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Diálogos al desnudo
Una muchacha de 15 años de edad, de la ciudad de Manassas, en el estado de Virginia, le envió a su novio de 17 años fotos donde posaba desnuda. Él respondió con un video donde aparecía con una erección. Difícilmente podemos decir que semejante toma y daca de imágenes por la vía del mensaje de texto, el correo electrónico, las redes sociales, el snapchat o bien cualquiera de los numerosos Apps especializados sea particularmente inusual, aun entre personas muy jóvenes.
En la era del smartphone estas prácticas se han vuelto parte fundamental del arsenal de estrategias de seducción y estímulo erótico entre muchos de los pertenecientes a la generación Milenaria o Millenial (aquellos nacidos entre los años 80 del siglo pasado y el 2000). Estos recursos han creado nuevas maneras de comunicar, expresar emociones y deseos que hacen común, aceptable y hasta deseable intercambiar close ups de senos y penes entre otros detalles anatómicos; lo cual no representa forzosamente una provocación, un insulto, un desafío, una forma de acoso o la presunción de los atributos genitales, sino que puede ser una muestra de intimidad, honestidad y hasta de vulnerabilidad, confianza y entrega.
De cualquier manera la madre de la joven mencionada antes descubrió el intercambio en el teléfono de su hija y denunció al muchacho a la policía. El menor de edad fue arrestado y acusado de dos delitos graves: posesión y producción de pornografía infantil. De ser encontrado culpable el muchacho corría el riesgo de ser enviado a prisión hasta cumplir 21 años además de que su nombre podría ser incluido de por vida en la lista de criminales sexuales del estado.
La fiscalía del condado de Prince William, cuya sede está en Manassas, le ofreció al joven una condena reducida si se declaraba culpable. Sin embargo el muchacho, quien no tiene historial criminal ni jamás había tenido problemas con la justicia, rechazó la oferta, con lo cual quedó expuesto a las exigencias de la parte acusadora, a un juicio y a la posibilidad de una larga sentencia. Dejando a un lado toda consideración acerca de la paradoja de que un menor al exhibirse a otro menor esté produciendo pornografía infantil es importante preguntarnos: ¿quién es la víctima en una relación consensual (digital o real)?, ¿quién explota o pervierte a quién?, ¿se trata ésto de un asunto de sexo aunque no haya contacto físico?
Se puede entender la reacción alarmada de una madre que descubre que su hija adolescente está manteniendo un intercambio de imágenes, llamémoslas íntimas pero que fácilmente se pueden interpretar como pornográficas, con un muchacho mayor que ella. No obstante, involucrar a la policía en un asunto semejante es una peligrosa exageración, es llevar por miedo o venganza un caso de disciplina doméstica y educación sexual al terreno de lo criminal. Probablemente la madre pensó que se requería de la intervención de las autoridades para salvar a su hija de un depredador. Y aquí es importante poner el énfasis en la percepción del riesgo. La madre no encontró a su hija en flagrante delito ni en contacto carnal indebido con nadie, ni en persona ni en video, sino que intuyó, a partir de esas imágenes capturadas por ella y su amigo, que algo había sucedido o estaba por suceder. Es decir que no actuó tanto en contra de la obscenidad de las imágenes sino por lo que representaban: una amenaza, una advertencia, un preámbulo o un epílogo a un acto sexual. Desde sus orígenes la pornografía ha sido juzgada como una incitación a la perversidad, como una representación capaz de cambiar al individuo al excitarlo. Ese temor dieciochesco al poder de la imagen y la palabra no ha sido erradicado del todo a pesar del notable aumento en nuestro entendimiento de cómo funciona la mente humana.
Ver porno o ser porno
Durante décadas a los padres les preocupó que sus hijos vieran pornografía, que se corrompieran por los ojos y que se ensuciaran la mente con imágenes lúbricas que los condujeran por el camino de la perdición y del mal. Ahora la preocupación de los padres de la generación Milenaria ya no radica en si ven porno sino más bien en si hacen porno y si lo hacen con quien y en donde lo comparten. Durante décadas el arsenal de lo que se consideraba pornográfico se mantuvo relativamente estable, marginal y transgresor. Las imágenes de sexo explícito o hardcore (miembros erectos, penetraciones, secreciones) siguen siendo consideradas como el límite de lo intolerable en los medios convencionales. Sin embargo, el léxico y la gramática visual del porno ha impregnado a la cultura popular, es decir que hay resonancias de esa estética en prácticamente todo lo que vemos en estos días, desde el cine convencional y los comerciales hasta las comedias televisivas y muy particularmente los selfies que infestan las redes sociales. Esta apropiación de poses, gestos, vestimentas y actitudes, sumada a la creciente urgencia (que no se limita a los menores de veinte años) de documentar cualquier acto digno de orgullo, vergüenza o risa, caracterizan la condición de la cultura de nuestros días. Una cultura participativa en la cual rondamos el espacio virtual en búsqueda de reconocimiento y gratificación instantánea. No cabe duda que hemos desarrollado una adicción a la validación positiva que ofrecen el “Me gusta” (Like), los favoritos, los retweets y demás gestos de aprobación que parecen estimular la secreción de dopamina y son el combustible del ego y la autoestima. La fascinación por el exhibicionismo implica un riesgo que añade un elemento de excitación ante el peligro de ser descubierto. El selfie porno es una forma de desafiar y darle la vuelta al estado de vigilancia y a la ominosa amenaza de un Hermano Mayor cibernético incorporado tanto por agencias de espionaje como por corporaciones comerciales y hackers.
