiene una fe “ciega, universal”, una fe que es la “fe natural del hombre en lo que es humano”. Chaves Nogales es pesimista con Francia porque a Francia, el país que se autoidentifica con los derechos humanos y el universalismo ilustrado, se le exige siempre más. Francia es Europa, o representa lo mismo que la civilización europea, y su declinar es el declive de Europa. 

Paul Valéry recordaba, tras la Primera Guerra Mundial, que todas las civilizaciones son mortales, pero fue precisamente en Europa donde se tuvo por primera vez conciencia de ello. También George Steiner define la consciencia europea por su carácter escatológico, que la singulariza respecto a todas las demás civilizaciones, como si Europa siempre hubiera tenido la intuición de que algún día se hundirá bajo el peso de sus hazañas y de sus incomparables riquezas.  La decadencia, dice Verlaine, es el arte de morir de forma bella. Y, en la medida en la que la civilización europea es una metafísica del declive como lo postulaba Nietzsche, tanto más lo será la civilización francesa.

El protagonista de Sumisión, la novela de Houellebecq, es un profesor universitario consciente desde el fin de su época de estudiante de doctorado de haber dejado lo mejor de su vida detrás de sí, y experto en la obra del decadentista francés por antonomasia, Joris-Karl Huysmans. En À rebours (A contrapelo), Huysmans describe las orquídeas que, en su exagerada vitalidad, simbolizan para el duque Jean Floressas des Esseintes la decadencia: la suya propia pero también la de la civilización. En un principio, el duque ordena en su retiro hacer orquídeas de papel que parezcan reales; finalmente, acaba deseando lo contrario, es decir, “flores naturales que parezcan falsas”, como si la Naturaleza misma creara monstruosidades a partir de elementos artificiales. Y cuando no es capaz de imitar las obras humanas, se limita “a copiar las membranas internas de los animales, a reproducir la vivacidad del colorido de su carne putrefacta, la magnífica fealdad de sus gangrenas”. Pero quizá  Des Esseintes ignoraba que si veía la decadencia en las orquídeas, se debía en realidad a que deseaba verlas justamente así; lo decadente en ellas sería más bien lo auténticamente decadente en él mismo. En ese sentido, las metáforas organicistas del cuerpo social —a las que hoy en día parecen tan aficionados los economistas y los polemistas en general— no recorren el camino de lo natural a lo cultural más que en el sentido inverso: pues donde observamos mejor el proceso de nacimiento, esplendor y decadencia no es en la naturaleza, sino en la actividad humana. Por eso lo decadente estará siempre marcado por nuestros propios prejuicios y aspiraciones. Es el horizonte en el que toda cultura muere, o el horizonte en que toda cultura es muerte. De ahí cuando hablamos de la decadencia de Francia estamos en realidad hablando de nuestra propia decadencia.

 

— Bruce Bégout —

Querido amigo:

En tu último mensaje me preguntas lo que opino sobre la situación actual en Francia. Reconozco que me ha sorprendido tu petición. Aquí vivo, trabajo, amo y lloro, creo y pienso, pero nunca he tenido la impresión de comprender claramente aquello donde es obvio que yo existo. Siento  Francia como un ambiente familiar que se destruiría con cualquier objetivación que pretendiera hacer de él. Lo percibo como aquello que San Agustín decía acerca del tiempo en Las confesiones: si no me preguntan lo que es, lo comprendo; pero si me exigen que aporte de él una definición o un análisis, me siento confuso. El desafío es todavía más importante porque además me pides que explique un estado contemporáneo. Sin embargo, voy a intentar responderte y explicar lo que, según mi opinión, caracteriza la situación actual de mi país. Partiré pues de una palabra: confusión.

Si intento descifrar las características principales del momento francés, me parece que todas ellas tienen que ver con la mayor de las confusiones. Confusión social, política, pero sobre todo mental. Apenas veinte años atrás, las líneas políticas y filosóficas estaban claramente delimitadas, y cada uno sabía más o menos en qué lado de la frontera se situaba. Ahora cada vez están más desdibujadas. Tanto en los discursos como en los actos vemos aparecer hechos incomprensibles. Aquellos que se pasan todo el día instalados en los medios de comunicación son los que se quejan de ser censurados. Aquellos que dicen en voz alta lo que lamentablemente muchos piensan en voz baja acerca de la seguridad, la inmigración o la educación, son quienes más se quejan de estar marginalizados por el pensamiento dominante. En resumen, quienes se presentan a sí mismos como iconoclastas y outsiders, piensan como todo el mundo y adoptan una postura de rebelión contra el orden establecido. Aunque, evidentemente, no hay crítica alguna en su posición, más allá de la habitual actitud de condena del chivo expiatorio. En las masivas manifestaciones contra el matrimonio para todos desfilan católicos tradicionalistas y grupúsculos de extrema derecha racista y antisemita, pero también jóvenes surgidos de la inmigración que se identifican con un antisionismo virulento (y detrás del cual se esconde un antisemitismo clásico). Vemos pues, codo con codo, a islamófobos convencidos junto a pro-palestinos que hacen la quenelle (el gesto sedicente antisistema inventado por Dieudonné, en realidad saludo nazi que no se atreve a decir su nombre) delante de las cámaras de los fotógrafos. La confusión no sólo reina en los extremos: ha contaminado también el conjunto del país. Proviene, según mi opinión, de una derechización creciente de la sociedad, que ante las dificultades de los tiempos actuales y la oscuridad de lo que está por venir (crisis climática, consumismo cada vez más desatado, miedo delirante hacia el Islam, etc.) se repliega sobre sí misma y sobre posiciones extremadamente conservadoras. Por eso, incluso los márgenes revolucionarios adoptan a menudo actitudes extrañas.

Raras son las personas que mantienen la cabeza despejada y analizan la situación con perspectiva. Todo el mundo parece sumido en un flujo permanente de informaciones falsas, de indignaciones falsas, de buzz y de fake, en un maëlstrom delirante que ocupa nuestro tiempo y nos impide considerar con lucidez las cosas. Aquellos que se supone debían defender el Templo de la claridad del pensamiento, los intelectuales, se ven igual de afectados que los demás —e incluso más que ellos— por el delirio teórico y la confusión mental. Matarían un buen análisis a cambio de una aparición televisiva. No se oyen voces importantes, y las que se escucha berrear, lo mezclan todo y solamente añaden confusión a la confusión. Todos se dedican así a pergeñar micro-análisis que, lejos de exponer los problemas que se nos presentan y que tienen causas identificables (la fuerza del pensamiento neoliberal, que ha sometido a los gobiernos a las normas de reducción del déficit y desmantelamiento del Estado del bienestar), no tienen más objetivo que la defensa de su pequeño coto cerrado teórico, sin enfrentarse a los problemas globales que sin embargo son inmensos.

A cada problema le acompaña un caos de voces discordantes. En lugar de analizar los problemas y de identificar sus causas, nos dejamos dominar por eslóganes vacíos y sin realidad, que apenas nos sirven de excusa. Casi todos los días, en uno u otro lado de la frontera, aparece un nuevo gurú con su mochila llena de atajos fáciles y anatemas a modo de pensamiento. Se mide la importancia por el número de visionados en YouTube. La nada en sí misma. Diremos que siempre ha sido así. Pero el presente estado del país no se caracteriza solamente por la mediocridad de su representación política y su demagogia nacional. También señala una profunda transformación ideológica del cuerpo social. La mayoría de las clases populares, víctimas directas del capitalismo por el desempleo masivo que sufren, la degradación de sus condiciones de vida o su precarización continua desde hace treinta años, no solo no muestran voluntad alguna de derrocar el sistema que las tritura, sino que incluso apoyan a aquellos por quienes son explotadas y pastoreadas con simples espantajos: la inmigración, el buenismo humanista, los funcionarios, los homosexuales, la “teoría de género”, etc. Es el colmo de la confusión: las víctimas de una miseria orquestada la toman con otros desafortunados o pseudo-privilegiados, sin atacar a aquellos que verdaderamente los someten día a día a este mundo injusto.

