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El cumpleaños de Evo Morales

Nunca he probado LSD, éxtasis o ayahuasca, pero dudo que sus efectos sean más poderosos que la suave inclinación con que el avión busca la pista de El Alto, el aeropuerto de La Paz, capital de Bolivia. 

Durante quince minutos el avión sobrevuela una infinita piel desierta que interrumpen de repente lagos esmeralda y huellas solitarias de pastores de llama. Hasta que de pronto se decide a posarse como una libélula sobre una tierra que se vuelve tan abstracta como el cielo. Cimas de volcanes, nieves eternas, cordilleras que rozan las nubes que se confunden con los sembradíos, para luego, casi rozando las alas del avión, en las calas, las calles, las fábricas del mismo color del suelo. Y luego campanarios celeste, azules, blancos, un permiso de color en esa inmensidad de terracota, porque las iglesias son los únicos edificios que no pagan impuestos cuando el constructor los termina.

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Una ciudad como de juguete hacia la que el avión baja, o más bien se recuesta, para aterrizar a 4.000 metros de altura. El aeropuerto internacional más alto del mundo, te explican con orgullo los bolivianos, como si sus imposibilidades fuesen la garantía de su sobrevivencia. Isla en plena tierra, resumen de todos los paisajes, errores, maravillas, terrores del continente, que de alguna forma extraña parece anclarse en otro mundo, anterior a América misma. 

¿La China de los guerreros de terracota o la gran muralla? Porque no es del todo castellano, ni quechua, ni aymara el idioma que te hablan los policías militares que levantan metralletas más grandes que ellos mismos y que revisan tus papeles y maletas tratando de alargar el momento de puna inicial, esos largos minutos en que tratas de saber si tu cuerpo aguanta la altura. 

 –No te agaches a recoger los bolsos, derecho todo el tiempo, mantente derecho —insiste mi primo Marco. Porque soy parte de la delegación que viene a presentar Miguel Enríquez, un nombre en las estrellas, del historiador Valenciano Mario Amorós. La biografía del líder más prominente de la izquierda guevarista chilena (y padre de mi primo), muerto en un enfrentamiento con la policía política de Pinochet el 5 de octubre de 1974. Libro prologado por Evo Morales, que lo presentará en el Palacio Quemado. Un héroe aquí, donde el Che Guevara es una suerte de padre de la patria, y la guerrilla latinoamericana una materia de estudio obligatorio en manos de un grupo, el del presidente, que consiguió todo lo que las armas querían lograr justo cuando las dejaron y entraron a la democracia burguesa.

El sol calienta el frío obligatorio del altiplano. Abordo con lentitud la camioneta que atraviesa El Alto, el suburbio interminable que sobrevuela La Paz. Ciudad sin plano, urbe sin urbanismo, que alberga los domingos el mercado de las pulgas más delirante de América, donde se puede comprar desde un niño hasta un helicóptero, pasando por chombas, chalecos, fetos de llama para la buena suerte. 

La lentitud a la que te obliga el aire es parte de la experiencia. No hay nada que comprender, nada que diagnosticar, éste es al mismo tiempo el mismo planeta y otro. Porque en La Paz, los ríos no corren sino que se esparcen. El barrio lujoso es el bajo, mientras las alturas son sinónimo de pobreza. Los autos no creen en los semáforos (cuando los instalan en los barrios los vecinos protestan), y los cementerios rodean cerros de arena seca del valle de la Luna, como de un western también imposible. 

—El centro —avisa el chófer.

Aduanas, ministerios, tiendas de tercera y cuarta mano, una ciudad latinoamericana de los años cuarenta que sobrevuelan impecables cabinas de teleféricos rojos, verdes y amarillos, que cumplen aquí la función que en otras ciudades cumpliría el metro. Porque aquí la tierra es el cielo, y el cielo un vecindario más de la ciudad imperturbable que espera la inauguración de la línea verde del teleférico. Impecables cabinas de colores chillones que son el símbolo más visible de un nuevo orgullo. La Bolivia de Evo Morales Ayma, ese líder improbable que llegó al poder cuando huyeron todos los demás. En cinco años, cuatro presidentes distintos que no pudieron calmar las protestas que Morales lideró desde su doble papel de líder social y diputado. Un gobierno que todos pensaron en Bolivia que sería corto y desastroso y que lleva ya nueve años en el poder, un periodo inauditamente largo de prosperidad (cinco puntos de crecimiento anual), que ha terminado por conquistar incluso a las elites de Santa Cruz, la ciudad más “blanca” de Bolivia, donde residían los enemigos más enconados de Evo, que terminaron votando por él en las elecciones presidenciales del pasado 12 de octubre.

