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El mundo es una ficción pendiente de lectura

Flotan hoy día en el ambiente una serie de ideas cuyo efecto de conjunto supone un cuestionamiento de la validez del concepto de ficción. Sumariamente expuestas, se pueden resumir así (la lista no es exhaustiva): 1) La novela, tal como se entiende el término en su sentido convencional, hace tiempo que ha dejado de ser un vehículo capaz de expresar las circunstancias de nuestro tiempo.

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2) En la era de la información, nadie dispone del tiempo que exige la lectura de una novela. 3) Lo que antes llamábamos literatura (en su dimensión narrativa) se ha trasladado a otro tipo de soportes, como las series de televisión y los videojuegos. 4) Las nuevas tecnologías suplantarán a la creación novelística, que está condenada a desaparecer. 5) La “ficción pura” es un modo de narrar obsoleto. En la medida en que aún persiste, la narrativa de calidad no distingue entre ficción y no ficción, mezclando sus códigos. 6) Fuera de la narrativa comercial o la subgenérica (novela negra, histórica, etc.) no hay literatura sino metaliteratura; escribir consiste hoy en “escribir acerca de cómo se escribe”, mostrándole al lector los engranajes del mecanismo narrativo.

El pasado 2 de septiembre se publicaban simultáneamente dos novelas de una calidad extraordinaria, 10:04, del norteamericano Ben Lerner, y The Bone Clocks, de David Mitchell, escritor inglés afincado en Irlanda. De manera casi unánime, la crítica ha visto en ellas dos obras maestras del arte de narrar. Asimismo, las ventas están siendo espectaculares en ambos casos. David Mitchell (Merseyside, 1969) es un novelista complejo y riguroso, autor de cinco títulos que lo han convertido en uno de los narradores más sólidos de nuestro tiempo. El conjunto de su obra incluye Escritos fantasma (1999), Number 9 Dream (2001), El atlas de las nubes (2004), El bosque del cisne negro (2006), Mil otoños (2010) y la recién publicada The Bone Clocks. Con anterioridad a 10:04, Ben Lerner (Kansas, 1979) había publicado una sola novela, la extraordinariamente ágil y vital Saliendo de la estación de Atocha (2012). Lerner, que es poeta, era a la sazón un desconocido y el éxito extraordinario de su novela cogió a todo el mundo por sorpresa, empezando por él mismo.

El protagonista de 10:04 es un poeta que trata de asimilar el éxito inesperado de su primera novela. En la página 7 nos lo encontramos en una clínica a la que ha acudido con el fin de hacer una donación de esperma. Asombrado por el sofisticado procedimiento al que ha aceptado someterse, concluye que se trata de algo “incapaz de leer la ficción realista que el mundo aparenta ser en su conjunto”. Cuando sale de la consulta se encuentra con que la “ficción del mundo” incluye canciones de Rihanna, episodios de The Wire, revistas como Film Quarterly e infinidad de dispositivos electrónicos, como los smartphones de los que los pasajeros que van en el mismo vagón de metro que él son incapaces de apartar los ojos y los dedos. En la página 32 recibe un correo electrónico, cuya lectura le hace pensar en su forma de relacionarse con el mundo: “Mientras leía experimenté una sensación familiar: el mundo se organizaba en torno a mí mientras yo procesaba palabras que aparecían en una pantalla de cristal líquido”. Todos los aspectos de su experiencia están mediatizados por la tecnología, empezando por los lugares clave de su biografía. Al recorrerlos, cae en la cuenta de que la cartografía de su vida está configurada por Google Maps. El mundo es una ficción pendiente de lectura.

Tanto 10:04 como The Bone Clocks lanzan una mirada satírica hacia los ámbitos relacionados con el mundo editorial y los personajes que lo transitan: agentes, editores, críticos, académicos… y escritores. Los dos textos ridiculizan el ambiente literario, describiendo con humor sanamente envenenado charlas, conferencias, presentaciones de libros, mesas redondas, cenas y festivales literarios. A un nivel más profundo, en las novelas de Lerner y Mitchell se somete a examen el misterio de la creación literaria y se efectúa una reflexión acerca de la naturaleza del tiempo, asunto que reclama la atención del lector desde el título de las dos novelas. 10:04 alude al momento en que la película favorita del protagonista (Regreso al futuro) irrumpe por sorpresa durante la proyección de The Clock, el conocido documental de Christian Marclay de 24 horas de duración que es el resultado de yuxtaponer en la pantalla escenas de películas en las que aparece un reloj. La hora que aparece en cada momento de la película coincide siempre con la del tiempo real en que vive el espectador. En cuanto a los “relojes de hueso” que figuran en el título de la novela de Mitchell son una metáfora de la condición humana. Nada define mejor nuestro efímero paso por la vida que la conciencia de que somos receptáculos de una sustancia inasible a la que llamamos tiempo. Cuando el narrador de 10:04 ve un reloj que marca esta hora en una escena de Regreso al futuro, cree haber recibido una señal: “Entonces tomé la decisión de volver a escribir ficción, en contra de lo que les había prometido a mis amigos poetas”.