Reina en el país una crispación general que es aprovechada de manera repugnante por personajes a los que no les importa echar más leña al fuego con la ligereza criminal de un linchador. Es una crispación que está en todas partes, y uno tiene la impresión de que con la más pequeña chispa todo va a explotar. De hecho, recientemente algunas manifestaciones han tomado un cariz violento. Pero en esto también observamos que los movimientos de protesta están inmersos en esta atmósfera neblinosa y confusa. En Bretaña, los bonnets rouges (el “movimiento de los bonetes rojos”) defienden con rabia los intereses y la polución de una corporación de camioneros como si les fuera la propia vida en ello, en detrimento de una transformación del modo de vida y de desplazamiento que tenga en cuenta la ecología. En el otro extremo del espectro político (aunque hoy en día numerosos son los atajos y vías de confluencia entre estos extremos radicalizados que todo lo confunden), los movimientos de los ZAD se alistan en el Comité Invisible de Tarnac, que en un galimatías más propio de estudiante de primero de filosofía mezcla la Cábala judía con Heidegger, Debord y Marx, cocinando una sopa teórica que hasta un pánfilo discípulo de Derrida encontraría indigesta. Vemos así chicos de buena familia, formados en la EHESS de París, llamando a la insurrección con el aterrador desparpajo propio de los privilegiados. Chavalines que acaban de leer a Marcuse y a Agamben improvisan una revolución de provincias, volviendo a servir los mismos platos recalentados de la vanguardia ilustrada guiando al pueblo y, en resumen, todo aquello que la herencia protestataria del siglo XX tiene de retrógrado y discutible.

Y mientras tanto, otros implican alegremente en el terrorismo islamista a los millones de musulmanes pacíficos que lo único que quieren es vivir en paz y de manera decente en un país que, sin embargo, no tiene nada que ofrecerles aparte de una estigmatización continua, reforzando así el clima histérico pre-guerracivilista. Por unos pocos problemas periféricos de burqa, toda una comunidad es señalada con el dedo. Una comunidad que debería en un abrir y cerrar de ojos abandonar todas sus tradiciones, su religión, la única identidad que se le deja tener, ¿y a cambio de qué? A cambio de su conversión al social-liberalismo, es decir a Juncker y a Apple; a cambio de condenar a los terroristas malos y de hacer que sus hijos trabajen de verdad en la escuela. En suma, se les pide que sean ejemplares en un país en el cual las élites se burlan a cada segundo del derecho, de la moral, y de la decencia.

Existe sin duda un hiato entre lo que la gente piensa y lo que hace: pese a las quejas contra la eterna crisis, continúan viviendo, yendo al restaurante, a los centros comerciales, cada vez más. Hay que desconfiar siempre de los discursos, y juzgar a la gente por sus actos. A mí me choca continuamente el contraste entre lo que se dice y lo que se hace, pues en ningún sitio se ve emerger un movimiento claro, con reivindicaciones precisas y una línea de conducta definida. Hasta la izquierda no liberal se deja liar sin cesar por sus líderes, que prefieren el efectismo grosero del politicastro al rigor y a la rectitud. Y sin embargo, se siente por doquier la aspiración a una única cosa: otra cosa. Otra cosa que medios de formación de masas haciéndole la cama al conservadurismo (el cual, por supuesto, en esta confusión de términos se autodesigna de “voluntad de reforma”, es decir, nada menos que la adaptación ultraliberal de todos los ámbitos de la existencia al mercado). Otra cosa que el consumo frenético del último gadget caro y alienante surgido de las nuevas tecnologías. Otra cosa que la pseudo-comunicación virtual. Otra cosa que el repliegue acósmico en el pequeño yo orgánico y familiar; otra cosa que la polución del suelo, el aire, el alimento y las mentes. Otra cosa que la cultura estandarizada y pobre de lo Mismo, otra cosa que la exhibición de fastos y maquillajes de una camarilla de celebrities estúpidas incapaz de pronunciar una frase sin tres barbarismos en ella. Otra cosa que este statu quo generalizado que, bajo el engañoso aspecto de un mundo que no cesa de acelerarse y modificarse, impone un inmovilismo social y político como no hemos conocido desde el final del Ancien Régime.   

Los trágicos acontecimientos de la semana pasada prácticamente han venido a confirmar mis constataciones. Después de las emociones y de las reacciones, reina de nuevo la más grande confusión de espíritu, en la cual cada uno, en lugar de ver claro y de tratar de comprender cómo hemos podido llegar a esto, se ha atrincherado en sus posiciones de uno u otro lado (la “comunidad musulmana”; los que piden mayor seguridad, laicismo, firmeza, etcétera). Este drama podría haber dado lugar a una especie de replanteamiento de nuestras categorías políticas y a la búsqueda común de una solución social y política que restaurase los vínculos que han sido cortados.

Lamentablemente, tengo la impresión que no ha producido más que una nueva avalancha de lugares comunes, de crispaciones, de oscurantismo religioso y de laicidad. Estamos matando dos veces a las víctimas por nuestro propio rechazo a cuestionar nuestros paradigmas políticos. No es la inocencia lo que hemos perdido, sino el candor:

“Así fue cómo, por motivo de las guerras civiles, todas las formas de la depravación se extendieron por Grecia. El candor, cualidad primera de toda alma generosa, se convirtió en objeto de burla y acabó por desaparecer. En la mayor parte de las ciudades, los ciudadanos, separados en dos bandos, se vigilaban con desconfianza. Todos habían acabado por convencerse de que no se podía esperar ningún reglamento duradero e, incapaces desde entonces de fiarse los unos de los otros, prefirieron acatar las disposiciones ajenas para no ser víctimas de las mismas.” Tucídides, La guerra del Peloponeso

 

— Jean-Claude Monod —

Querido amigo

Me pides una aclaración sobre la situación política e intelectual francesa, que te parece confusa. Y, desde luego, igual de confusa me resulta a mí.  Si intento una comparación entre Francia y España a la luz de los acontecimientos y tendencias más decisivos de los últimos tiempos, apenas puedo decir que “sólo tengo paradojas que ofrecer”, retomando el título de un famoso ensayo sobre el feminismo francés y sus complicadas relaciones con el universalismo de los derechos “del hombre”: only paradoxes to offer1.

¿Qué paradojas ? Detecto cuatro por lo menos.

Se supone que Francia es uno de los países más descristianizados de Europa, estrictamente laico en su separación de la Iglesia y el Estado desde hace ya más de un siglo, y en ese aspecto, mucho más estricto que la aconfesional España, donde subsisten cultos reconocidos por el Estado. Y sin embargo, la apertura del matrimonio a las parejas del mismo sexo —que parece derivarse de una lógica laicizadora de una institución que ya no se refiere en su forma civil a un sacramento sino a un acuerdo entre dos voluntades libres— ha sido votada en Francia mucho más tarde que en España, y además ha provocado una reacción masiva de cientos de miles de manifestantes contra el “matrimonio para todos”. Y aunque los medios católicos tradicionalistas constituían una parte importante de este movimiento, su amplitud ha provocado que se hablara de un “Mayo del 68 al revés”.