—Falta el Beni nada más —se lamenta Evo Morales, tomando a sorbos una Gatorade que le ayuda a recuperarse del partido de fútbol que perpetró a 4.000 mil metros de altura esa misma mañana.

El Beni, en el selvático norte, es la única región en la que no ganó las elecciones. Próspera y ganadera, ahí los dueños de la tierra aún controlan el voto de sus inquilinos, explica Evo. Hay poca gente del occidente altiplánico boliviano; los más pobres, los más aymaras también, han emigrado, como lo hizo su familia de niño.

Evo Morales abre él mismo la casa sin guardias, empleados, asesores, carpetas, celulares. No se ha quitado la camiseta azul de su equipo de fútbol, el Sports Boys (que anunció su simbólica contratación de volante central esta temporada, convirtiéndolo en el jugador profesional más viejo del mundo, aunque nunca ha disputado un partido). Es la víspera del cumpleaños de Evo Morales (el 26 de octubre), una fecha que solía pasar por alto cuando era un dirigente cocalero, porque de chico le enseñaron que cumplir un año menos de vida no es para celebrar. Fecha que ha ido celebrando desde hace unos años, como una forma de
reunir a su equipo de trabajo (que no conoce vacaciones ni horarios), de agradecerles, de cohesionarlo, de hacerlo parte de su leyenda, que empieza en el lugar mismo donde suele celebrar los cumpleaños, en el Chapare, donde, partiendo como encargado de deportes del sindicato campesino, se hizo dirigente de todos ellos.

Luis Arce, el ministro de Economía de Bolivia, es pequeño, redondo y sonriente. No sabe si ir o no al Chapare a celebrar el cumpleaños del jefe. “Tiene que terminar el presupuesto y ‘esas fiestas, tú sabes’.” Un llamado de la secretaria del presidente a su celular decide por él. 

–Voy a ir— contesta antes que al otro lado del teléfono le expliquen para qué llamaron. 

No conocía casi a Evo cuando éste, para su sorpresa, lo nombró ministro. Estuvo entre los que redactó el programa económico, pero no participó de las reuniones en la campaña porque éstas eran convocadas a las ocho de la mañana, la hora en que daba clases en la Universidad de San Andrés. No abandonar sus clase le sirvió sorprendentemente cuando, al ser nombrado ministro, la mayor parte de los economistas más reputados del Bolivia desertaron del Estado. Puso a sus alumnos en el Banco Central y en el ministerio. El primer año mantuvo las variables macroeconómicas, la inflación, la deuda externa, los balances, dejando que la elite cruceña pensara que nada importante iba a cambiar. Cuando ésta pensaba que lo peor no llegaría, Evo decidió cambiar los contratos de los hidrocarburos e invertir exactamente la proporción de propiedad pública y privada. 

 La batalla empezaba recién. Huelgas, boicots, errores, reactivación, contratos millonarios, sequías, lloviznas, deuda externa, deuda interna. Arce habla de todo eso con una sonrisa de oreja a oreja, como un juego de escondidas, en que tuvo que extremar lo que menos parece faltarle al equipo del Gobierno boliviano: una inmensa imaginación para inventar créditos a las microempresas, firmar acuerdos con inesperados inversionistas, posponer huelgas, unir pequeños productores para romper el boicot de los panaderos y pensar en convertir luego Bolivia en una potencia agroalimentaria. 

Las palabras imperialismo o neoliberalismo no aparecen casi nunca en su relato, sin embargo. Sus enemigos parecen ser más los colegas de la universidad, los economistas posgraduados en universidades americanas que atribuyen el milagro boliviano al precio de los hidrocarburos. Pero ya hubo una crisis, el precio se fue a los suelos el 2009, sonríe Arce, y Bolivia siguió creciendo.

