Nada sobre ti
En Badlands, Terrence Malick pintaba en película el paréntesis de tranquilidad idílica que la pareja de delincuentes Kit Carruthers y Holly Sargis vivió sumergida en el bosque, habitando una cabaña entre árboles, aislados del ruido mundial, de sus perseguidores y de su propia angustia ante las prisas del tiempo.
En Georgia, Blaze Foley, el desconocido genio vagabundo del country, compartió con Sybil Rosen los momentos más mágicos de su vida en una casa que crecía sobre las ramas de la cima de un árbol. Allí estuvieron viviendo durante casi un año. Como los forajidos retratados en Badlands, Foley quería emerger del río del tiempo, de su impasible corriente, y contemplarse a sí mismo flotando encima del mundo, de su rutina, de sus exigencias y sus maneras.
A las órdenes de Werner Herzog, Klaus Kinski, encarnando a un idealizado Fitzcarraldo, soñaba con una ópera en medio de la selva, un teatro que tendría sus propias normas y obedecería a sus propios criterios, con los indios en las primeras filas del patio de butacas. Era un soñador apasionado y loco en pos de una meta que le demostrara que no estaba fatalmente equivocado, que se podía tomar un camino alternativo al que la sociedad y los mecanismos rutinarios de nuestra civilización parecen forzarnos. El Fitzcarraldo cinematográfico comienza a acariciar por primera vez su ideal en una escena en la que enseña a sus compañeros de viaje una panorámica espectacular de la selva. Herzog, como si de un pájaro se tratase, grabó semejante joya con un travelling aéreo y la música de Popol Vuh. Colocó al reparto en un lugar que inspirase los anhelos de su protagonista, que lo elevara de sus miedos y de ese mundo terrenal que parece condenar los sueños. Ese lugar era una plataforma construida con ramas y troncos sobre la cima de un árbol.
Los korowai del sudeste de Papúa estaban convencidos de que eran los únicos seres humanos del planeta y consideraban a los poquísimos extranjeros que divisaban como laleos (demonios fantasmas). Vivían aislados como dueños y señores del inmenso jardín natural que para ellos es la selva. En marzo de 1974, una expedición antropológica se encontró con 30 de ellos cerca del río Eilanden. Al adentrarse en la selva, descubrieron casas en los árboles construidas a 35 metros de altura. Estas cabañas protegían a los korowai de las inundaciones, los insectos, los espíritus malignos y los posibles raptos de niños y mujeres a manos de los fantasmales demonios.
Su manera de vivir y su aislamiento en ese anárquico edén que es la selva se vio, desde aquel encuentro, alterado por la nueva conexión con el exterior.
Cadenas como la BBC han pagado dinero a los korowai para construir una casa en los árboles y poder filmarla. La tradición ha encontrado su mecanismo mercantilista al entrar en contacto con el mundo exterior. En el documento grabado por la cadena británica se observa todo el proceso de construcción en la cima de un enorme árbol. Y, aunque este ideal de pureza aislada de nuestra sociedad parezca haberse desvirtuado, cuando terminan la casa, uno de ellos, en las alturas, sobre la terraza de ramas, con sus ojos herederos de una libertad ancestral, mira al verde horizonte salvaje y se emociona al sentir lo afortunados que son al vivir en ese precioso bosque.
Algunos de los korowai se marcharon a aldeas fabricadas por el gobierno para poder tener mayor control sobre las poblaciones ocultas. Aun así, muchos siguen habitando en el corazón de su selva, construyendo casas en los árboles y regocijándose en su suerte por poder vivir en “su jardín”, como ellos llaman a la exuberante naturaleza virgen que les rodea.
Compartimos con los korowai la fascinación por alejarnos del suelo que pisamos como primer rasgo manifiesto de poder, como superación del mundo terrenal, de sus peligros y de sus connotaciones mortales. Elevarnos es también, entonces, una intuición en pos de la sensación de inmortalidad. Es volar sobre el bosque.
En un vídeo de 14 minutos, grabado cámara en mano, sin ningún tipo de banda sonora, vemos a Emmanuel Grymonpré en el balcón de una cabaña de madera, con unas gafas de sol sobre su cabeza, una camiseta azul, unas bermudas y unas zapatillas. Con sus brazos trata de indicar la inmensidad de lo que se encuentra a su alrededor, los mueve hacia arriba y hacia abajo, como si fuesen alas, y en un inglés con marcadísimo acento dice: “Puedes ver la inmensidad del bosque desde aquí, la totalidad de las vistas, no sientes nada, nada sobre ti”.
La cabaña está situada sobre un abeto Douglas de unos 60 años, construida con madera local y elevada mediante un sistema de poleas a unos seis metros de altura, donde está anclada al árbol. Forma parte de un conjunto de otras diez que componen un mágico complejo escondido del ruido en el monte de Sant Hilari Sacalm, Girona. Su creación fue llevada a cabo por dos personas que nunca habían construido cabañas en los árboles.
Emmanuel Grymonpré y Karin Van Veen se conocieron lanzándose al vacío con un paracaídas en Empúries. Su conexión inmediata estuvo acompañada de la agitación que rodea el zambullirse en el cielo desde un avión, de tomar un espacio no habitado por el humano, de abrigarse con la libertad.
Grymonpré había pasado una década en la naturaleza salvaje de Venezuela, construyendo parques de aventuras y haciéndose uno con el árbol. En el citado vídeo le vemos disfrutar de su sentido del tacto, mientras acaricia las maderas de la cabaña y abraza el tronco del árbol que la atraviesa. Su identificación con el abeto es absoluta y habla de él con un respeto atávico que muchos creen que el humano ha perdido.