Una encuesta del centro de investigación PEW en 2013 determinó que el 44% de los usuarios de teléfonos celulares en los Estados Unidos habían recibido mensajes de texto de naturaleza sexual o “sexts”, y el 15% los habían enviado. La revista mexicana Chilango realiza cada año una encuesta sobre sexo en la ciudad de México. Este año se encontró, en una muestra de hombres y mujeres con un promedio de 28 años de edad, que el 59% de los capitalinos habían intercambiado fotos suyas desnudo/as, lo cual es un aumento del 47% respecto al año pasado. El año pasado el 36% de los entrevistados confesó haber visto pornografía en su teléfono celular, este año la cifra llegó a 48%. Esto indica claramente que en tiempos del wifi el papel que juegan los teléfonos inteligentes en la intimidad y la sexualidad aumenta vertiginosamente día a día, haciendo de la mayoría de nuestras interacciones ménages à trois en los que la tecnología se convierte en un participante imprescindible.
La otra sesión fotográfica
Tras la negativa del joven de Manassas a aceptar el estigma de ser un criminal sexual, la Fiscalía le envió una orden para que se presentara a posar con el miembro erecto en una sesión fotográfica. El presunto objetivo era tener imágenes de referencia para comparar su pene con el del video. El trámite parecía cruel y de por sí irrelevante ya que su identidad estaba claramente establecida, sin embargo era obviamente una estrategia para hostigar e intimidar. La fiscalía aseguró que el joven no se encontraría en una situación lujuriosa durante la sesión fotográfica por lo que aclaró que harían que el joven alcanzara la erección en un hospital, mediante una “inyección”, como si eso dignificara o hiciera aséptico el proceso y borrara su carácter sexual o perverso. Uno se pregunta si estos oficiales del orden desconocen el inmenso volumen de fantasías sexuales populares y fetiches que involucran hospitales, sanatorios, enfermeras, jeringas y erecciones involuntarias. La Fiscalía suponía que el asunto de crear una o más imágenes del pene erecto de un menor de edad no tenía nada que ver con el negocio de manufacturar pornografía y las fotos producidas serían simplemente evidencia en un juicio que mágicamente escaparían al aura de lo obsceno. De tal manera eran víctimas del viejo dilema de que la obscenidad de una imagen depende del contexto: una misma foto puede ser pornográfica en una revista o erótica en los muros de una galería. Si bien las fotos que lo metieron en problemas habían sido tomadas de manera voluntaria ahora se le obligaba a ser objeto de una sesión de foto humillante.
Close ups del Rey del Pop
Esta exigencia de una fiscalía trasnochada recuerda aquel extraño episodio ocurrido durante el verano de 1993, cuando el cantante Michael Jackson, después de haber conquistado la cúspide del éxito profesional y al encontrarse envuelto en toda clase de rumores sobre su cordura (o ausencia de la misma), fue acusado de haber abusado sexualmente de Jordan Chandler, un niño de trece años que era uno de los compañeros de juegos con los que a menudo pasaba la noche en su casa. La policía ordenó al Rey del Pop, que entonces tenía 35 años, que se presentara para fotografiar y videograbar su pene, ano, glúteos y vientre. Las fotos, obtenidas en una sesión de 25 minutos, durante la cual no se le tocó (como enfatizó el portavoz de la Fiscalía), fueron comparadas con la descripción y los dibujos del pene erecto que realizó el niño. Si bien el fiscal declaró que una marca en el lado derecho del pene coincidía con las descripciones de decoloración de la piel que hizo Chandler (algo que cualquiera hubiera podido intuir debido a que Jackson padecía de vitíligo y esta enfermedad afecta los genitales), al final la conclusión fue que el dibujo y el natural no guardaban suficientes semejanzas como para presentarlas como evidencia ante un juez.
