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El fin de la extravagancia

“De la piel para dentro empieza mi explosiva jurisdicción, y no  merece llamarse sociedad civil
aquella donde no cunda el derecho a la extravagancia.”
Antonio Escohotado

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El inconveniente de la extravagancia es la imposibilidad de fijarla en una fórmula capaz de administrar sentido a lo inconcreto. Sospechaba Voltaire que exagerar es propio del espíritu humano, porque lo es. Pero exagerar es también un gesto desesperado. Un derecho a veces temerario. Una persecución del exceso. Una negativa contra la normalidad y la manufactura, por lo que tienen de inaceptable. El extravagante es aquel que se atiene a exaltar la diferencia, su diferencia, exhibiendo un gusto claro por lo inverosímil o una necesidad de lo distinto. Y en ese ejercicio el absurdo, a veces, no asoma como síntoma sino como una categoría natural de su condición. Pero la extravagancia ya no es lo que era porque tampoco el individuo lo es, ni lo es el objeto, ni lo es el mito. A la gente de hoy, como denunciaba Siegfried Kracauer en 1924, le sobra ocio. Y el ocio aniquila el desconcierto, el alboroto, la confusión. Casi no quedan extravagantes.

Hoy la extravagancia ha alcanzado patente de tara. Donde estaba David Bowie se pavonea Lady Gaga. Contra Georges Perec triunfa Dan Brown. Frente al encanto de Maruja Mallo se aúpa a cualquier advenedizo amaestrado. El riesgo ha caído en desgracia. De la música a la política. De la literatura al arte. De la vida al aburrimiento. El extravagante ha sido violentamente desplazado en una sociedad que asume el noble arte de llamar la atención como un episodio maníaco. Las normas del mundo no aceptan hoy que uno llegue hasta sí mismo. También se ha privatizado lo distinto al vuelo de una crisis donde ser pobre no cuenta ya ni con el derecho a la
extravagancia. Lo decía Oscar Wilde, que principalmente fue un dandi (y no es lo mismo).

Pero qué hermoso es apostar por aquello que lentamente se ha prohibido. La extravagancia es una luminosa forma de equívoco, un género literario sin literatura que tiene mucho de instante poético, de ambivalencia de un solo rato, de sonoridad hueca y también de infierno. Su rebeldía no sigue patrón alguno. No tiene forma ni en la forma cabe. Tampoco es exactamente un gesto de libertad (aunque lo sea, y fieramente), sino un modo de instalarse en el mundo que se resiste a la validez de lo publicitario y a cualquier proyecto de valores estéticos consumados. No se da nada por hecho. No se busca rendimiento del gesto. Se trata de entrar a rostro descubierto en la vida escogiendo con plena soberanía la velocidad y la posibilidad del naufragio.

Un extravagante, más que presumir de lo que sabe hacer, vive afectado por la ambigüedad de ser él mismo. Salvador Dalí fue el extravagante más consciente de su incalculable circo portátil.
Y alcanzó en vida récords de taquilla para ser contemplado como un exvoto impredecible. “¿Sabes la diferencia entre un esnob y un extravagante?” Le preguntó un día Dalí a su amigo Oscar Tusquets. “El esnob es el que se muere por que le inviten a una fiesta y el extravagante el que, una vez invitado, hace lo imposible por que le echen.” Su afán de extrañeza es radiante. Quiere ser, de todos los hombres posibles, exactamente el expulsado. El de la gran pasión por nada. El que silba de aburrimiento en la misma situación en que otros se sentirían fastuosamente dichosos. La extravagancia depende de que exista quien se interese por ella, pero tampoco necesita público. Está ahí como están las cosas que no tienen mucho sentido. Su condición furtiva es el mejor aval con el que cuenta. Incluso una cierta propensión al disimulo.

Pero el mundo es ahora demasiado terrenal y estándar, demasiado previsto y domeñado como para aceptar esa última transparencia del límite que el extravagante propone. La política ha abusado de la representación y ha desvirtuado lo distinto hasta convertirlo en una reincidencia del crimen. La semejanza es la gran penitencia, la salvación de la masa, su tranquilidad y su cobijo. La nueva inquisición es inodora y está pilotada por quienes decidieron que allí donde pueden pasar muchas cosas no suceda nada. El extravagante es aquel que no se finge a sí mismo en una sociedad global donde la individualidad está vetada. Así que forma parte de la ‘raza de los acusados’, por decirlo con Cocteau.