 

Durante una cena con distinguidos representantes del mundo literario, la conversación deriva hacia un asunto tan abstracto como la dificultad que supone describir un rostro: “Los rostros son ficciones que cada vez cuesta más leer, un conjunto de rasgos que la memoria almacena de manera caótica incluso cuando logra proyectarlos hacia el presente”. El narrador comenta que siempre cabe la posibilidad de enumerar los rasgos que integran un rostro, e inmediatamente conjura el momento en que el lenguaje inicia el proceso de apropiación de lo real: “A veces, estos rasgos se integran conformando por un instante una unidad de orden superior, de la misma manera que las letras se integran conformando palabras y las palabras oraciones”. Propiciado el milagro, el lenguaje procede a borrarse, a fin de provocar una impresión mental, un sentimiento: “Las palabras se diluyen en oraciones, las oraciones en párrafos y argumentos, combinándose esos elementos hasta formar una frase que exige olvidarlos, permitir que se desmaterialicen a fin de provocar un efecto”. Lerner resume aquí, de manera sucinta, la especificidad de la experiencia literaria, que es radicalmente distinta de la que producen otras formas expresivas, como el lenguaje de las artes visuales o el tipo de narratividad propio de las series televisivas, que podrán tener mérito artístico, pero no son literatura, porque la literatura sólo se produce en virtud de una experiencia interior que resulta de combinar 26 signos alfabéticos. Durante el acto de la lectura no hay más imagen que la imagen mental, de manera parecida a cómo en la poesía escuchamos versos en silencio, gracias a la mediación del oído interno.

Sólo la ficción es capaz de dar sentido a ciertas zonas de la experiencia vivida. Pese a su brevedad, 10:04 ofrece un repertorio de posibilidades que sólo están al alcance del arte narrativo, como el juego de espejos que rodean el enigma de la vida de una mujer llamada Noor. Lerner hace que la ficción del mundo se reordene alrededor de su personaje, entrando y saliendo de él, explorando todas las facetas de su vida, haciéndole generar historias de cuya veracidad no puede estar nunca seguro el lector. El “autor” imaginario lleva su indagación acerca de la especificidad de la experiencia literaria a las raíces mismas de la expresión escrita: “Es una manera de pedirle al escritor que diga cuál es la ficción que explica sus orígenes, o de pedirle al poeta que cante la canción que remite a los orígenes del canto, que es una de las tareas más antiguas de la poesía”.

En ese punto primordial, el lugar del nacimiento de la palabra poética, el narrador tiene una revelación. Reflexionando acerca del poema que acaba de escribir, afirma: “No era la primera vez que se me ocurría, sólo que ahora la idea cobraba más fuerza. Lo que me gustaba de la poesía era que no se preocupaba de distinguir entre ficción y no ficción, que la correspondencia entre el texto y el mundo es menos importante que la intensidad del poema en sí, menos importante que las posibilidades de sentir que surgen en el tiempo mientras se efectúa la lectura del poema”.

 

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10:04 y The Bone Clocks operan a escala muy distinta. La novela de Mitchell tiene un alcance y una ambición muy superiores, en tanto que la de Lerner se desenvuelve en un plano decididamente menor, con muchos menos matices. Lerner mantiene su narración dentro de los límites de la verosimilitud, mientras que Mitchell asume el riesgo de añadir a su novela una segunda dimensión de orden fantástico. La potencia narrativa desplegada por Mitchell le permite dominar con idéntica facilidad los códigos de la ficción sea ésta fantástica o “realista”.