En cualquier caso los recuentos de pedofilia, masturbación mutua, complicidad paterna y la detallada (aunque no muy acertada) descripción del pene del Rey del Pop ocuparon la atención del público durante meses. Semejante historia, material digno de un relato perverso de Guillaume Apollinaire, era parte de la visión del mundo que presentaban los noticiarios estadounidenses y de otras partes del mundo. Si bien este escándalo tuvo lugar en la era preFlicker y preInstagram, las imágenes del pene descolorido más famoso del mundo se volvieron un mito, pronto fotos reales o apócrifas de genitales del cantante y bailarín se convirtieron en objetos de culto y circulaban en foros de usenet y en páginas de internet. ¿Qué colección de memorabilia del autor del disco Thriller estaría completa sin esos documentos? Michael Jackson sobrevivió a esta acusación pero la cultura pop sobre la que reinaba no salió ilesa de esa infusión de sexualidad inquietante e ilegal.
Cut/Uncut
Curiosamente, en ese mismo año de 1993 y en el mismo condado de Prince Williams, tuvo lugar un acontecimiento estelarizado por otro pene, un evento que se volvió seminal para la pornocultura contemporánea debido a que descripciones sexuales explícitas y recuentos de actos sangrientos de naturaleza sexual pasaron a ocupar un lugar central en la cultura masiva. La noche del 23 de junio John Wayne Bobbitt, de 26 años obligó a tener relaciones sexuales a su esposa Lorena (née Gallo), una mujer de origen ecuatoriano de 23. Cuando él terminó, se quedó dormido, Lorena fue a la cocina, tomó un cuchillo, regresó a la cama y le cortó el pene desde la base. La mujer salió de la casa con el miembro cercenado, manejó por un rato y luego lo aventó por la ventana. Poco después Lorena se arrepintió, llamó a la policía y se entregó. Después de una escrupulosa búsqueda encontraron el pene y se lo volvieron a pegar a su propietario. Esa misma noche Lorena declaró, quizás con la intención de convertir su crimen en una campaña de reivindicación de la igualdad en el sexo: “Él siempre tiene orgasmos y nunca me espera a que yo tenga un orgasmo, es egoísta”. Durante el juicio los abogados de Lorena pudieron demostrar sin demasiado esfuerzo que, más allá de ser una mujer insatisfecha y rencorosa, era una legítima víctima del abuso constante de parte de su marido, por lo que salió inocente. Las novedades del juicio eran reportadas en los noticieros televisivos y numerosos talk shows se dedicaron a explotar el morbo provocado por el caso. La tragedia dio un giro a la comedia y en poco tiempo los chistes de Lorena y su cuchillo eran omnipresentes. Hablar de penes cercenados a la hora de la cena se volvió parte de la cotidianidad finisecular.
La industria del porno, que en ese momento vivía un momento de éxito y relativo prestigio en los medios e incluso en los mercados bursátiles, trató de convertir la desgracia y redención fálica de este John Wayne en un negocio rentable. Bobbitt quedó quebrado después del juicio y de su cirugía, y aunque seguramente no necesitaba de pretextos aceptó una oferta de hacer una película porno que explotaba su fama pasajera: John Wayne Bobbitt Uncut (1994). A pesar de que ese video no tuvo un gran éxito, no fueron pocos quienes corrieron a comprarlo o rentarlo para ver cómo se veía y funcionaba un pene que había sido separado y reunido del resto del cuerpo. Los ingresos no fueron convincentes pero la industria porno decidió darle una segunda oportunidad, por lo que John Wayne fue invitado a estelarizar John Wayne Bobbitt’s Frankenpenis (1996), la cual a pesar de su título relativamente ingenioso no dio para una secuela. ¿Cuántas veces se puede admirar el milagro de un pene cortado y vuelto a pegar? En cualquier caso, la mutilación fálica ya había entrado al repertorio del fetichismo pop.
La amputación del pene ha sido un castigo extremo desde tiempo inmemorial, tanto en las guerras donde se cortaban los penes de los caídos y cautivos para contar a las víctimas, hasta un par de auténticas epidemias de mujeres celosas en China y Vietnam que cercenaban el pene a sus amantes para darles una lección de fidelidad. Pero unas cuantas de estas mutilaciones han tenido particular trascendencia debido a haber inspirado obras de arte. Un ejemplo es el famoso incidente de Sada Abe, una prostituta y aficionada a la asfixia erótica, quien el 18 de mayo de 1936, en un momento de delirio y éxtasis, le cortó el pene y los testículos a su amante, Kichizo Ishida, y luego se paseó por la ciudad con los genitales amputados en su bolso. Esta historia escabrosa fue motivo de una epidemia de histeria nacional y desató una intensa fascinación internacional que influenció a varios autores, artistas y cineastas. Su evocación más relevante fue la película El imperio de los sentidos, del gran Nagisa Oshima (1976).