Van Veen quería entregarse a una empresa vital que fuese coherente con sus ideales ecológicos y con su manera de juzgarse, quería ser consecuente con lo que ella considera la obligación de un habitante de la naturaleza. Contando con unos raquíticos ahorros, lo dejó todo y mantuvo la respiración.
Después de planificar algunas actividades en el sur de Francia, y de encontrarse con demasiados problemas frustrantes a la hora de realizar un sueño liberador, llegaron al otro lado de los Pirineos. Entre Vic y Girona, construyeron un pequeño parque de aventuras sostenible en medio del bosque, seguido de otro conjunto de estructuras y caminos para crear un recorrido práctico y poético para ir descalzo por la naturaleza. Allí, muchos niños de las ciudades descubren por primera vez el tacto del barro, de las hojas, de las piedras, de los troncos y las ramas, en un camino que les devuelve a su identidad primitiva.
El siguiente paso era adentrarse en el bosque, más arriba, y alejarse más del ruido. Y, sin seguir modelos, decidieron construir un exilio.
Encontraron una zona escondida que abarcaba los cuatro puntos cardinales de la brújula. Acordando un humilde alquiler con el dueño de ese pedazo de naturaleza pudieron construir la primera cabaña. Un sueño que sólo podían conseguir haciendo las cosas ellos mismos, desoyendo a quienes les aconsejaban algo más “normal”, más comprensible para la mayoría, menos arriesgado, más rutinario.
Consiguieron que el dueño del terreno se comprometiese a no cortar más árboles, y es como si eso hubiese significado un salvoconducto mágico por el que los árboles les han aceptado en su círculo como habitantes privilegiados.
Las diez cabañas se esconden entre los enormes abetos y su visión al pasear por el bosque se asemeja a un espejismo intermitente. El silencio es absoluto y sólo se adorna con notas emitidas por los pájaros y el viento en las hojas. La luz serpentea entre los troncos y crea focos dorados que alumbran el interior del monte creando señales espirituales.
Los huéspedes abarrotan la lista de reservas en las cabañas de los árboles de Sant Hilari, pero no se oye un alma. El principio mental que la selva depositó en los korowai se pasea por esta zona, en la que uno se siente como el único humano que ha existido, y los escasos rastros sonoros de otros huéspedes nos recuerdan a aquellos laleos que surcaban de cuando en cuando el edén de Papúa. En este lugar, es el bosque el que habla más alto, es la luz la que acapara toda nuestra atención.
Una exploración por la zona nos pone en contacto con algunos visitantes, desperdigados y ensimismados en su viaje, en su exilio. El silencio y el entorno al que, lamentablemente, no estamos acostumbrados, nos pone en alerta ante un paseante ruidoso. Tras un saludo, las palabras escasean, los árboles son los que mandan y su abrumador abrazo no nos deja distraernos demasiado con otros habitantes que nos recuerdan demasiado a nuestros comparsas del ritmo urbanita que queremos olvidar, al menos, durante un instante.
No hay luz ni agua. Sólo velas y una jarra. Las deposiciones se cubren con serrín y se devuelven a la tierra para servir de abono. No hay cobertura móvil. Y todo tiene sentido. Habitar la cabaña y vagar entre los árboles hace que, de una manera genética, todas las piezas encajen; el ritmo interior de nuestra sinfonía entra en un tono ascendente hasta que se sostiene, para luego desembarcar en un arreglo ordenado y perfecto.
Sin estar desnudos, sentimos una conexión ancestral. Incluso después de caminar perdidos por el bosque, completamente a oscuras y a su merced, nos sentimos en casa. En esa casa que genéticamente está grabada en un rincón prehistórico de nuestro cerebro.
Emmanuel Grymonpré y Karin Van Vee decidieron hace unos meses construir más cabañas en los árboles, pero tenían que respetar el palpitar del bosque de Sant Hilari, y por eso las han construido en Zeanuri, en Bizkaia. Su ímpetu no se apacigua y necesitan alimentarlo con retos coherentes, con progresar en la vida haciendo algo que tenga un sentido completo: que defina quiénes son esencialmente, que sirva para los demás y que se alíe con la Tierra.
Para la construcción de las nuevas cabañas la pareja necesitaba volver a realizar el esfuerzo inversor de su primera aventura. Pero, después de una tasa de ocupación de casi el 100% en las cabañas de Sant Hilari, los bancos no consideraban que su negocio ofreciese garantías para el préstamo.
Antes de abandonar la idea de las cabañas en Bizkaia, volvieron a desatender a las voces de lo habitual y prepararon un sistema de donaciones y socios semejante al crowdfunding. La respuesta fue abrumadora y recibieron el apoyo suficiente para financiar el proyecto sin la necesidad de ningún banco, ninguno. La gente que conocía las cabañas de Sant Hilari comprendía el plan, la idea, la definición de algo tan claro como lo experimentado en aquel bosque.
Emmanuel y Karin han vuelto a tomar un desvío, un giro que les aleja de la carretera habitual, la que parece que siempre se impone. Se han servido de los mecanismos creados por la gente, al margen de las instituciones y los bancos, y lo han conseguido. Ellos son nuevos testigos de nuestra capacidad para avanzar en la dirección que nuestro cosmos parece susurrarnos. La dirección hacia el lugar donde quiere que estemos, funcionando en sintonía, olvidando el ruido, como Blaze Foley, como Fitzcarraldo, como los korowai, como humanos.
Rafael Suñén
Rafael Suñén (Madrid, 1978) es fotógrafo, con estudios en Madrid y Nueva York. También toca en el grupo de rock and roll Los Chicos y pertenece a los colectivos Montaña Sagrada y Planetario. Actualmente trabaja en varios proyectos artísticos en paralelo, como fotógrafo y como comisario. Vive en Barcelona.
Fotografías de Rafael Suñén.