Francia es un importante foco del “pensamiento crítico” y de las teorizaciones de lo que se conoce como la “democracia radical”. Así, un antiguo resistente francés, Stéphane Hessel, autor de un best-seller internacional, ¡Indignáos!, pudo inspirar en cierta manera multitudinarios movimientos sociales que se autodesignaron como los “Indignados”, cuya variante española fue sin duda la más impresionante. Y, sin embargo, en Francia no ha aparecido un movimiento equivalente, como tampoco ha surgido un Occupy Wall Street, o un 99%.

La política institucional está sumida en Francia en una crisis profunda, como lo demuestran la bajísima popularidad del Presidente de la República o la mala imagen de los grandes “partidos de gobierno” (UMP, el principal partido de la oposición, está sumido en una interminable “guerra de jefes” desde la derrota de Nicolas Sarkozy, y la reciente vuelta de éste a la escena pública no va a hacer olvidar que está siendo juzgado en numerosos casos de financiación ilegal) y la desconfianza general hacia los políticos. Y, sin embargo, no han aparecido en Francia movimientos democráticos con un estilo diferente al de los partidos clásicos nacidos en los siglos XIX y XX, es decir, aquí no son visibles movimientos políticos de protesta innovadores como Podemos en España, el partido 5 estrellas en Italia, o los emergentes partidos pirata en Alemania y Holanda.

La situación económica y social francesa es muy mala, pero la crisis no ha llegado al nivel español, pues todavía no ha pauperizado y precarizado radicalmente la clase media, ni provocado una bajada generalizada de salarios, etc. Y sin embargo, El suicidio francés, uno de los ensayos que se ha vendido mejor en los últimos meses, está escrito con un tono apocalíptico para el futuro de Francia (un Apocalipsis que se atribuye, es cierto, a la inmigración más que al declive económico).

No voy a desarrollar en profundidad estos elementos, que pueden hacer pensar que Francia ha caído en una especie de depresión reactiva o reaccionaria con un obvio trasfondo xenófobo que se traduce en el éxito del único partido que crece —el Frente Nacional— o en la audiencia de ciertos “intelectuales” mediáticos —el mismo autor de El suicidio francés—, los cuales no dudan ya en plantear la deportación de los cinco millones de musulmanes que viven en Francia.

Esa es la terrible y falsa “respuesta” a un sentimiento de impotencia o desposeimiento democrático: el recurso a un “espacio” nacional cerrado, a una reconfiguración del pueblo como ethnos, según los eslóganes del Frente Nacional: “Estamos en nuestra casa” o “Francia para los franceses”...

Pero por otro lado, pienso que el sentimiento —éste sí, plenamente justificado— de que la política institucional parece subordinarse a las decisiones de los mercados y las agencias de calificación de riesgos, y de que la soberanía del pueblo es cada vez más evanescente, puede traducirse en modos completamente distintos de reapropiación del espacio, y es en ese aspecto que me gustaría decirte algunas cosas 2.

Es verdad que no existe ahora en Francia un gran movimiento que se presente como representante de una alternativa a la política de austeridad europea y al apoyo al gobierno Valls (I y II), una orientación que por otro lado muchos economistas consideran hoy en día ruinosa. La esperanza fugaz que representó François Hollande de una política europea diferente con nuevas alianzas ha desaparecido, siendo sustituida por una orientación liberal que le ha alejado de los electores de izquierdas. Pero las formas no-institucionales de “democracia radical” o las “nuevas formas de la política”3 que podríamos ver germinar en Francia siguen siendo débiles, y la única que recientemente ha visto la luz —las llamadas ZAD o Zones à défendre, “Zonas que defender”— se ve ella misma aquejada de un carácter excesivamente “local” y de una gama demasiado amplia de componentes ideológicos. Creo sin embargo que es interesante prestarle algo de atención, pues esta tendencia nos proporciona el que hasta ahora es sin duda el elemento más novedoso en el paisaje de los movimientos sociales franceses.

Las “Zonas que defender” y la protesta democrática

Como en muchas otras partes del mundo, en Francia se ha desarrollado una reflexión multiforme acerca de la crisis del capitalismo financiero y las posibilidades de “reapropiación del común”4. Una singularidad francesa es que hasta ahora este tipo de perspectivas no suscitaban movimientos de masa, y permanecían como teorizaciones o prácticas “locales”. Pero últimamente han comenzado a “diseminarse” y multiplicarse, alcanzando lo que podríamos llamar “horizonte de visibilidad”, lo cual les permite un efecto de bola de nieve y a la vez recibir sus primeras críticas.

Uno de los problemas suscitados por las ZAD tiene que ver con las formas de democracia que éstas representan o que, por el contrario, rechazan. ¿Son experimentos de una práctica democrática renovada? Por el momento, los movimientos que podemos agrupar bajo la denominación de “democracia radical” se presentan como tentativas de desplazamiento del lugar o lugares de la democracia: del Congreso o el Gobierno, es decir de sus lugares oficiales y consagrados, a espacios de deliberación abiertos, provisionales y construidos en otro lugar, ya sea una plaza pública, un parque, el ciberespacio, etc. También en este caso podemos citar otros países en los que los movimientos de este estilo han alcanzado una dimensión de masas, desde Podemos o los indignados españoles hasta ciertos aspectos del movimiento —ambiguo—de 5 estrellas en Italia, pasando por la manifestaciones de la plaza Taksim en Turquía o el fenómeno de los Occupy. Lo cual contrasta con una situación francesa en la que toda llamada a la democracia radical más allá del marco parlamentario ha derivado en experiencias de ocupación-oposición contra proyectos precisos, o protestas locales y marcadamente ecológicas: desde el bloqueo de la construcción de un aeropuerto en Notre-Dame-des-Landes a los enfrentamientos por la construcción de una presa en Sivens. Es en este último lugar donde la muerte de Rémi Fraisse, un joven manifestante, por una granada lanzada por la policía a principios de noviembre ha provocado una conmoción en todo el país que ha dado una visibilidad inédita a esta forma de acción singular que son los ZAD.

La protesta contra políticas públicas o proyectos de ordenación del territorio que se consideran destructivos o expoliadores ha originado nuevas formas de ocupación del espacio cuya pretensión es experimentar prácticas de intercambio no mercantil y formas de deliberación democrática directa. Pero es en su relación con el “afuera” y con el Estado donde aparece una diversidad de estrategias y de técnicas: desde los grupos del Black Bloc, que buscan un enfrentamiento directo contra la policía y se apoyan en una visión anarquista de la insurrección, hasta otros grupos con una cultura ecologista de la no-violencia.

Aun así, igual que en el caso de los movimientos de distintos países que hemos citado antes, creo que estas nuevas constelaciones contestatarias son especiales en por lo menos tres aspectos:

- En contraste con, y como reacción a, una cierta desacreditación de los partidos políticos, enfatizan la capacidad del no-profesional de la política, del “hombre sin atributos”, del ciudadano ordinario, no sólo de imponer su punto de vista al de los pretendidos “expertos” sino de crear un espacio de discusión pública “radical” acerca del sentido de la comunidad nacional y de lo que en ella queda de “común”, pero también, más concretamente, acerca de las prioridades presupuestarias, la articulación de la política económica con los objetivos sociales y ecológicos, etc.

- Por otro lado, estos movimientos reactualizan la cuestión del reparto de riqueza y por ende del perímetro de la acción económica de los gobernantes, de la distribución de las “partes” y del crecimiento vertiginoso de las desigualdades. Pero si tanto en España como en los Estados Unidos esta problemática se aborda en tanto esas desigualdades ponen en peligro una mínima homogeneidad social del pueblo (el 1% que posee gran parte de la riqueza; la concentración de poderes económicos, políticos y mediáticos en la Italia de Berlusconi, etc.), en Francia se teoriza más bien sustituyendo esa referencia al “pueblo” —que sería el pueblo nacional— por un pueblo futuro, que debe ser constituido de manera inestable y discontinua, a través de relaciones de solidaridad y de cooperación, y de la institución de cooperativas y “comunas” provisionales.