—¿Qué entiende Evo de economía?— no puedo evitar preguntarle a su ministro.

Como en casi todos los temas Evo traduce las medidas y propuestas de su ministro a su vida personal, me explica Luis Arce. Una vida personal que, como la mayoría de las vidas de los bolivianos de a pie, está marcada desde la infancia misma por la compra y venta de papas, de maíz, de llamas, de hojas de coca después. Y las deudas, y los plazos, y los intereses. 

¿Es eso lo que explica el éxito económico de Bolivia? El realismo no como una idea, no como un deseo, sino como una experiencia que contradice la rigidez misma del discurso. Un joven profesor de Historia chileno me habla en un restaurante libanés del centro de La Paz de su decepción. Trabaja en la vicepresidencia, en un centro de estudios que ahí se desarrolla. Álvaro García Linera, el vicepresidente, es el ideólogo de la revolución. Un doctor en matemáticas que pasó diez años preso por apoyar la insurrección indígena. Alto, el pelo blanco, los ojos iluminados: si esta revolución estrictamente pacífica tuviera un Robespierre, sería él, que conoce al dedillo cada sigla de la guerrilla de los años setenta. Al joven eso no le parece suficiente. Vio dos investigaciones marxistas pararse ante de realizarse. Explotadores y terratenientes que odiaban a Evo a muerte se presentaron en su lista en estas elecciones, que aunque son un éxito visible para el Gobierno se han convertido para el joven historiador chileno en el símbolo mismo del fracaso del proceso. 

Evo Morales y Rafael Gumucio

No sabe qué hacer, algo en su tono parece esperar que le aclaremos su duda. Ya viajó a Cuba, donde terminó su posgrado; piensa que quizás sería mejor ir a Venezuela. Pienso, sin decírselo, que su decepción confirma mi esperanza. La revolución boliviana no es pura; no pretende serlo, pero lo es aún menos de lo que pretende. Evo quiso ser futbolista, y fue trompetista de su sindicato; llegó al antiimperialismo y al socialismo por experiencia más que por convicción, y puede justamente en nombre de esa experiencia vital defender el trabajo infantil (¿qué habría sido de su vida de no trabajar de niño?), justificar su odio a esos Estados Unidos que quemaron las plantaciones de coca en el Chapare.

—Qué pena que no vayas al Chapare— le lanza a mi primo.

Porque todo eso, la revolución, el Gobierno, todo eso lo sintetiza la cabeza de Evo en el Chapare. Trópicos en estado salvaje, nos advierten otros miembros de la comitiva, cuarenta grados Celsius. Un calor y una humedad que litros de chicha, cerveza y Singani (un aguardiente con 80% de alcohol), con que brindan abundantemente sus amigos y ministros, no ayudan a conjurar. Una fiesta que se sabe cuándo empieza pero no se sabe muy bien cuándo termina.

—Estoy tomando tabletas— se disculpa Evo por no acompañar al resto, que toma Johnny Walker etiqueta verde y maní lanzando toda suerte de brindis por “el jefazo”, como lo llaman imitando el tono con que Evo suele llamar jefe a toda suerte de funcionarios, sindicalistas, amigos y enemigos, a los que pide favores o adhesiones con una humildad que es a la vez completamente natural y también una forma de estrategia. Evo sonríe como sonríen los niños, los dientes amarillos que brillan más aún en contraste con su piel morena, que no permite adivinar en qué esta pensando, no porque esconda nada sino porque su falta total de protocolo te mantiene encandiladamente sorprendido, sin saber dónde estás. 

Esa sonrisa que acompaña casi todas sus frases y que es su forma de timidez, una timidez que ha reprimido y domesticado hasta convertirla en un especie de fuerza secreta. Intraducible Evo Morales, que pasa sin transición de Mister Chance, el jardinero presidente de la novela de Jerry Kosinski, al Che Guevara. Un animal político que nunca usa cifras o citas, que conversa en una perfecta horizontalidad, que sólo quiebra el uso de esa intuición todopoderosa que le hace apurar o descartar encuentros, cambiar agendas, aterrizar en otros lugares, adivinar intenciones. 

