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Conciencias tranquilas

Sucedió así casi literalmente: de la noche a la mañana, los edificios icónicos se volvieron algo execrable, completamente abominable. Nos lo decían sus propios artífices, los arquitectos estrella —a través de las palabras del presidente de la Bienal de Venecia en 2012—,  proclamándose víctimas de una sociedad que, cual veleidosa e insaciable María Antonieta, les había obligado a producir y producir edificios espectaculares y mediocres. 

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La consecuencia de esa obediencia, de ese sometimiento pasivo había sido una profunda «crisis de identidad» de la que pretendían recuperarse. 

Aquella edición de la Bienal, titulada Common Ground, fue la escenificación de ese supuesto contundente giro ideológico de la arquitectura hacia la responsabilidad social. La negación de que el arquitecto era aquel ser ávido de poder y trascendencia, y también glamour de celebrity. Qué mejor que usar asuntos como la pobreza en el mundo y las graves problemáticas derivadas de la recesión económica para dotar de incontestable credibilidad a esa supuesta ansia de probar la honradez y firmeza de esa voluntad de regeneración de esa figura. Y cómo avalar mejor tal actitud que otorgando el principal galardón al proyecto de investigación sobre la Torre David en Caracas realizado por el estudio de arquitectos venezolano Urban Think-Tank, el escritor y curador Justin McGuirk y el fotógrafo Iwan Baan. 

Desvincularse de grandes edificios para poderosos regímenes autoritarios (que hasta no hacía tanto eran elementos que aportarían ‘democracia y apertura progresista’ —como, por ejemplo, el ahora abandonado Estadio Olímpico en Pekín de Herzog & de Meuron—) o de aquellos emprendimientos descaradamente neoliberales (como los planteados en los Emiratos Árabes y que, como planteaba Rem Koolhaas –soslayando el factor de que estaban financiados por el dinero de una oligarquía de jeques y construidos por un ejército de mano de obra sobreexplotado bajo condiciones infrahumanas– antes de apresurarse a desdecirse en 2008 ante la patente decadencia de aquel efímero prometido paraíso, suponía para la arquitectura actual aceptar la oportunidad de traspasar los límites que la modernidad no osó) para premiar un proyecto que analizaba como laboratorio de nuevas formas de organización urbana la ocupación ilegal y estructuración de una comunidad vecinal en la estructura inacabada de un rascacielos situado en la capital venezolana, abandonado a mitad de construcción a causa de la recesión económica que afectó al país en la década de los 90. El jurado elogió el carácter de «modelo inspirador, que reconoce la fuerza de las sociedades informales. Una comunidad informal creó un nuevo hogar y una nueva identidad ocupando la Torre David y lo llevo a cabo con instinto y convicción». Conviene recalcar además que esta investigación se presentaba en la Bienal dentro del contexto cool de una arepería, adornada con vídeos y fotos de la Torre, y en la que los visitantes podían, textualmente según rezaba la descripción del proyecto, «divertirse, comer y, en general, saborear Sudámerica».

No fue sólo el haber amanecido, casi de súbito, a aquel vuelco. Aunque fuera evidente que convenía ir variando discursos y posturas porque el triunfalismo vanidoso y perverso de la arquitectura hegemónica —impuesta desde las decisiones políticas más prominentes, desde los medios tanto especializados como generalistas, impresos y digitales— estaba ya cada vez más en entredicho, puesto contra las cuerdas por la crisis económica, que no sólo estaba frenando el volumen de construcción sino revelando además la insustancialidad y dudosa honorabilidad de toda aquella gran y celebrada arquitectura icónica (de los familiares despilfarros injustificados en faraónicos proyectos que nunca tuvieron uso o que quedaron interrumpidos y hoy se pudren, abandonados, o que delatan ridículamente patéticos fallos técnicos que obligan a reinvertir dinero en su inútil mantenimiento; a barrios históricos arrasados en ciudades chinas para dejar sitio a masivos edificios firmados por algún archi-star occidental). Cabía esperar seguramente cualquier cosa del cinismo que sustentaba todo el discurso y aclamación (o silenciosa aquiescencia) crítica de la arquitectura-estrella, pero tal vez no una hipocresía tan torpemente delatada como aquélla. De repente: los ojos se volvían hacia realidades y situaciones que, por haber estado al margen de los designios del neoliberalismo que tan ocupados tuvo a tantos analistas y autores de la arquitectura, no habían merecido el menor interés. 