The Bone Clocks consta de seis segmentos que recorren un arco temporal que va de 1984 a 2043, aunque hay un contra-tiempo en la red de narraciones subsidiarias que alcanza 7.000 años de duración. La narración central nos traslada a multitud de escenarios: el barrio de Gravesend en Londres, la Universidad de Cambridge, los Alpes suizos, Sadr City en Bagdad, Cartagena de Indias, Nueva York, Hay-on-Wye, Shanghai, las ciudades canadienses de Toronto y Vancouver, diversos enclaves de Rusia, Australia, Irlanda e Islandia. En la página 25 tiene lugar la primera subversión del orden espacio-temporal cuando irrumpe en la novela que estamos leyendo un personaje procedente de una segunda narración, o contranovela. El paso de un plano ficcional a otro tiene lugar por medio de un intercambio de voces que el texto reproduce en cursiva. Entre las versales y la cursiva se abren hiatos por los que transitan extraños personajes de nombres extraños, portadores de historias que son aún más extrañas. En los intersticios del texto se configura una red capilar de historias que se entrecruzan constantemente. Como en 10:04, una fijación obsesiva con la idea de la muerte y su inevitabilidad impregna las páginas de The Bone Clocks. La novela de Mitchell intenta resolver el enigma de la mortalidad llevando a cabo una meditación acerca de la naturaleza del tiempo en clave de ficción. Como parte del juego, Mitchell da entrada en su un universo narrativo a seres que han logrado alcanzar el estado de atemporalidad. La sustancia de que están hechos los relojes de hueso que son sus entes de ficción no es otra que el tiempo, cuyas leyes intenta subvertir la narración. Los cuerpos de los personajes desaparecerán, pero no el hálito vital que los sostiene. Mitchell ha creado una zona intermedia donde reina una especie de No Tiempo. Procedentes de allí, penetran en la narración principal, elementos desgajados de una novela que se encuentra al otro lado de la que estamos leyendo.

A lo largo de los primeros cuatro capítulos, se producen una serie de cruces entre la narración central, regida por el código de la mímesis, y una serie de irrupciones que se adscriben a modos de representación que ignoran las leyes de la verosimilitud. Mitchell cambia de registro con pasmosa facilidad, arrastrando tras de sí al lector, a quien abandona a su suerte en el capítulo titulado “El laberinto del horologista”, donde se despliega una cosmología de gran complejidad, que el lector más reacio a los modos de la fantasía acepta sin ofrecer resistencia. El aire que se respira aquí recuerda simultáneamente a los mejores textos de la ficción científica, a los más disparatados juegos de tronos y hambres, a las sagas del mundo del cómic, al lenguaje de las series de televisión y los videojuegos y —el milagro mayor tal vez sea éste— a las obras mayores del canon de la literatura universal. No es fácil explicar cómo, pero al dar vida a su mundo narrativo Mitchell logra borrar las diferencias entre códigos y lenguajes que debieran ser refractarios.

Lo extraño es que lo hace sin violentar las reglas del juego. La parafernalia utilizada por Mitchell en los momentos en que su novela se desenvuelve por los cauces del género fantástico incluyen elementos como una Escritura y una Contraescritura, una Abertura Secreta que da a un Camino de Sombras por el que es posible cambiar de dimensión, así como personajes que utilizan sub-lenguajes de los que se sirven para secuestrar voluntades y situar a otros seres en hiatos donde el tiempo y el espacio adquieren configuraciones ajenas a la experiencia humana. El asunto central del capítulo quinto es una conflagración entre dos grupos de seres inmortales, los horologistas y los anacoretas, que en palabras del autor representan el bien y el mal. Los anacoretas reaparecen 49 días después de su muerte ocupando cuerpos de niños cuyas almas han sido previamente decantadas y consumidas en un lugar conocido como la Capilla del Crepúsculo. Los horologistas (una suerte de cartógrafos del tiempo) tienen como misión impedir sus actividades. Todo esto, en perfecta connivencia con una narración de largo alcance que discurre por cauces perfectamente ajenos a todo cuanto pueda haber estado expuesto al virus de la fantasía, como si Philip K. Dick y Martin Amis se hubieran puesto de acuerdo para escribir una novela repartiéndose el anverso y el reverso de las páginas. O como si Tolkien hubiera firmado un pacto con Jonathan Franzen y los dos se hubieran contagiado del estilo del otro, sólo que en la novela de Mitchell no hay fisuras entre los dos modos de su esquizofrénico logro. Mitchell es perfectamente consciente de lo arriesgado que es presentar en toda su crudeza una cosmogonía fantástica con todos sus aditamentos, pero también ha expresado la convicción de que no es posible hacerlo a medias. La poética desplegada en Los relojes de hueso está cercana a fantasías visuales como las de David Lynch o Matthew Barney, pero también está muy cerca de una estirpe que incluye nombres como Virginia Woolf o Henry James. En The Bone Clocks, más que borrar la barrera entre realidad y fantasía, Mitchell da vida a un género donde los códigos de uno y otro modo se funden, creando una manera nueva de narrar.