—¿Cuánto años cumple?— le pregunto, cometiendo la imprudencia de no tutearlo como todos naturalmente lo hacen, como él mismo no deja de hacer nunca, a no ser que esté hablando con algún periodista norteamericano.

—Llegué a presidente a los 44— responde coquetamente.

Lleva nueve en el poder, o sea tiene 53 años calculo, ni una cana, ni una arruga, los brazos desnudos sobre la mesa de vidrio, las piernas abrazadas a las sillas altas de bar donde nos instalamos para mayor incomodidad. El poder que pulverizó la lozanía de Obama, que le hizo perder la mitad del pelo a Ricardo Lagos, que blanqueó hasta la barba del imperturbable Lula, no parece haberle hecho a Evo Morales la menor mella. Alto, fuerte, los ojos pequeños que no dejan de anotar nada, pero que no denotan nunca preocupación o cansancio, Evo Morales pareciera vivir el poder no como un deber o una venganza, sino como un juego. No se ha casado (aunque tiene un hija y muchas historias que se cuentan en voz alta). Les recomienda a sus ministros que no se casen para estar disponibles a todas horas. Él duerme 15 minutos cada cuatro horas. Pasó esta mañana, una mañana que empieza a las cinco, en el palacio; jugó al futbol a la orilla del Titicaca, va a pasar por Cochabamba antes de internarse en el Chapare e ir de ahí a Roma. 

Una perpetua campaña electoral, un campamento que hay que levantar y volver a instalar sin fin. Una fiesta, como ese cumpleaños que dejó de ser sinónimo de un año menos de vida para convertirse en la celebración de un año más de este gobierno plurinacional, revolucionario, antiimperialista, socialista, que no tiene más ambición que cambiar para siempre las bases sobre el que el país intentó hasta ahora su historia. Nuevo nombre, nueva bandera, constitución nueva. Un Gobierno fundacional que, según muchos analistas, no sea más que la consecuencia de décadas del discurso nacionalista y desarrollista que dominó la política y la intelectualidad del país por toda la mitad del siglo pasado. Un discurso de reivindicación de la tierra, del orgullo indígena, que Morales y sus amigos tuvieron la definitiva audacia de tomar en serio justo cuando se había convertido en un mero tic verbal, una ampulosidad vacía que Morales llenó de su propia biografía.

—¿Leíste mi libro? —me pregunta a quemarropa.

Le digo que leí El jefazo, del argentino Martín Sivak, retrato cercano de Evo en el poder.

—No, ése no, el otro.

Mi vida de Orinoca al Palacio Quemado —me explica “el compañero” que hace de chófer o asesor personal, no se sabe, y que Evo llama “mi embajador chiquitilandia”, porque no mide más que un metro cincuenta.

—Vas a llorar. Vas a ver, vas a llorar
—insiste Evo.

Quiere regalármelo pero no tiene ningún ejemplar consigo. 

Su vida es su principal capital político. Parte esencial de casi todos sus discursos, que son en el fondo conversaciones con dirigentes sociales a los que Evo intenta siempre traducir a su idioma, ese castellano que no pierde el tiempo en pronunciar, una música sin verbos, en que los adjetivos se saltan también al sujeto, porque se basa en una complicidad anterior, una lengua subyacente que es y no es el aymara de su infancia en el altiplano. Una infancia que el fenómeno climatológico de El Niño cambió para siempre, obligándolo a él y a su familia a emigrar al Chapare, donde después de intentar el fútbol y la música se hizo dirigente. 

Su vida no ha cambiado, piensa, quiere que pensemos. Busca las sillas donde sentarte. No tiene asistentes, se sirve él mismo todo lo que toma. Ese alarde de humildad me hace pensar en el papa Francisco, que ha hecho también de la sencillez una imagen de marca.

 —Ahora tengo Papa, antes no tenía
—levanta el vaso de Gatorade para celebrar.