- Otra diferencia en relación a los movimientos de masa españoles, italianos o de las “ocupaciones de lugares” tiene sin duda que ver con la desconfianza y el rechazo que una parte de las ZAD, la más “combativa”, siente hacia el ámbito de los jurídico, del derecho, del pacto como modo de solucionar los conflictos. Se puede detectar una cierta exaltación del conflicto o de la lucha en una de las fuentes de inspiración de estas acciones, los panfletos del “Comité invisible” como La insurrección que viene o más recientemente A nuestros amigos. Pero si bien la cuestión de la organización de una revolución está muy presente en el segundo de estos opúsculos, en él también se descarta categóricamente toda mediación estatal y todo horizonte jurídico más allá, quizás, del brillo fugaz e instantáneo de un “poder constituyente” que no se solidifique nunca en poder constituido. De hecho, el Comité invisible rechaza el tema mismo de la “democracia” en tanto engaño capitalista.

Son más bien los temas, tomados de Walter Benjamin o de Agamben, de una “violencia mesiánica” o de una “política más allá del derecho” que no cae nunca en la gestión del orden o en la distribución de las partes, los que determinan un horizonte evanescente para acciones que no ocultan su naturaleza destructiva o de bloqueo. Pero tanto este aspecto de “revolución nihilista” como la postura guerrera y más bien “virilista” del Comité invisible parece que no son unánimemente compartidos por todos los partícipes de estas “zonas” experimentales. En efecto, otros actores y componentes del movimiento se sienten más cercanos a la perspectiva del “principio democrático”, y pone el acento en exigir una consulta más directa de las poblaciones afectadas por proyectos de política pública (local o nacional), por la urbanización del territorio, por la instalación de fábricas o presas, etc.

¿Una política sin líder?

Un último elemento de estos movimientos puede presentarse a la vez como fuerza y como debilidad: su rechazo de toda figura de líder o de una representación fija. Sus portavoces son provisionales y todos toman el mismo nombre (“Camille” primero, y más recientemente “Rémi”), rechazando toda identificación personal. Es cierto que la personalización puede ser una trampa o un mecanismo para la manipulación mediática, y la utilización o cooptación de los movimientos sociales. Pero este rechazo a toda figura carismática o de toda idea de un jefe democrático podría significar también el límite de estos movimientos a la hora de situarse en una perspectiva temporal más larga y encontrar una traducción política más allá de la protesta y la oposición. Guardando las distancias, podemos decir que es el mismo problema que se han encontrado las “revoluciones árabes” (si bien de forma distinta según el país: en Túnez menos que en Egipto). Y aquí podríamos señalar que una forma actual de reinvención de la política a la cual se le ha dedicado demasiada poca atención en Europa va en una dirección completamente opuesta: el ejemplo de lo que a veces se designa como “ola populista de izquierdas” en América latina. Esta denominación es sin duda demasiado general porque mete en el mismo saco a Lula, a Evo Morales o al matrimonio Kirchner, pero es difícil de negar que la “ola” ha tenido efectos sociales considerables, incluido en la lucha contra la pobreza extrema, la reapropiación de “bienes comunes”, etc. En este caso no se ha dado el rechazo automático del líder propio de la mayoría de movimientos “radicales” franceses, y si bien algunos de estos “populismos” tienen dimensiones autoritarias y anti-democráticas (como en el caso venezolano, sobre el cual en Francia se ha focalizado casi toda la atención),  es innegable que se han conseguido progresos sociales y formas de interacción fecundas entre la política institucional y la no-institucional.

Parece que estamos aquí muy lejos de las formas de la democracia radical que evocábamos antes. Podríamos decir, cum grano salis, que estas versiones distintas de la “invención democrática” nos retrotraen a interpretación diferentes del pensamiento de uno de los pocos representantes de la “antropología política” en Francia, muerto al principio de los años 70 pero que hoy en día es objeto de múltiples relecturas5, también en el campo de los movimientos que hemos citado. ¿Estamos asistiendo en los ZAD a una nueva versión del enfrentamiento original descrito por Clastres a propósito de las sociedades amazónicas: La Sociedad contra el Estado (La Société contre l’Etat)? Pero estas “sociedades”, ¿carecían de “jefes”? ¿Acaso Clastres no habla más bien de “jefes sin poder”, de jefes, sí, pero sin poder coercitivo alguno, y cuya función es más bien la de hablar, exhortar al grupo a la acción y presentarse al mundo exterior no como la “cabeza” sino como el “rostro” del grupo?

Jean-Claude Monod, director de investigaciones en el CNRS e investigador en los Archivos Husserl de París. Su trabajo se centra en la filosofía alemana del siglo XX, las relaciones entre la política y la religión, la secularización y las transformaciones de la democracia. Co-dirige la colección “L’ordre philosophique” en la editorial Seuil. En español ha publicado Qué es la laicidad (Editorial Proteus, 2013) y en breve aparecerá la traducción de La Querelle de la sécularisation, de Hegel à Blumenberg en Amorrortu editores.

 

Post Scriptum después de un gran horror,
una profunda tristeza y una hermosa manifestación.

Entre el día en que te envié este texto, querido A., y el día en el que tenía que aparecer, ha ocurrido un acontecimiento terrible en París este 7 de enero. Quieres que te diga algunas palabras sobre todo esto. Es difícil para mí. Da la casualidad de que, por azares de la vida, en julio de 2010 estuve a punto de colaborar regularmente con Charlie Hebdo. Teníamos un proyecto, una serie de crónicas sobre filosofía; llegué a hablar de ello con su subdirector, Riss, que me invitó a una de esas reuniones editoriales que la redacción celebraba todos los miércoles. Estaban Cabu, Patrick Pelloux, Riss… Fue chispeante, abierta, llena de inteligencia, y por supuesto divertida, muy cachonda. El proyecto finalmente no se concretó, ya no recuerdo muy bien por qué... Este 7 de enero, en una de esas reuniones de los miércoles, Cabu ha sido asesinado, Patrick Pelloux, médico de urgencias que se encontraba en otra reunión cercana, ha podido llegar a socorrer a sus compañeros, y Riss ha sido herido gravemente, aunque por suerte sigue vivo. Es la primera vez que personas con las que me he cruzado personalmente mueren o salen malheridos por defender sus ideas. Para mí es un golpe inmenso.

Charlie Hebdo es una revista satírica que siempre se ha reído de todo y de todo el mundo: de los Papas y de los rabinos, de los curas y de los imanes, claro, pero también de los racistas y de los homófobos —y a veces hasta del desfile del Orgullo gay—, de los jefes de empresa y de las multinacionales, de las estrellas de cine y de los cazadores, de los periodistas y de la reina de Inglaterra, de la extrema derecha francesa (Le Pen padre e hija eran uno de sus objetivos favoritos), de todos nuestros presidentes y primeros ministros, de Hollande y de Sarkozy, de Putin y de Netanyahu. Odiaban la censura y por eso en 2005 decidieron publicar las caricaturas del Profeta que acababa de dibujar un humorista danés, y por las que estaba amenazado de muerte. Pero además les añadieron otras caricaturas de su propia pluma, entre las cuales esa portada, ya famosa, de Cabu: «Mahoma desbordado por los integristas», en la que el Profeta se tapa la cara con las manos, avergonzado, diciendo «¡Es duro ser amado por idiotas!». Esta revista defendía el derecho a reír de todo el mundo como una dimensión fundamental de nuestra libertad de pensar, de nuestra vida democrática, y no quería dejarse intimidar por las amenazas de ningún fanático. Lo terrible es que la evidencia de este rechazo de la intimidación religiosa no parece ser unánimemente compartida en esta Francia que fue, sin embargo, uno de los focos de la Ilustración: en las reacciones de los universitarios, de los chavales de instituto, de los internautas, muchos de ellos decían «lo siento por los que no habían hecho nada, pero los dibujantes se lo tenían merecido, no se hacen bromas con la religión». Es un golpe, de nuevo, ver que en las «Escuelas de la República» francesa, un cierto número de alumnos, y no solamente musulmanes, consideran que la blasfemia debería ser castigada por el Estado o por otras instancias, y que debería prohibirse la crítica de la religión. 