Rudolf Schwarzkogler, uno de los artistas involucrados en el movimiento de Accionismo vienés, especulaba en su obra con la idea de la mutilación genital y en específico con la castración. En la década de los 70 un artículo en Newsweek desató el rumor de que Schwarzkogler se había cortado el pene en un performance y había muerto desangrado. La historia era falsa pero de cualquier manera ha seguido alimentado el imaginario del arte moderno durante cuatro décadas. Los accionistas proclamaban un arte de acción directa que significaba un rechazo del erotismo y una antipornografía con “genitales cortados y orejas sangrantes”. En realidad el artista hizo una obra que consistía en la documentación fotográfica de una presunta mutilación del pene en la que aparecía un amigo suyo, Heinz Chibulka. Schwarzkogler murió en 1969 de una caída accidental por una ventana.
Tristemente hoy tenemos acceso instantáneo a numerosos videos en internet donde narcos mexicanos o criminales de varias denominaciones y orígenes cortan penes de sus víctimas como si fuera un trámite burocrático más para establecer la seriedad de sus intenciones.
Una colección como un libro de arena
Ni la mutilación de John Wayne Bobbitt ni los accionistas vieneses pueden ser responsabilizados por haber provocado la auténtica epidemia de imágenes sangrientas y atroces que coexisten con las fotos y videos de sexo explícito en ciertos sitios del web. Aunque sin duda incrementaron los niveles de tolerancia para ese tipo de materiales. No son pocas la páginas que mezclan indiscriminadamente horror, porno, escatología (nadie puede borrar de su memoria algo como 2 chicas 1 taza / 2 girls 1 cup), violaciones y asesinatos reales y actuados, a manera de vertiginosa montaña rusa virtual. De alguna manera el exceso de opciones gratuitas en línea de actos sexuales ha engendrado una búsqueda frenética de nuevas formas de secreción de adrenalina en la internet profunda. Ahí la infamia, la humillación, lo repugnante y lo sensual conviven dando lugar a un coctel grotesco de estímulos “amateurs” que incluye toda forma imaginable de sexo consensual y forzado, decapitaciones, víctimas de ataques terroristas, transexuales enanos, accidentes de carretera, sadomasoquismo sin y con rituales, mujeres anoréxicas y mucha emetofilia.
El joven que envió el video de su erección recibió finalmente una condena de libertad condicional por un año y cien horas de trabajo comunitario, y si no se mete en líos durante ese período el juez prometió eliminar los dos cargos de pornografía infantil en su contra. El escándalo mediático causado por la exigencia de la Fiscalía de obtener fotos del pene erecto del muchacho sin duda tuvo que ver con el veredicto. Sin embargo, quizás el peor castigo que se impuso al joven fue prohibirle el uso de comunicaciones electrónicas de cualquier tipo y el uso de redes sociales. Si bien esto es mucho menos grave que ser enviado a la cárcel en calidad de depredador sexual, en cierta forma al negarle el acceso a esos recursos se le margina y se le sitúa en un agujero negro mediático, un sitio fuera del tiempo-red y de la realidad-virtualidad que define la normalidad.
Las imágenes producidas por este joven y su amiga son tan sólo dos ejemplos más de esa imaginería amateur que una vez que entra en el inmenso repertorio de provocación perversa que ofrece internet se vuelve imposible de erradicar o controlar. Las acciones de la madre, que desesperada por proteger a su hija denuncia a su amigo a la policía, son una buena metáfora de la inutilidad e impotencia que cualquiera tiene ante la vorágine digital. Un video “liberado” en la mediósfera se transforma en una pieza más de un inmenso rompecabezas en constante cambio que retuerce la euforia ajena, la miseria humana y cualquier deseo erótico para exprimirles cualquier valor de shock y transformarlos en entretenimiento descontextualizado y material masturbatorio de acceso instantáneo y siempre disponible para nutrir la voracidad de un público insaciable que tan sólo desea más y más porno brutal gratuito.
Naief Yehya
Naief Yehya (Ciudad de México, 1963) es ingeniero industrial y escritor. En su obra destacan las novelas Camino a casa y La verdad de la vida en Marte, y los ensayos Pornografía. Sexo mediatizado y pánico moral y Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra.
Ilustración de Oscar Noguera