Porque, para alivio de Luis Arce y de los otros invitados, este año el cumpleaños en el Chapare tiene fecha de término. Es sábado en la noche, la fiesta empieza el domingo en la tarde en una barraca a la orilla de la selva. El miércoles Evo viaja a Roma. En un gesto inédito, el papa Francisco alargó la típica entrevista de una hora o dos con los mandatarios que van a visitarlo para cenar una noche entera con el único presidente de América Latina que no terminó el colegio.

Pienso que para el Papa también el lenguaje, pero aún más la presencia física, la forma de ejercer el mando de Evo Morales, deben de resultar al mismo tiempo extraños y conocidos. Es la Iglesia en que creció, la Iglesia de la Teología de la Liberación contra la que luchó en Argentina; son las ideas que lo formaron, que creyó imposible, en las que no puede sin embargo no reconocer algo de sí mismo. 

Las comunidades cristianas de base, el socialismo sin uniforme administrado por los pobres mismos en la más feliz austeridad. Hay algo en Evo que confirma la idea cristiana de que los últimos están destinados a ser los primeros. Las instituciones, traducidas al idioma de sus intuiciones, cambian de sentido a veces, pero otras veces recuperan el suyo. 

Estoy de viaje, recupero de pronto el sentido común. Soy parte de una delegación a la que agasajan y sonríen, mostrándole lo mejor de un gobierno que está en su mejor momento, la renovada luna de miel después de las elecciones. ¿Qué pensaría de Evo Morales y su cumpleaños si viviera aquí? Estoy seguro de que sabría apreciar en todos sus matices las arbitrariedades del proceso, que leería entre líneas o negro sobre blanco las prohibiciones y censuras de la prensa y la televisión boliviana. Los abusos y las generalidades del discurso del gobierno seguramente chocarían con mi necesidad genética de hacer preguntas y ponerme en minoría. 

Podría relativizar muchos logros del Gobierno de Evo Morales, pero no podría negar su coherencia. La cancillería boliviana parece una municipalidad perdida de una provincia fuera del tiempo. Los pasos en el parqué resuenan de una habitación a otra, las secretarias se calientan con estufas eléctricas. Nos mira encerrado en una vitrina un uniforme de embajador, de esos con bicornio y laureles verdes bordados que recuerda que hubo algo antes. Las palabras de Evo sobre la hermandad de los pueblos (Chile y Bolivia comparecen en ese mismo minuto ante el tribunal de La Haya para fijar sus límites) resultan creíbles porque resulta creíble que el canciller no tiene otra agenda que la que exhibe, que es lo que parece.

¿Es eso lo que disfruto en Bolivia, la posibilidad nueva de ser ingenuo, de creer en todo lo que creo (en todo lo que llevo tantos años fingiendo no creer)? No quiero frenarlo, no quiero entenderlo, quiero vivirlo como el milagro que se me ofrece, la irrealidad total del apunamiento que me permite aceptar todo como un continuo de experiencias, como un experimento que sólo pide de mí aguantar sin ironía, conocer de forma ingenua, aceptar sin chistear lo que estoy viendo.

Es medianoche. Los brindis, las risas, las luces del equipo saltando al ritmo del reggaeton andino que Evo mismo eligió escuchar. El jefazo mira discretamente su reloj dorado. Los asistentes comprenden que es tarde. El viaje al Chapare mañana es largo y sinuoso. No hay otra manera de llegar que no sea en incómodas camionetas. Uno de los invitados recoge el maní que descuidadamente derramamos sobre la mesa, otro cierra las botellas de whisky, el presidente de Bolivia devuelve las sillas que él mismo fue a buscar a la cocina amplia y vacía de esa casa en que le gusta jugar a no ser presidente. Nos va a dejar a la puerta de la casa. Bromea a la entrada de ésta, jugando a inventar sobrenombres. No abandona la pequeña plaza hasta que se asegura de que todos hemos subido a las camionetas que nos devuelven al hotel.

No sé si el tipo de placeres burgueses que me son tan esenciales, el tipo de libertad a la que me acostumbré soportaría del todo el discurso indigenista y revolucionario. Pero por un minuto entero quiero creer: necesito hacerlo como si un órgano largamente atrofiado volviera a tomar su lugar en la geografía de mi cuerpo.