La lucha de la Ilustración por la libertad de pensamiento y de expresión se ignora o se olvida; la laicidad no ha sido integrada, comprendida, transmitida. Es un desafío. La Ilustración está delante de nosotros. Las inmensas manifestaciones que han tenido lugar en toda Francia el domingo 11 de enero, las más importantes desde la Liberación en 1945, felizmente han mostrado el apego de todo un pueblo —e innumerables manifestaciones en el mundo entero, de tantos otros pueblos e individuos, son el eco de ese apego— a este valor cardinal de la risa y de la crítica, que el fanatismo ha querido siempre destruir, pero por el cual el fanatismo siempre habrá fracasado.

- Traducción de Hugo Castignani

1.  Joan Wallach Scott, Only Paradoxes to Offer. French Feminists and the Rights of Man, Harvard University Press, 1996.

2.  He desarrollado esta hipótesis de los dos modos de reapropiación del espacio en un artículo aparecido en la revista francesa Esprit, agosto-septiembre 2013, «Quels espaces pour la démocratie?». pp. 117-126

3.  Albert Ogien y Sandra Laugier, Le Principe démocratie. Enquête sur les nouvelles formes du politique, La Découverte, 2014

4.  Pierre Dardot y Christian Laval, Commun. Essai sur la révolution du XXIe siècle, La Découverte, 2014.

5.  Por ejemplo en el volúmen colectivo dirigido por Miguel Abensour y Anne Kuplec: Pierre Clastres, Sens & Tonka, París, 2011.

 

— Marjane Satrapi —

Hace poco más de veinte años que llegué a Francia. Estudié en los colegios franceses de Teherán y Viena, pero nunca había vivido en el país de Voltaire.

La idea que tenía de Francia era la siguiente: el país de la ilustración durante siglos, del existencialismo y de la amplitud mental.

Un país laico, abierto al mundo, dispuesto a recibir a culturas diversas.

Mis referencias eran Ionesco, Chagall, Picasso, Hedayat y tantos otros. Y debo reconocer que no me decepcionó.

Ya bien acogida en Francia, pude seguir mis estudios en una escuela de arte gracias a una educación gratuita que no hacía ninguna diferencia entre un francés y yo.

He podido publicar libros, hacer películas y, en resumen, he podido montarme una vida completa tal y como siempre la había deseado.

Pero, lamentablemente, las cosas han cambiado mucho en los últimos siete u ocho años. La crisis económica ha pasado por aquí. Lo siguiente es buscar un culpable. Y, como siempre que se da una situación similar, el culpable es el otro, el extranjero, el que ha venido de fuera para robarnos el trabajo, el pan, la vida.

Eso comenzó con Sarkozy, que colocó en el centro del debate republicano la pregunta: ¿Qué es ser francés?

¿Su justificación? Poder decir en alto lo que se piensa en voz baja.

Lo que olvidó es que si no decimos en alto lo que pensamos en voz baja es porque la mayor parte de las veces se trata de nuestros bajos instintos. Al que nos parece feo no le decimos que es feo. Si nos enfadamos con alguien hasta el punto de desearle la muerte, no lo expresamos públicamente. Etcétera, etcétera. Eso se llama civismo, educación, es decir, humanidad. Decir en voz alta lo que se piensa por lo bajo puede parecer una asunto de libertad de expresión, pero es sobre todo una puerta abierta a la expresión de la xenofobia, el racismo, la homofobia y toda clase de manifestaciones de odio.

Nos encontramos en una Francia en la que, en poco más de un año, varios centenares de miles de personas se han manifestado en contra del matrimonio homosexual, donde Marine Le Pen cuenta con el visto bueno del 50% de la población y donde el 30% la vota.

Hace veinte años, cuando yo llegué a Francia, un cronista mediocre, misógino y racista y una Primera Amante sin interés no habrían llegado jamás a ser los best-sellers de la temporada literaria francesa, y si se hubiera dicho en los medios de comunicación la décima parte de lo que se dice ahora, las reacciones habrían sido tremendas.

Si hace veinte años hubiera sido hoy, yo no habría venido a Francia.

Francia, mi país de adopción, mi casa. Espero que no tarde en recordar que es la heredera de Voltaire y que es necesario que se mantenga digna de tal herencia. Que la única respuesta a “qué es la identidad francesa” es justamente no hacerse nunca esa pregunta.

 

— Rodrigo García —

Cuando llamas por teléfono al director del CDN y su asistente te dice que está en una reunión, aunque te suene a trola, créetelo: es cierto. 

He constatado que reunirse sin pausa en Montpellier, París, Avignon o Massachusetts, llenar la agenda de encuentros y desplazamientos por tierra y aire, es, para el común de los directores de teatros nacionales, algo tan apasionante como el puenting o el sexo en grupo. 

Llevo diez meses en mi cargo y estoy en condiciones de afirmar que pocas cosas hay más tristes que esas tertulias oficiales que vampirizan nuestro sagrado/tiempo/para/perder, ese octium o vida intelectual, hábito que me resisto a abandonar.

Las reuniones son pactadas para producir y difundir consenso, raras veces para generar dudas o provocar el desorden. Si el arte no es una llamada a la desobediencia, si no aporta confusión a una sociedad de ideas tan claras como peligrosas, decidme quién nos podrá ayudar a descubrir el apasionante side B de todas las cosas.

Hay una tendencia europea (que se tiene a sí misma por progresista) a sepultar en fosas comunes o festivales temáticos las expresiones artísticas erróneamente llamadas radicales, convirtiéndolas a la fuerza en souvenirs para una élite de enterados o modernos, cuando sectores amplísimos de la sociedad están de sobra capacitados para asumirlas como regla y no como excepción.

Quien no viva en una metrópolis-símbolo como por ejemplo París* —que es Todo y es a su vez la negación de cada cosa— tendrá que tragar con una programación teatral cauta, aseada y gentil, parcheada o maquillada por los festivales temáticos. Permitidme una hipótesis: esta línea de pensamiento y acción cultural conservadora tiende una mano amiga a movimientos intolerantes como el Frente Nacional. 

El día 1 de octubre de 2014, en el Conseil Municipal de Montpellier, la señora France Jamet, consejera municipal y de la Aglomeración de Montpellier por el Frente Nacional, hace saber que los actores de mi obra teatral Gólgota picnic orinan cada noche sobre el público. (Y los medios de comunicación no lo desmienten.)

Señora Jamet, aprovecho este editorial para rogarle haga usted por fin algo beneficioso para los ciudadanos: dimita.

No pagamos con nuestros impuestos el salario anual de mentirosos. A usted le pagamos para que, desde la institución, defienda nuestro derecho principal, que es vivir y expresarnos en libertad. 

