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Selfie o no selfie

Para quien no integre la comunidad de Facebook, ni use aplicaciones como Instagram o haya tenido jamás un teléfono inteligente, la universalización de las selfies representa una costumbre casi global que sin embargo se manifiesta a través de sus epifenómenos. Últimamente, el más notorio consiste en la proliferación de extensiones para sostener el aparato a distancia y disparar así la selfie sin la incomodidad o deformación derivada del brazo extendido o la vacilación del pulso. El uso de este sostén ya forma parte del dramatismo de los lugares turísticos y de las prácticas de los visitantes, por lo general muy visibles y bastante formalizadas.

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También, la selfie ha introducido cambios en la conducta callejera. Por un lado, recién mencionadas, esas varillas para alejar el teléfono de uno mismo. El primer contraste de la operación obedece a la tortuosa mecánica del procedimiento, que combina un sencillo listón con un artefacto hipertecnológico (disparidad que también se verifica en los precios de ambos artículos: el teléfono cuesta casi cien veces más que la vara). Es el encuentro forzado de lo primitivo-mecánico con lo electrónico-sofisticado, resultado poco glamoroso para el segundo término de la ecuación. ¿Forzado por qué? Porque la varilla decreta la negación de la selfie espontánea. No quiero decir que ya ninguna pueda serlo, sino que el nuevo adminículo pone en evidencia, con su intención perfeccionista, que en definitiva nunca lo fue.

Uno podría suponer que si debe recurrirse a un listón para tomarse una foto es precisamente para cumplir con el mandato implícito de la selfie, o sea, la autocaptura, y así derogar toda posible ayuda de terceros (uno de los principales anatemas selfies). Los selfistas se apegan a los preceptos del género, obedeciendo su letra hasta el extremo. Una lealtad que a veces tiene efectos en la socialidad callejera: me ha pasado estar intentando sacarme una foto (sin extensión) junto a mi pareja, y que un señor mayor se acercara para ofrecerse a disparar la cámara. El nieto que lo acompañaba debió decirle que nos estábamos tomando una selfie, y que seguramente no queríamos ayuda de terceros. No era una selfie, sin embargo; sólo en parte lo era. Se trataba de una autofoto que no tenía como destino ninguna red. Pero era una foto cuya modalidad de captura (y la consecuente pose y ángulo de exposición) consistía en una emanación del modo selfie.

Como mecanismo de captura de la propia imagen física, la selfie ha creado su propio linaje de antecedentes. La tradición del autorretrato, tanto pictórico como fotográfico, es un ejemplo; que podría extenderse a los tópicos del autorretrato literario, y más naturalmente a la saga de autofotos que siempre se tomaron en distintas circunstancias (por ejemplo, las máquinas de fotomatón, tan usadas en el cine). Se trata de procedimientos o modos de autorrepresentación que sólo gracias a la modalidad selfie pueden ahora ser reunidos en una categoría más o menos genérica, y que antes navegaban por aguas separadas.

Algunos dicen que toda selfie es un autorretrato, pero aclaran que a la inversa no funciona —no todo autorretrato sería una selfie—. El argumento es que la imagen selfie se constituye como tal cuando se socializa, al ser enviada a través del dispositivo de captura o al ser lanzada en la red. La discusión puede tener más pliegues si se atiende a la opinión de que no toda selfie debe incluir un rostro. Estamos acostumbrados a ver rostros en las selfies, en gran parte son la razón de ser de ellas; pero también sabemos que según diversos motivos o intenciones, las capturas tienden, a veces, a ocultar el rostro o a preferir otras partes o detalles del cuerpo —o posturas o circunstancias particulares en las que el rostro no es esencial para la representación de la individualidad, según la lógica de la experiencia, aunque no de la identificación (esto deriva hacia otro punto: la selfie privada; la fotografía de mi mano como símbolo de mí mismo, que todos quienes me conocen admitirán como tal)—.

En cualquier caso, la selfie parece tener siempre un carácter vindicativo: establece una relación afirmativa con la identidad o la condición de quien se autocaptura, pero también establece un lazo de afinidad con quien la contempla, ya que es capaz, virtualmente, de entender los detalles particulares que hacen de esa imagen una superficie de significados. Porque la selfie, al contrario del autorretrato, requiere de una relación previa para materializarse como tal; esto es así dado que, anclada en la tecnología digital, que de por sí promete un caudal virtualmente inagotable de reproducción, la selfie se inscribe en una serie: son las situaciones, contextos y lugares los que dan sentido a estas imágenes. De esta forma, en mi opinión, es como las selfies operan como archivos privados de documentación individual, en el contexto de una cadena personal de eventos referenciados como si se tratara de realities divididos en fotogramas. Es lo que permite, también, las selfies temáticas organizadas alrededor de familias de experiencias.