La palabra clave no es metaliteratura sino metalepsis, un viejo término, tomado de la retórica clásica y que se refiere a un tipo de transgresión consistente en traspasar los límites entre mundos ficcionales que deben estar nítidamente separados. Es el caso de la rosa de Coleridge, que aparece en las manos de quien la soñó, después de despertar, o el del personaje de Cortázar que se sale de las páginas de la novela que tiene en sus manos el protagonista de Continuidad de los parques, que se dispone a asesinar a quien está leyendo su historia. O el del personaje de La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen, que abandona el universo bidimensional de la pantalla para mezclarse con los espectadores que están en el patio de butacas. La literatura está llena de ejemplos así. Lo que no me consta que haya hecho ningún escritor en ninguna latitud es situar a los personajes en un plano paralelo al de la ficción al que el narrador de The Bone Clocks se refiere como meta-vida, un hiato entre los mundos que figuran en cada uno de los dos planos que configuran la novela.

 

Como ocurre en 10:04, la narración está muy pendiente del sentido general que tiene hoy escribir ficción. Al igual que le ocurre a Lerner, a Mitchell le parece que, lejos de ser un modo obsoleto de dar cuenta de la realidad, como modo de representación y cognición la validez de la ficción está intacta. En un momento en que la acción se traslada a Irak, se evocan clásicos de la narrativa de guerra como Los desnudos y los muertos. Si algo viene a demostrar la novela de Norman Mailer, se nos da a entender, es que para tratar ciertos asuntos no hay vehículo más eficaz que la ficción pura. Durante un vuelo de Estambul a Bagdad, un corresponsal de guerra se muestra insatisfecho con la última crónica que ha escrito, en la que mezcla ficción y no ficción: “Mucho me temo”, comenta lúgubremente, “que cuando la no ficción apesta a ficción no es ni una cosa ni otra”.

Al igual que Lerner, Mitchell se burla de la feria de las vanidades que es el mundo de la literatura, para después reflexionar sobre el enigma de la creación literaria. En un rasgo de genialidad, Holly Sykes, la protagonista de la novela de Mitchell escribe un best seller que trata los mismos asuntos que The Bone Clocks y cuyos personajes son los mismos que los del libro de Mitchell. Estamos en la Feria del Libro de Reikiavik, donde además de envidiar la suerte de Sykes, el escritor inglés Crispin Hershey proclama la atemporalidad de la literatura: “Si lo que se busca es representar la belleza, la verdad y el dolor del mundo por medio de la prosa, profundizar en los personajes por medio del diálogo y la acción, unir en la ficción lo personal con el pasado y lo político, entonces se están persiguiendo los mismos objetivos que los autores de las sagas islandesas hace siete, ocho o novecientos años. El autor de la Saga de Njal recurre a los mismos trucos que usarán después Dante y Chaucer, Shakespeare y Molière, Victor Hugo y Dickens, Halldór Laxness y Virginia Woolf… (379)”. El conferenciante desciende a las interioridades del proceso que desarrolla la ficción (“¿Qué trucos? Complejidad psicológica, desarrollo en profundidad del personaje, una frase contundente para rematar una escena, premoniciones y tomas retrospectivas, modos disimulados de engañar al lector”), e incluso ofrece alguna receta para novatos: “Los adverbios son el colesterol que congestiona las venas de la prosa. Redúzcanse a la mitad y la prosa bombeará el doble de bien”.

La indagación llevada a cabo de manera independiente por Lerner y Mitchell no le pone cortapisas a la ficción, al revés, le da alas. 10:04 y The Bone Clocks suponen, cada uno a su manera, un triunfo apoteósico de la imaginación, una celebración del arte de la ficción como modo de dar cuenta del tiempo en que vivimos. Si algo vienen a demostrar estas dos novelas es que la gente no sólo tiene tiempo para leer novelas con un alto nivel de calidad y exigencia, sino que las busca con avidez. Como forma artística, la ficción, el último invitado en llegar a la fiesta de la literatura (según señaló hace más de medio siglo Bajtín), es un género literario en plena adolescencia, que dista mucho de haber agotado sus posibilidades.

Eduardo Lago

Eduardo Lago (Madrid, 1954) es escritor, traductor y crítico literario. Es autor de Llámame Brooklyn (2006), Ladrón de mapas (2008) y Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee (2013), y ha traducido a autores como Henry James, John Barth, Sylvia Plath
o Junot Díaz. Vive en Nueva York desde 1987.