Volviendo a la escasa carga subversiva del arte actual: es resultado de la costumbre, del pan con mantequilla y el café con leche y cuenta con el apoyo —tantas veces inconsciente— de una considerable cantidad de artistas víctimas del miedomercado.

Así se edifican fortalezas de consenso. Y ahí van a parar los niños, a habitar los asfixiantes castillos de cortesía que construimos.

Hoy cancelé varias reuniones y en su lugar me puse el día entero a escribir este pequeño manifiesto y hasta saqué tiempo para escuchar un cuarteto de Beethoven.

* Es interesante cómo el artista Paul McCarthy otorgó el símbolo del consolador anal a la ciudad de París y cómo París, al desinflarlo, inmediatamente se hizo propietaria y dueña exclusiva de ese nuevo nombre. Ahora será para siempre Paris, la ciudad del dildo anal. 

 

— Chechu Álava —

A pesar de ser una de las sociedades más privilegiadas del planeta, en Francia desde hace tiempo se respira pesimismo en el ambiente. Está en el aire, en el inconsciente colectivo. Es un país de contradicciones, donde cohabitan auténticos defensores de la “liberté, egalité, fraternité” con una extrema derecha nostálgica de un pasado que considera más glorioso. Como el resto de occidente, Francia se encuentra en plena mutación. 

Al poco de instalarme en París acudí a la gran manifestación contra el Frente Nacional, cuando en la primavera de 2002 Jean-Marie Le Pen llegó a la segunda vuelta de las presidenciales con Chirac. Me maravilló el estilo y la naturalidad de la multitud al entonar sus lemas, como si el saber manifestarse estuviera inscrito en su código genético revolucionario. Ayer, domingo 11 de enero, dudé si asistir o no con mis bebés de cuatro meses a la marcha tras los atentados contra Charlie Hebdo. Pero fuimos. Y presencié de nuevo cómo los franceses dan su do de pecho al expresarse en masa. Sin entrar en otras cuestiones, como el oportunismo de los políticos, da gusto verlos.

Hoy escribir sobre Francia sólo es posible con muchos signos de interrogación. 

Son conscientes de sus fracturas. 

Personalmente, más que Francia conozco París, que es como una dama extremadamente bella a la que perdonas todos sus defectos. Creo que un escritor latinoamericano dijo: “En París, lo más difícil son los primeros cuarenta años”.

Para hacer amigos, lo mejor son las fiestas en casa de Kuki Keller, que es como la morada de Gertrude Stein pero más divertida. En ella me he encontrado con innumerables personajes variopintos y llenos de pura vida.

La France, dibujo de Chechu Álava

 

— Fabrice Epelboin —

Al igual que los tunecinos, los franceses, gracias a Facebook, han ganado un derecho inexistente hasta ahora : la libertad de expresión. Este derecho está limitado por el derecho francés, y no tolera ni el racismo, ni el antisemitismo ni la homofobia. En el siglo XX, este enfoque se antoja una solución razonable para luchar contra el racismo o la homofobia, pero en la era de las redes sociales se revela tan ineficaz como las diversas leyes puestas en marcha para combatir la piratería de la música en Internet.

La liberación de la palabra racista y homófoba en las redes, que se traduce en una violencia cada vez mayor en el seno de la sociedad, subraya tanto la ineficacia de decenios de políticas públicas orientadas a combatir estas plagas tanto como la incapacidad de los políticos y los medios de comunicación para orquestar el debate público, lo que abre la vía a soluciones radicales cuyo único punto en común es el abandono de toda esperanza democrática para el futuro del país.

Me aterroriza ver cómo un partido político de extrema derecha —el Frente Nacional— que conocí, cuando era adolescente, como abiertamente neofascista y ultraliberal, se transforma a marchas forzadas hasta el punto de apropiarse del programa económico y social que hasta hace poco constituía la especificidad de la extrema izquierda.

 Me da miedo asistir a la adopción, por parte de un sector cada vez mayor de la población de los puntos de vista que constituyen un partido de extrema derecha: la xenofobia, el rechazo a la inmigración o el repliegue indentitario, que en estos momentos no sólo son aprobados por una mayoría de la población sino que, peor aún, sirven de inspiración al partido tradicional de derechas —el UMP—, hasta el punto de que este último, dirigido por Nicolas Sarkozy, ha reclutado a su estado mayor en el seno de la extrema derecha con el objetivo de “renovarse”, según ha anunciado.

Me aflige mucho la reacción de los militantes y los dirigentes de izquierdas, empeñados en calificar de fascista todo aquello que les resulta diferente, que se tapan los ojos en lo concerniente al fenómeno de la escalada de la extrema derecha en Francia. Obstinadamente rehúsan analizar la evolución del Frente Nacional, tanto en su discurso como en su forma; esto convierte su estrategia de lucha en inoperante y contraproducente.

Me deja boquiabierto que el Frente Nacional, partido de extrema derecha, que hace apenas diez años no tenía nada de moderno, haya sufrido una transformación tan radical mediante el uso que hacen sus militantes y simpatizantes de las herramientas que ofrece Internet. Funcionando en red, con un número incalculable de rebotes en los blogs, en Facebook y en Twitter, ha sabido transformar su exilio de los medios mainstream en una destacada adaptación a la era de Internet, lo que le ha resultado más eficaz que a todos aquellos partidos políticos cuyo funcionamiento no ha cambiado en las últimas décadas. 

Claramente, mi futuro no está en este país. Tendré que encontrar uno que me acoja, y prepararme un exilio que espero de corta duración. Tras la revolución tunecina, la gente le dio el poder a los islamistas, los únicos que no habían participado nunca ni en la corrupción ni en la dictadura; los franceses parecen decididos a hacer lo mismo con el Frente Nacional. Confiemos en que, como en el caso de los tunecinos, el experimento no dure mucho. Francia necesita un movimiento como Podemos, pero para ello hará falta agotar la influencia de los partidos tradicionales en la vida política del país. 

 

La Francia Líquida

Bertrand Raison

Michelet, hombre dichoso, escribía en el prefacio de la edición de 1869 de su voluminosa Historia de Francia que había “visto a Francia” en los destellos de la revolución de 1830. Hoy en día, y desgraciadamente, otros profetas carentes de visión le vaticinan a esa misma Francia un horizonte calamitoso en nombre de la supuesta eternidad de la nación. El historiador, por su parte, le reconocía sin duda un recorrido agitado, pero no definitivo. Y es que uno no se desliza de siglo en siglo en una mansedumbre constante. Todo lo contrario. El pulso de la historia late al ritmo de los continuos intercambios con el desorden. En vez de caer en los diagnósticos desilusionados de nuestros contemporáneos, Jules Michelet analizaba al modo de un químico los distintos materiales necesarios para el compuesto que deseaba para Francia. El contundente menú que había elaborado en la vorágine de sus páginas sí que daba fuerzas. Una cocina que no se parece en nada a los platos insípidos que ahora nos venden, so pretexto de añoranza de una edad de oro. Las almas tristes, temerosas de ver desaparecer la unidad del Hexágono, entonan un canto de la decadencia sin darse cuenta de que en esa hermosa ficción no hay nada obvio y que se construye y se refuerza con nuestros miedos y nuestra voluntad de repliegue ante la crisis. Esa unidad de Francia, que hace tanto fantasear a los partidarios de un nacionalismo igual tan terco como rabioso, tenía sin embargo otro nombre para Michelet: libertad. Por eso, para no quedar presos en esa apnea mortífera, para deshacernos de su tenaza, nos remitiremos a una aventura editorial ejemplar que el año pasado cobró forma de libro, France(s) Territoire Liquide [Francia(s) Territorio Líquido]. Los autores, un colectivo de fotógrafos, dan cuenta de las metamorfosis de una unidad en continua recomposición. Una Francia, por definición, plural, puesto que si nos ceñimos a la mera división administrativa en zonas, la clasificación tiende naturalmente a multiplicarse.