O quizá, al contrario, lo ingenuo era esperar que ese supuesto cambio de postura se hubiese llevado a cabo de manera más astuta y sibilina. Aparentando la construcción de un discurso, un debate... Lo esperable, de hecho, dado el nivel de oquedad y frivolidad en el que había ido quedando la reflexión sobre la arquitectura en el escenario global que conformó el desencadenamiento del efecto Guggenheim, era algo así. Continuar adelante, no abandonar: había que inventar otro argumento cautivador para justificar relevancia para una comprensión de la arquitectura como mercadería política y mediática que agonizaba en su propio involuntario suicidio (y estaba empeñada en aniquilar a la otra arquitectura, la que se mantuvo firme a su espalda). 

Fue la exposición comisariada por Andres Lepik Small Scale, Big Change, celebrada en 2010 en el MoMA (que miraba a la comisariada por Bernard Rudofsky en 1964, Architecture without architects, en pro de reivindicar el valor de una arquitectura sin el pedigrí de la firma arquitectónica) la que puso en el escenario el tema de la concienciación social, el de la arquitectura hecha para los desfavorecidos. Introducía, en un momento aún cegado por los fastos, una muy necesaria llamada de atención sobre una concepción que estaba en patente negligencia: el recordatorio de que una acción arquitectónica útil, constructiva para individuo y sociedad, dependía de la capacidad del arquitecto para comprender las problemáticas desde sus diferentes factores y convertir al edificio en pieza capaz de articular soluciones. Que, como experiencias en lugares en situaciones críticas en geografías periféricas demostraban, no era preciso despilfarrar para hacer buena arquitectura para la sociedad no fue, sin embargo, la lección que esta exposición dejó. No quedó la interpretación de que, atendiendo a las necesidades y recursos de un lugar específico es posible generar una arquitectura eficiente, con valor en sus dimensiones constructivas, técnicas y estéticas. 

Lo que quedó, y se consolidó, fue una fascinación buenista y llena de moralina paternalista respecto a esas situaciones del que ese León de Oro a la Torre David fue un primer y determinante gesto. Ha ido emergiendo también una especie de concepción concienciado-festiva del análisis sobre las realidades sociales próximas, revestida bajo la forma de experimentaciones pseudo-artísticas e intelectuales. Ambas aproximaciones representan hoy la consolidación del nuevo avatar de la figura del arquitecto contemporáneo, la persistencia de una estructura jerárquica de incuestionados gurús académicos de referencia y figuras carismáticas, temas de protagonismo mediático… El hueco dejado por algún arquitecto-estrella al que hoy ya no hay temor a denostar por sobrevalorado, corrupto o grosero ha sido ya llenado por algún nuevo referente que ya no viste de negro ni ejerce de genio sofisticado, sino que procede de algún país en vías de desarrollo y posa como humilde antihéroe mientras cuenta que tiene línea directa con banqueros suizos para convencerles de invertir dinero en proyectos solidarios de su invención o logra compatibilizar las expresiones «interés social» y «fines de lucro» en la definición de los objetivos de su estudio. Omiten su procedencia de una clase acomodada, lo cual en modo alguno debiera ser un factor que pusiera en cuestión la honestidad de una convicción comprometida con trabajar por la equidad social, pero que es algo que contribuye a generar un nuevo carisma romantizado para quienes parecen seguir necesitando un panorama arquitectónico gestionado por las presencias, órdenes e inspiraciones de una serie de protagonistas validados por algún poder superior.

Hay que tener presente: no ha habido una reflexión, no ha habido un movimiento que pueda haber servido para señalar el inicio de cambios sustanciales que lleven a recuperar en el discurso hegemónico de la arquitectura un reconocimiento de esos valores que hoy se celebran bajo etiquetas y nuevos postureos. Los arquitectos que no fueron ni quisieron ser estrellas, los arquitectos jóvenes afrontan en este momento una situación extremadamente delicada consecuencia, en gran medida, del menoscabo entre la sociedad del respeto hacia la profesión que han causado tantos años de irresponsables delirios y personajes icónicos. Existe un proceso de transformación en curso, una conciencia de la necesidad en lo pragmático y en lo intelectual de redefinir qué es y hace, qué será y hará, un arquitecto; pero no hay hoy por hoy una realidad firme para ella. De ahí la necesidad a oponer dudas, desconfianza y resistencia a esos posicionamientos que hoy, en concordancia con los discursos políticos de restricción, austeridad y callada coerción de los derechos sociales responsabilidad del Estado para con su sociedad, presentan cautivadoramente fenómenos como la Torre David o los que analiza Justin McGuirk en su libro, describiendo otros casos de comunidades alternativas