 

Vicente Molina Foix escribió que “la única conquista moderna del arte es el vicio”. Hablaba de Pierre Molinier (1900-1976). Fotógrafo, pintor, poeta, transformista, depravado, miope, amoral, necesario. Él fundó simplemente un sitio nuevo: aquel donde colisionaba la moral con el deseo. La moral con el

fetichismo. La moral con la norma suprema del sexo y del daño. Era el único inquilino de esa arcadia. Su trabajo no es exactamente una predilección por lo exótico, sino la prueba de una extravagancia que se consuma hacia fuera sin ornamentos. Pierre Molinier fue muy lejos sin buscar en los otros la meta de su escapada. El apetito extravagante de su mercancía está sobre todo en presentarse ante quien mira sus fotos provisto de tabú, de escrúpulo y de normas de sentido. Pues es ahí donde se excita la pasión. Es ahí donde el arte alcanza combustiones. Donde la extravagancia vale como ideal.

En esa deformación de lo real hay, más que un capricho, un vagabundeo deslizante que no busca escandalizar (el extravagante auténtico y ‘predaliniano’ no es un escandaloso, sino que se atiene a la pulsión de su alboroto sin necesidad de forzar querellas o aplauso). En eso se distingue del dandi, a quien nada tonifica más que ser diana del estupor de los otros. Molinier no trae ningún mensaje, sino que no sabe estar de otro modo en la vida. No tiene estrategia. No tiene un engranaje mecanizado de conducta. Apenas se orienta del lado de lo individual y se siente muy poco climatizado con su época. No sabe subordinarse a ella (ni quiere) y no es capaz de ofrecer una conclusión. El extravagante es un agente doble que nivela su condición radical con la normalización que todo colectivo exige para permanecer dentro. Y casi siempre fracasa.

Molinier es producto de la gracia de un extravío. Molinier es la extravagancia que consiste justamente en la tensión de un exceso irrefrenable y la imposibilidad de justificarlo. Sus imágenes de seres en éxtasis febril, sus maniquíes, sus falos de fabricación casera, las botas de dominatrix, el látex, los antifaces, las pistolas, los guantes de lamé…, esa galaxia arrebatada de su poética fotográfica es una certificación del desorden, de su necesaria identidad extravagante. Los hombres se corresponden con la realidad sólo cuando ésta los atañe. Por eso el extravagante deambula a solas.

Pero la extravagancia de Molinier es impensable en un presente que se siente facultado para denegar el arte a los que no acreditan una visible solidaridad con lo que se ha establecido como aceptable. El extravagante es un obcecado del juego (a veces doloroso, a veces lúdico). Y hoy jugar (en su pleno sentido) es una acción degradada, casi una práctica denunciable. Jugar no es un verbo seguro.

 

Desliguemos la extravagancia de su impresión clínica. No se trata de eso. No hablamos de la anormalidad patológica, ni de la psicopatología, ni de un signo absurdo más allá de lo razonable. Aquí importa esa condición sin necesidad de diagnóstico que desarrolla actitudes determinantes ajenas a los mandamientos de los demás. Un extravagante no es un productor de rareza, sino que está más cerca del pronunciamiento de un discurso (estético, ético, vital o creativo) que no encubre ni alisa enfermedad alguna. Lo suyo es darle valor a lo que otros rechazan. El director alemán Veit Helmer hace películas que remiten con fuerza a un mundo propio. Tuvalu, por ejemplo. En ella desaparece la realidad porque está superada, y eso ya lo dota de un claro afán cercano a lo que algunos denominan extravagancia. Pero no es así exactamente, aunque lo sea en un momento como éste. Helmer tan sólo rebasa la normalidad del cine de siempre para hacer otro cine de siempre. Es decir: transforma, pero no predica. Emociona sin vocación de impostar. Si nos parece original no es por su deseo de serlo, sino por la irremediable necesidad de narrar de ese modo, afianzando la naturaleza rara de sus dominios. ¿Un extravagante? Quizá no para algunos de nosotros… Pero de algún modo, sí.

 

El dandi no necesita hacerse entender. El extravagante no sabe hacerse entender.

 

La extravagancia tiene algo de creación huérfana que pone al extravagante en la difícil situación de ser una criatura casi prohibida. Se habla de él o de ella como de alguien aislado. Como de un incorrecto. Tan sólo porque no urbaniza su existencia dentro de la norma. La vida de Robert Walser (tan intensa en su falta de aventura) lo sitúa como un “romántico extravagante”, ajeno a todas las convenciones. Vivió deambulando durante tres décadas, y de un modo incontrolable, por los alrededores del sanatorio de Herisau. Un fascinante escritor civilizado, silencioso, huidizo, en proceso de desintegración constante y obsesionado con las huellas de sus pisadas sobre la nieve. Era el dios de su propia clandestinidad extravagante. Y para darle la espalda al mundo se resignó a vivir en un manicomio buscando la locura que aparentemente no quiso darle el cielo. La suya es una extravagancia poderosísima. Y en su afán de invisibilidad, profundamente enfática. Le diagnosticaron varios trastornos cuando lo suyo sólo fue una elección. Ni si quiera un disparate: tan sólo un andar a solas, irreprimible.