Por lo general, aparte de departamentos y regiones, cada administración procede a sus propias divisiones. El Ministerio de Defensa, por ejemplo, distingue siete zonas militares. Por su parte, las grandes empresas también dividen el territorio a su antojo, haciendo caso omiso de las fronteras administrativas cuando éstas no corresponden a su política de abastecimiento —así es como funcionan la distribución a gran escala o la industria petrolífera—. Ya que, en realidad, un territorio que no dependiese de ninguna división estaría abandonado, sin vida y de algún modo fuera del conjunto al cual pertenece. De ahí la batalla actual respecto a la modificación (con vistas a su reducción) de la lista de las veintidós regiones del país.

Volvamos pues a ese colectivo de 43 fotógrafos que, por iniciativa propia, decidieron lanzarse tras las huellas de la misión fotográfica de la DATAR de los años 80, reconstituyendo con nuevos trazos los contornos del paisaje francés. Financiando ellos mismos sus trabajos sin depender de las instituciones, llegaron incluso a nombrar un comisario inglés, Paul Wombell, que tuvo la tarea de coordinar la labor de los participantes y de llevar a término un proyecto que duró cerca de tres años. Sin tener que atenerse a la faceta exclusivamente documental, la nueva misión propone un enfoque sensible del territorio. No busca pues la exhaustividad de un inventario imposible, más bien se centra en las líneas de fractura de lo que en última instancia es un retrato inacabable. Recensión difícil, ya que si la actividad humana deja inevitablemente huellas en la superficie de la Tierra, sucede lo mismo con los estados-nación, los cuales no paran nunca de segmentar el perímetro de sus zonas de dominación. Por lo pronto, que dicho mosaico de naciones haya conquistado el planeta y deslumbre todavía a nuevos adeptos no ha de ocultar que las fronteras se han vuelto sumamente permeables, que la transmisión de datos las vuelve obsoletas, sin hablar de la mundialización del comercio que, ya antes del siglo XXI, saltaba con facilidad tan frágiles murallas. No se trata de predicar su extinción sino de conjeturar que quizás no duren eternamente. En cuanto al rompecabezas de nuestra división departamental, si bien pudo aturdir a generaciones de alumnos (que se quemaban las pestañas para aprenderse la lista de memoria), es poco probable que conserve la invariabilidad de sus formas y contenidos. Dicho de otro modo, como sugiere Jean Christophe Bailly en la introducción de France(s) Territoire Liquide, ¿deberíamos seguir reproduciendo hasta el hartazgo las leyendas de viejos mapas con los mismos ayuntamientos e iglesias, o más bien interesarnos en figuras nuevas, más finas y menos convencionales? Hemos pasado demasiado tiempo bajo los laureles de una Francia conforme y aferrada a sus posesiones, privándonos de una lectura en que el territorio sea concebido como un espacio de porvenir. Concepción que, a fin de cuentas, es la única viable, puesto que el territorio “nunca se queda quieto y evoluciona constantemente”. Es precisamente a ello que nos convidan los fotógrafos.

Al no haber obligación de redactar un informe, éstos pudieron recorrer las rutas y costas del país sin miras a la magnitud del resultado. Nada de grandilocuencia, pues. Más bien una atención rigurosa a esos movimientos que, por lo general inadvertidos, inciden en aquello que tenemos tendencia a considerar incambiable, inmutable: el territorio. Como testimonio de ello están las fotos de Michel Bousquet, cuyo objeto es la línea de prueba (hoy por hoy en desuso) del Aerotrén. Este precursor del TGV [Tren de Alta Velocidad francés] iba a más de 400 km/h por encima de unos cojines hinchables. Un proyecto revolucionario que, sin embargo, cayó en el olvido a mediados de los 70, puede que víctima de la competencia de la compañía nacional de trenes. Apenas subsiste la vía aérea que, a unos diez metros de altura, domina los cultivos de cereales de la llanura de la Beaucé, al norte de Orleans. Una construcción imponente que todavía surca campos y bosques, ya que, dados los exorbitantes costes de desmantelamiento, quedó abandonada, derruyéndose ahí mismo. Por mucho que el manto del bosque la haya invadido, convirtiéndola en algo salvaje, el campo que la rodea, arreglado metódicamente, le da un aire de artefacto de ciencia ficción, impecable, intacto. Y lo mismo hace pensar en las alucinaciones de Moebius o en el Stalker de Tarkovski. Vestigio de un mundo perdido, esa vía férrea única, de 18 kilómetros, se detiene brutalmente, frenada en su progresión por no se sabe qué accidente. Lo más insólito es que esa vía (futurista en otros tiempos) siga estando junto a la línea París-Orleans; proximidad que, en una bella elipsis, enfrenta cara a cara una tecnología desaparecida con lo más avanzado de la red ferroviaria actual. Así pues, el viajero del tren de alta velocidad, apoyado en la ventana, tendrá tiempo de sobra para buscar la razón de ser de esa enigmática hilera de postes de hormigón que empieza de improviso y bruscamente se acaba. Y si puede hacerlo es porque la ruina, por fantástica que parezca, resiste al tiempo.

Buscando plasmar el misterio de semejante encuentro, el fotógrafo se las arregló para que esta arquitectura se injertara en el contexto de una excavación a cielo abierto, en la que las líneas temporales se nublaran en un mismo horizonte. Símbolo del progreso en otra época, el Aerotrén, con sus turbinas, movilizó a los medios antes de caer en la indiferencia. Ahora bien, el silencio que lo envuelve pone ante nuestros ojos el signo de un futuro perteneciente al pasado, que irrumpe sin aviso en el presente de nuestra modernidad. Ese choque súbito de referencias elabora el paisaje, inerva la memoria de los suelos y sacude a un mismo tiempo lo que vemos y lo que habitualmente se denomina —no sin imprecisión— una imagen fija. Lábil, el territorio no para de desquitarse con el mapa que intenta seguir y comprender la irresistible dinámica de los flujos. No hay vencedor en esta historia, sino una asociación que se renueva una y otra vez y cuya palabra clave sería: inestabilidad.

Hemos de añadir que si bien el territorio no se limita a sus divisiones, la gente que lo habita se encarga de por sí de alterar dicho marco. Por ejemplo, ese magnífico día de 2004 cuando irrumpió en las pantallas la película de Abdellatif Kechiche, La escurridiza, o cómo esquivar el amor. Un fabuloso homenaje al desvío de los prejuicios que comúnmente atacan a la periferia: los bloques de viviendas, los controles de la policía, las peleas, los vendedores de droga. A nadie se le ocurriría ni un solo instante pensar que algo podría ir bien. Pero he aquí la escena: un aula, unos adolescentes, una profe de francés que les propone montar la pieza de Marivaux, El juego del amor y del azar. Genial idea del cineasta, la de eludir el espectáculo de fin de año, instalando a la compañía y al texto en el corazón mismo del barrio, al aire libre, a las puertas de los bloques de viviendas de protección oficial. De entrada, la cosa toma cuerpo en torno a los sentimientos de este iracundo grupo de una labia eufórica, sin igual. Y rápidamente la analogía se impone: personajes de la pieza y alumnos-actores tropiezan con el mismo impulso con los desvaríos del corazón y de la razón. No les cuesta entender la lección. Que en la pieza de Marivaux, fatalmente, los ricos se enamoren de los ricos y los pobres de los pobres. Bajo el aguijón de la profe, nada se les va. Pero lo más asombroso —además de la increíble energía de los actores: la vibrante Lisette de Sara Forestier o el patético Arlequín de Osman Elkharraz— es la convulsión de la lengua. Una lengua que capta, pega, grita, disimula y entrega en estado bruto los afectos de los protagonistas de esta clase en efervescencia. Una hazaña del lenguaje que no da tregua, saltando de la lengua del siglo XVIII a las sinuosidades del argot. Un microcosmos de la periferia parisina que empuja con coloridos y acentos inesperados las velas de la nave de Marivaux, a la cual —viento en popa por obra y gracia de una oralidad tempestuosa— la deja sin cuidado la sarta de clichés que reduce la literatura del Siglo de las Luces al gueto de las élites. Y continúa bogando entre ayer y hoy, sin encallar.