El problema es cómo el estudio publicado de la Torre y el libro de McGuirk reflejan el salto de la celebración del poder y el exceso económico a una exaltación del poverty-glam. Donde antes hubo impecables gráficos digitales y cuidadosísimas fotografías de escenarios arquitectónicos y urbanos como lugares de la próspera sociedad de la era tecnológica, hoy hay un esteticismo de la pobreza para consumo primermundista revestido de un discurso articulado por acomodados personajes que se acercan a esas situaciones de marginalidad, pobreza y exclusión desde una frivolidad que las concibe como ejemplarmente idílicas y ejemplo de parámetros alternativos de organización social positiva. 

El trasfondo en ambos es la negación a escarbar en los motivos que llevan al porqué de esas situaciones. McGuirk transita por puntos de Latinoamérica describiendo a la manera de una crónica periodística cómo reacciones colectivas espontáneas han generado esa ocupación de la Torre David en Caracas o el ‘cantri’ (urbanización) Tupac Amaru en Argentina para leerlas como expresiones de justicia social gestadas al margen de poderes políticos e intervención del arquitecto. No indaga, como tampoco parece conveniente indagar en el caso del estudio a fondo de la Torre, qué fallos en el sistema político han abocado a esas situaciones de desequilibrio social. McGuirk no amplia ni contrasta información, de consultar sobre la situación a analistas locales que puedan corroborar o aportar otros matices o puntos de vista desde los que el lector pueda valorar lo que le es descrito. No es su propósito, como directamente afirman él y Urban Think Tank en la monografía sobre la Torre: analizar los motivos por los cuáles llega a producirse la realidad de la Torre David y quién es responsable de ello es «mucho menos importante que su potencial para señalar el camino hacia el futuro». No obstante, sí lo es. Y  lo es porque obliterar con ligereza este reconocimiento supone no atacar la suciedad ideológica de los sistemas imperantes y eludir la toma de una posición que exija su regeneración, su obligación a atender por igual al bienestar de todas las capas sociales.

Como si la mera creación de otra etiqueta supusiera la consolidación de una respuesta útil. Como si la mera sucesión de fotografías mostrando a la comunidad de residentes de la Torre David y su domesticidad explicada en términos del tipo «Casi todos los residentes utilizan las escaleras diariamente, haciendo de ellas espacios centrales para la interacción social», «Mientras que algunos residentes dejan sus paredes con el ladrillo desnudo, otros prefieren decorar sus hogares con diferentes tipos de recubrimiento de pared», o definir con altisonancia cool el cantri Tupac Amaru como «un urbanismo-Disney radical socialista» sin entender que tal planteamiento refleja que el pobre que ahí reside aspira a habitar en los escenarios del rico, que ese Disney debería quizá más bien leerse como escenográfica negación de unas serias problemáticas de desigualdad social que, antes que ser ejemplo de reacción quizá debieran verse como forma de neutralizar, pasivizar y mantener en un gueto a todo un sector social. 

La supuesta aproximación a estas situaciones genera una ficción estética y discursiva sobre ellas como divertimento estéril, bajo el que no hay ni rigor ni genuino compromiso ético. Pero, más preocupantemente, lo que el discurso de esta aproximación supone es el alejamiento de la atención y llamada de reacción directa a las problemáticas graves que existen en la realidad inmediata de una sociedad que va siendo gradualmente empobrecida y despojada de sus derechos esenciales; queriendo presentar la desigualdad, la degradación del principio democrático de igualitario bienestar social, casi como un entusiasmante y aceptable horizonte. 

Alicia Guerrero Yeste

Alicia Guerrero Yeste (Lleida, 1974) es licenciada en Historia del Arte. Desde 1996 escribe junto a Fredy Massad textos que plantean una visión y análisis del estado de la arquitectura actual. Amplía individualmente ese campo de trabajo con la escritura de reseñas literarias.  

Los libros referenciados en el texto son: Justin McGuirk, Radical Cities. Across Latin America in Search of a New Architecture, Londres: Verso: 2014. Urban Think-Tank, Iwan Baan, Torre David. Informal Vertical Communities, Baden: Lars Müller Publishers, 2013