 

 

El fin de la extravagancia es esto: un esfuerzo desesperado por confiscar la fuerza (muda o sonora, da igual) de las naturalezas que no le han encontrado la postura a ningún reglamento. El extravagante no sabe de su valentía, aunque quizá la intuye. Su expedición por el otro lado de la norma nada tiene que ver con la fabulosa sastrería del dandi, sino con un extraño destino que empuja hacia la irrealidad. No procede del orden vigente, sino del caos rítmico que genera una afinidad por lo inexplorado. Pienso en alguien raro. Pienso en Michel Houellebecq y ese impar sentido de su escritura, donde está de pleno el reconocimiento de la riqueza objetiva del mundo desde el desafecto a los protocolos del mismo mundo. Houellebecq es un extravagante en días sin extravagancia. De ahí que la raíz de su conflicto sea aún más potente.

Su puesta en escena es un estudiado alarde de feísmo. Un alegato del rechazo. El de un tipo que no absuelve a nadie y no aspira a cumplir el encargo vitalicio de ser un ciudadano útil. Su extravagancia, como la de casi todos ellos, nace de la insatisfacción pero no asume la desesperación de los culpables. “Yo quiero mostrar una visión del mundo donde sobresalga el gozo de contemplarlo. Soy un romántico. Eso es lo que soy. Pero nadie parece darse cuenta. La gente no soporta un discurso honesto. Y te hacen pagar un precio muy alto por ello. Pero el escritor aún posee el derecho a pensar, no como los actores u otra gente de la cultura. La literatura dice las verdades que ya no se pueden escuchar en ningún otro lugar… Y a eso lo llaman extravagancia. El problema es que el hombre actual es un adolescente disminuido. Ése es el espíritu de nuestra época.” Hay en esta idea algo de estremecimiento o de escarnio. Y delata una procedencia clara: la intensa contemplación que Michel Houellebecq ejerce sobre el presente y la consolidación de un rechazo que no nace del escepticismo, sino del asco. De la implicación que exige el asco a partir de la superación del sentido de comunidad. La extravagancia del escritor francés no está en el desafío de su puesta en escena, sino en la confirmación del desapego que hay en su obra. Una escritura ondulante que propone una luminosa intervención en la realidad para dejarla en evidencia. No es un movimiento espontáneo, sino el sedimento de una personalidad bien acuñada en lo diferente y que se siente violentada por el ejercicio mismo de su extravagancia. De su irreprimible necesidad de arder en todas direcciones. El extravagante, en este sentido, no pide jamás permiso ni requiere complicidad o aceptación. Actúa con la certeza de saber que es un cielo extraño, que su deslumbrante desorden no es puramente terrestre y que se articula según leyes distintas de las habituales. Michel Houllebecq ha logrado que su escritura tenga ‘validez oficial’, pero su forma de entrar en acción es denunciando que el peligro siempre cambia de rumbo. El peligro que genera la moral dominante. El peligro que establece la normalidad. El peligro que alimenta ciertas formas de pensar expandidas desde el poder de las instituciones. Houellebecq es un extravagante dotado para el éxito por la necesidad que tiene la sociedad de ser abordada y ‘señalada’ sin daño desde el centro mismo de sus bagatelas privadas.

 

El extravagante es un ariete útil para acelerar la laicización de la vida política y social desde ese último reducto de lo sagrado, que es el arte. La extravagancia quiere ser el precio ruinoso del mercado de lo sintético.

 

Leopoldo María Panero estaba del lado del malditismo a la manera de Antonin Artaud o del encampanado Pierre Drieu  La Rochelle (antisemita deplorable). Pero Leopoldo María Panero tuvo en su misma extravagancia la parte más luminosa de su cuadro clínico. No ya por el personaje público curtido en las televisiones y con una leyenda expansiva más allá de su muerte, sino por la intimidad del poeta cuya timidez le obligaba a establecer una relación ‘sin fundamento’ con el resto del mundo. La suya es una de las extravagancias más torturadas porque sí viene del centro de un sistema psíquico devastado. Panero escribía con los nervios y a esa escritura le debía el escaso bálsamo que obtuvo en vida. La formulación de su extravagancia tiene algo de vocación y de efecto secundario al mismo tiempo. Era un enfermo, pero probablemente fue un enfermo mental inducido. De joven, en los días de El desencanto, el excelente documental de Jaime Chávarri sobre la familia Panero estrenado en 1976, no era el loco el que hablaba sino el extravagante. Aquel que se ha planteado, contradictoriamente y de la manera más tajante, su forma de asentarse en la realidad como un lobo que encuentra sabroso cualquier corazón titubeante. Es aquel Leopoldo María el que manifiesta una extravagancia muy ajustada a una cierta posmodernidad urbana y en los márgenes de la locura halla la lucidez necesaria para lanzar esas preguntas que sólo pueden quedar abiertas. En lo mejor de su abundante poesía, dejó las huellas de una iluminación donde se cuestiona a sí mismo, abriendo sin estorbos su intemperie, su miedo, su soledad, el oro por dentro de una voluntad esteparia que está y no está del todo en el sitio incorrecto de la locura. “Yo creo que he sido el chivo expiatorio de mi familia. Me he convertido en el símbolo de todo lo que más detestaban. La locura, la sinrazón o la desviación de la norma no se deducen en la palabra sino en el gesto. Y como a nivel de gesto he sido más desrazonado que ellos, pues han aprovechado eso para convertirme en su chivo expiatorio. Pero a nivel de pensamiento más me vale callarme.”