Diez años después, la directora Céline Sciamma lanza con rabia su Bande de filles [La banda de las chicas] al asalto de las coacciones de su medio social. Seguimos en la periferia, pero aquí las cuatro chicas negras de esta banda solar deciden no soportar más las leyes de la religión, de la familia, del hermano mayor. Fieles a sus deseos, sacuden las cadenas que las atan a una tradición asfixiante. La heroína adopta como nombre de guerra Vic (de victoria) cuando se une al clan. Un cambio de identidad que le permita ser por fin ella misma. Sin embargo, el camino es áspero y la victoria difícil: por mucho que baile con las otras chicas oyendo Diamonds, el hit de Rihanna, que se pruebe ropa robada o que pelee, el grupo sólo dura un tiempo. Sin inserción escolar, Vic vuelve al barrio de la periferia, dejando atrás a sus hermosas amigas, y continúa las etapas de una lenta metamorfosis. Duro regreso a ese mundo del que quería huir y que enseguida le cae encima; ese mundo de maromos para los que ella “no es más que una jaca”. Dan ganas de saber cómo seguirá esta historia.

Imposible terminar este tour de France de la resistencia a los tópicos sin evocar los artículos de Florence Aubenas, que reconstituyen día a día la vida en el país. En particular, las páginas dedicadas al último camping salvaje que queda en la Camarga, no muy lejos de Salin-de-Giraud, a orillas del Mediterráneo. Allí, en ese pedazo de mundo sin agua, sin electricidad, sin avituallamiento, miles de personas se congregan cada verano entre caravanas y casetas improvisadas. Y pueden disfrutar de esos 10 km de playa en los que no existe ningún tipo de reglamento. Según uno de los veraneantes, “es el último lugar donde todo parece posible”. Enganchados con las dunas, disfrutan de esa droga dura que se llama libertad, y que contra viento y marea será siempre el modo de decir que la razón la tendrá —esperemos— la gente y no el mapa.

- Traducción de José A. García Simón

 

Tres días de horror indescriptible, tres días de catástrofe, de sirenas, de muertos, de asesinatos en el nombre de Dios, tres días que han puesto a Francia de rodillas, tres días que nos han sumido en la tristeza, tres días que nos han acercado a la sumisión, que nos han llevado a los caminos de la división. Y después, este domingo, los momentos del milagro: de Marsella a Lyon, pasando por París y otras capitales del mundo, esos millones de paseantes, de todas las edades y todas las orillas, que hacían una fiesta de volver a encontrarse, esos manifestantes de la resistencia que celebraban la unidad recobrada, la capacidad de estar juntos. En sobresalto inmenso, la República era de todos, y cada uno la llevaba en los brazos. Sí, había alborozo entre los que marchaban. La Francia asustada recuperaba la sonrisa de la protesta, se indignaba ante todos los profetas de la desgracia y los sembradores del terror. Por fin la Francia de las Luces renunciaba a sus desgarros, reconocía, en la era de Internet, la hoja de papel y el lápiz de los dibujantes. Herramientas de la libertad, florecieron por todas partes, en carteles en las paredes, impresos en camisetas, plantados juntos a los árboles como banderas ondeando al viento de la revuelta. Qué símbolo para aquellos que trabajan para enfrentar las razas y las religiones : el pueblo francés estuvo allí, con todos sus componentes, judíos, musulmanes, ateos, todos para siempre Charlie, y nadie que atizara las brasas del odio ordinario. Sí, se dice que habrá un antes y un después del 11 de enero. Qué imagen, también, la de los asesinos refugiados en una imprenta, y qué cruel ironía la de ver que el libro puede darnos a la vez veneno y sabiduría. ¿Qué recorrido les ha llevado desde la ignorancia de la letra y el espíritu a la masacre de la redacción y a la matanza de Vincennes?  Pero qué hermoso día, en el invierno de nuestra crisis, en el que podemos reivindicar sencillamente, a lo largo de las calles, la imperiosa necesidad de nuestra fraternidad.

- Traducción de BM

 

V.V.A.A / Dossier Francia

Hugo Castignani, tras doctorarse por la Universidad de la Sorbona de París, se trasladó a Madrid, donde enseña Filosofía en la UNED. Actualmente prepara el lanzamiento de Materia Oscura, una editorial especializada en el ensayo contemporáneo.

 

Bruce Bégout, escritor y filósofo, enseña en la universidad de Burdeos y vive en el campo. En español ha publicado Le ParK (Editorial Siberia), Sobre la decencia común (Marbot editores) así como Lugar común y Zerópolis (los dos en Anagrama).

 

Jean-Claude Monod, director de investigaciones en el CNRS e investigador en los Archivos Husserl de París. Su trabajo se centra en la filosofía alemana del siglo XX, las relaciones entre la política y la religión, la secularización y las transformaciones de la democracia. Co-dirige la colección “L’ordre philosophique” en la editorial Seuil. En español ha publicado Qué es la laicidad (Editorial Proteus, 2013) y en breve aparecerá la traducción de La Querelle de la sécularisation, de Hegel à Blumenberg en Amorrortu editores.

 

Marjane Satrapi (Rasht, Irán, 1969) es autora de cómic y directora de cine. Afincada en Francia, se hizo mundialmente famosa por su serie autobiográfica Persépolis, que adaptó para el cine junto a Vincent Paronnaud. Es también autora de otros álbumes como Bordados o Pollo con ciruelas, y directora de otras películas como la reciente The Voices.

 

Rodrigo García (Buenos Aires, 1964) es director de teatro, dramaturgo, escenógrafo y fundador de la compañía La Carnicería Teatro. En 2009 recibió el premio Europa Nueva Realidad Teatral. Desde 2014 trabaja como director del CDN Montpellier.  

 

Chechu Álava (Piedras Blancas, Asturias, 1973) es pintora. Vive y trabaja en París.

 

Fabrice Epelboin (París, 1970) es empresario, periodista y profesor de Ciencias Políticas en la universidad parisina Sciences Po. Experto en social media y activista en materias como la neutralidad en la red, open source y hackerismo cívico. Se implicó especialmente en la revolución tunecina de 2010-11, desempeñando un papel decisivo como defensor de la libertad de prensa desde el blog ReadWriteWeb, cuya versión francesa dirigía. Es miembro del colectivo Telecomix, con el que tomó parte en la #OpSyria contra los regímenes de Siria y Libia, lo que le supuso ser amenazado de muerte. Escribe habitualmente en Reflets.info, bitácora especializada en periodismo libre y transparencia en la red. Vive en París. 

 

Bertrand Raison vive y trabaja en París. Trabaja en publicidad, es profesor de Pilates y colabora habitualmente con la revista PalaceCostes.

 

 

Fotografía de apertura de Pierre Andrieu (AFP), tomada en la manifestación en contra del matrimonio homosexual el 26 de marzo de 2013 en París.