Ese carácter vindicativo individual de la selfie se interpreta en ocasiones como narcisismo adaptado a la época. Creo que es un error. La selfie habilita una escala de registros visuales y de tonos emocionales instantáneos de tal magnitud y accesibilidad, que la transforman en un dispositivo de transmisión del “estar siendo”. No lo que soy, tampoco lo que hago ni dónde estoy; sino todo eso combinado. La ubicuidad de la selfie se presta a ello de un modo tan radical que prácticamente lo requiere, en la medida en que siempre es más que una mera foto y alcanza el punto, a veces, de algo parecido a un deseo que no precisa de palabras para ser formulado. En este sentido, la selfie es el tipo de fotografía más parecido a lo icónico; su lógica, equivalente a la del emoticón, apunta a ello.

De algún modo, las selfies produjeron una notoria expansión de la dimensión documental de la experiencia cotidiana; y desde ese punto han abierto una especie de régimen de referencialidad a aquellas fotografías concebidas como selfies, y adaptadas a su gramática de captura, pero que no lo son de un modo cabal. Documentación inmediata y continua. La promesa de la selfie es similar, en cuanto a desarrollo de la composición y accesibilidad de los resultados, a la de las fotos Polaroid. El encanto de la Polaroid consistía no sólo en la omisión del revelado técnico como mediación, sino en la analogía ejemplar de una captura que en ese mismo momento podía compararse con la escena originaria. Esa inmediatez le otorgaba a la imagen una gran textura documental, había una verdad enaltecida que podía verificarse en tiempo real, el lapso de la impresión.

En tanto subgénero de la fotografía digital, la selfie plantea interrogantes respecto de la idea de archivo. No me refiero solamente a los archivos culturales, la cuantiosa masa de rostros y cuerpos autofotografiados en todos los lugares del mundo que sirve como insumo para distintos proyectos, desde estéticos hasta sociológicos. Me refiero a lo siguiente: ¿cambia la relación que tenemos con nuestras propias imágenes cuando cada día somos capaces de obtener una virtualmente innumerable cantidad de ellas? La selfie tiende a expresar una afección más que a fijar un momento —como podía buscar la foto casera tradicional—. Sin embargo, esa afección termina integrando en un mismo nivel esa suerte de data múltiple que incluye cada imagen en su conjunto.

Como resulta evidente y di a entender más arriba, no soy inmune al fenómeno selfie. Hace unos meses extendí el brazo y disparé la cámara apuntándome. Estaba viajando en una aerosilla y me convenció el pensamiento de que esa suerte de suspensión física debía ser retenida. Fue una ocurrencia espontánea; tal como se dice: una idea en busca de realización inmediata. Casi nunca veo esa imagen (una de las cosas en común que tienen las fotos digitales y las no digitales, que difícilmente se vuelven a ver), pero podría decir que el recuerdo de ese momento es para mí el más selfie de todos los parecidos por los que pasé, quizás precisamente porque estaba en absoluta soledad, casi literalmente en el vacío. Diría que, a falta de Facebook o equivalentes, esa suspensión operó como mecanismo disparador de la idea.

Se trató de una circunstancia completamente diferente de otra ocurrida mucho más atrás, que en cierto modo podría calificar como mi primera selfie, cuando sin embargo faltaba bastante para que existieran. Sin duda fue un momento autorreferencial, pero careció de ese espíritu entre lúdico e informal que es marca sustantiva del universo selfie. Lo que hasta hace un tiempo podía considerar como una foto que me tomé muchos años atrás frente a un espejo, como protesta privada ante la mortificación de habitar un sitio que me resistía a dejar para, por lo menos, no salir al exterior, gracias a las selfies ese autorretrato —que tenía también mucho de presunción fotográfica, porque usaba una cámara manual para mí inaccesible, prestada por un amigo—; ese autorretrato, ahora es antiguo por partida doble o triple.

Recuerdo que me gustó ocultar el rostro tras la cámara como pretendidamente única forma de tomar la foto, y que el ocultamiento, pensaba, fijaría esa situación de soledad autorreferencial pero no reflexiva. Nada de esto lo formulé en esos términos; quiero decir, la imagen de esa primera cuasi selfie se construyó en función de las herramientas con las que contaba en ese preciso momento. Creo que esto es otro punto interesante del mundo selfie: las características técnicas de los instrumentos de captura y de reproducción producen un estándar más allá del cual resulta difícil actuar si uno quiere inscribirse en la experiencia de las selfies.

Pero esto no es en sí malo, al contrario. Porque resulta uno de esos rigores formales que actúan como catalizadores de iniciativas creativas a escala individual. El público abierto o restringido de las redes vendría a ser una masa de plateístas cautivos. El peso material y simbólico de ese público empuja la reproducción incesante de imágenes personales, precisamente porque se trata de constantes flujos de afectos.

Por último, la referida foto: a modo de tributo a la pequeña o gran cuota de narcisismo que, según muchos —no es mi caso, me gustaría estar seguro— empuja las selfies.

Sergio Chejfec

Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) es escritor. La editorial Candaya ha publicado en España sus novelas Mis dos mundos (2008), Baroni: Un viaje (2010) y La experiencia dramática (2013), así como su colección de relatos Modo linterna (2014). Además es autor de otras ocho novelas, dos libros de poemas y uno de ensayos. Vivió en Caracas entre 1990 y 2005, y desde entonces reside en Nueva York.