Leopoldo María Panero es un extravagante que se mantiene en un estado continuado de ausencia, pues se sitúa al margen de la mendacidad de los acontecimientos sociales por su condición de trastornado. Pero su extravagancia está en la supervivencia dentro de una sociedad que considera la alteración psíquica como un destino carente de fundamento. Es, pues, extravagante por resistente y por la obligación de situarse fuera del “gusto municipal de la mayoría”.

 

Adolfo Arrieta vive de lo imposible, fiel a esa nítida radicalidad de los perdedores que saben ser pobres como sabrían ser potentados. Es una cuestión de elegancia y autenticidad la de saber sobrevolar cualquier riesgo. La fortuna de este hombre es la fértil libertad que ha cultivado y esa extravagancia mundana y sutil que lo convierte casi en un aforismo para la minoría. En Autobiografía del fracaso, Luis Antonio de Villena traza el mejor perfil del artista: “Udolfi tiene una memoria transgresiva, como si —muy al final— la vida sólo fuera mente. Sabe que el ideal no está en ser cosmopolita, sino siempre extranjero”. Y da igual ya en París que en Madrid. “Para mí, España es una ilusión, una ilusión embustera. Una invención de los medios. No ha habido ninguna superación, ningún milagro. Es una mierda invivible para cualquiera que quiera hacer arte”, le dijo en una entrevista a Filippo Lubrano. Su cine es extravagante porque habla del abismo de nosotros mismos. Porque es anticomercial. Porque saca la lengua a los bienpensantes desde una cámara de cine, que es su juguete preferido. Comenzó a filmar cosas raras a mediados de los años 60. Entonces abandonó la pintura y se echó a los rollos de 16 milímetros. Su primer artefacto audiovisual fue El crimen de la pirindola (1965). Y Cahiers du Cinéma, la más pedante y (entonces) vaticana publicación cinéfila, se descolgó afirmando que era “el acta de nacimiento de un nuevo cine libre en España”. Luego llegaron otras piezas como Imitación del ángel (1966), Le jouet criminel (1969), Las intrigas de Sylvia Couski (1974), Tam Tam (1976), Delirios de amor (1989), Merlín (1990) y la última de la que sé hasta ahora, Vacanza permanente (2006). Hay en ellas algo que franquea las escotillas de la lógica, como si Arrieta se liberara de la realidad para llegar más al fondo de algún sueño. Un sueño donde habitan unicornios y travestís, hombres rana y presagios de locura, de gracia y de sanísima extrañeza. Su extravagancia no es un velo, sino la más extraordinaria de las formas de estancia en la vida. 

 

El fin de la extravagancia es un acontecimiento inquietante por lo que tiene de laminación de la diferencia. Por lo que estigmatiza al distinto. Por la voluntad de desactivar el contraste y borrar la contradicción, la duda y todo aquello que no se puede controlar, que es en esencia otra forma de diálogo con el mundo y una riqueza más de lo imprevisto. La extravagancia es una afirmación y no disimula. No sabe hacerlo. Es un abismo detrás de una apariencia frágil desde donde se han levantado fabulosos mundos. Pero todo eso está siendo amenazado y deforestado como una selva que estorba. El extravagante auténtico es un hombre en incesante estado de emergencia, condenado al desplazamiento para hacer sitio a un sucedáneo inofensivo: el espectáculo, la ovación, el orden, lo anestésico. Y es que todo poder enloquece ante lo extravagante igual que enferma ante la risa.

Antonio Lucas

Antonio Lucas nació en Madrid en 1975. Es redactor de cultura y articulista del diario El Mundo, así como colaborador de Radio Nacional de España. Su último libro de poemas, publicado en la editorial Visor en 2014, Los desengaños, recibió el Premio Loewe de Poesía.