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La historia no se repite, pero rima

Hace un siglo que el Fin de Siglo terminó, con el arranque de la Primera Guerra Mundial en 1914. Su gestación como fenómeno cultural fue una respuesta a su tiempo, aquel mundo del siglo XIX que, aparentemente, empezaba a quedar atrás. En el libro Narciso Fin de Siglo pretendí explicar —desde la cultura artística, literaria, escénica, filosófica, esotérica, médica o sexual— cómo la puesta en crisis de lo moderno fue parte constituyente de su propio alumbramiento. 

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Hace un siglo que el Fin de Siglo terminó, con el arranque de la Primera Guerra Mundial en 1914. Su gestación como fenómeno cultural fue una respuesta a su tiempo, aquel mundo del siglo XIX que, aparentemente, empezaba a quedar atrás. En el libro Narciso Fin de Siglo pretendí explicar —desde la cultura artística, literaria, escénica, filosófica, esotérica, médica o sexual— cómo la puesta en crisis de lo moderno fue parte constituyente de su propio alumbramiento. Como Terry Eagleton escribió: “Es en el Fin de Siglo, bajo sombras gigantescas como la de Nietzsche, cuando el posmodernismo germina por vez primera, incluso antes de que el modernismo pudiese haber despegado siquiera”. Cien años después, lo moderno, ya asumido como paradigma, está inmerso en una crisis más allá de la teoría, legible en los pormenores de la vida cotidiana. Lo que yo intentaba realizar en aquel libro era una historia regresiva: si la posmodernidad, como relectura crítica de lo moderno, estaba ya implícita en las reflexiones que dieron lugar al fenómeno de la modernidad, estas raíces podrían examinarse entonces como un pliegue reflejo. Traté de problematizar la posmodernidad a partir de su gestación antes de lo moderno, poner el presente ante un espejo, desvelar cómo las voces de la gran filosofía de la posmodernidad, los patrones de la crítica post-estructuralista, podían ser utilizadas como herramientas para analizar sus propios orígenes. Desde el aquí y ahora, todavía creo que pude ir más allá: las metodologías de análisis del pensamiento crítico de las últimas décadas contienen un mensaje de esperanza emancipatoria, pero su crítica, leída en términos regresivos al contar con sus orígenes, conlleva necesariamente un factor rítmico determinista, el destino al que se abocó su reflejo: el riesgo de caer en un narcisismo inmóvil y hegemónico como el de la modernidad después del Fin de Siglo.

La frase apócrifa, atribuida a Mark Twain, que tomo como título aquí, dice que la historia rima. Las humanidades se enfrentan hoy al grave problema de ser herramientas críticas probadas que convierten su energía transformadora en una metarreferencia inmóvil, impermeable al común de la sociedad. Desde el campo del arte contemporáneo, ese acuerdo entre genealogía crítica y solipsismo se revela en la reciente explosión de su mercado, ya no en la constante circulación del capital económico, sino en la propia red relacional de capitales simbólicos que articula nuestra forma de trabajo, que demuestra cómo, a través de un lenguaje y una serie de convenciones, nos hemos fabricado un mundo propio hecho a medida de un sistema interiorizado. Si no interpretamos la historia a contrapelo, si la transformamos en evento sin experimentarla realmente, entonces no seremos capaces de entender cuál es esa cantinela que no podemos sacarnos de la cabeza, de dónde viene el estribillo que tarareamos sin saber si esta canción la hemos elegido o simplemente la hemos escuchado antes de fondo al realizar la compra cotidiana en un supermercado.

T. S. Eliot escribió en La tierra baldía un par de versos que siempre me parecieron una máxima para el ejercicio de la historia: “Tuvimos la experiencia pero perdimos el sentido / un acercamiento al sentido restaura la experiencia”. Cuando escribí ese libro pretendía establecer una genealogía de lo moderno desde su cara olvidada —y olvido, en la disciplina de la historia, es un eufemismo para el borrado, para lo apartado a un lado en la historiografía oficial—, desde el simbolismo, el decadentismo, el “romanticismo de los nervios”. El Fin de Siglo se extendió desde París. Sus círculos elitistas y cerrados se difundieron geopolíticamente por el globo en otras comunidades reducidas, con enorme movilidad entre las capitales occidentales. Su contagio fue como la contaminación actual de un modo de activismo, de un rechazo: el de la burguesía capitalista, el de la familia malthusiana heterosexual y productiva, el del hombre blanco masculino, barbudo y adinerado que regía su orden social en permanente progreso hacia un futuro que quería ser legible como programa. Y esa cantinela ha vuelto otorgando al orden presente un ritmo decimonónico: nos hace vivir bailando el siglo XIX.

Cuando intentaba definir el Fin de Siglo, escribí: “Todo el universo finisecular es un entramado de dispositivos para la exhibición del yo, una puesta en presencia de la subjetividad más profunda para su confrontación con el espectador como reflejo”. Esta cultura bajo el signo de Narciso fue leída en su día como conservadora, reaccionaria, pero en realidad fue una revuelta contra el lenguaje, la identidad y lo real.

En el campo del lenguaje, el Fin de Siglo también fue la época de Saussure y del Círculo de Viena. Entonces se produjo una tremenda revuelta en los códigos lingüísticos, que atravesó transversalmente a todas las artes: la destrucción del sistema figurativo renacentista, el descubrimiento del silencio en el teatro, el verso libre en la poesía, las nuevas armonías wagnerianas, la desaparición del pedestal en la escultura… Fue una toma de conciencia del lenguaje como representación, que abonó el terreno a la construcción de mundos propios, a la gestación de universos privados y personales. El los años '60, el estructuralismo propició una revuelta similar bajo el signo de la antropología cultural. El espíritu crítico de los recién descubiertos sistemas interconectados tuvo consecuencias emancipatorias a través de los movimientos sociales. A día de hoy, es fácil constatar cómo su propia lógica de sistemas abocó estas formas de pensamiento a encerrarse poco a poco en campos ensimismados bajo la premisa de una necesidad estratégica de autonomía.

La identidad monolítica del hombre occidental también sufrió una revolución a finales del siglo XIX. El varón finisecular se medía a cada paso contra más y más cosas: el alza de los derechos de la mujer, el nacimiento en 1884 del divorcio en Francia… El esteta decadente y la mujer liberada son dos respuestas paralelas a la encrucijada familiar del poder burgués sustentado por las bases filosóficas judeocristianas: un emergencia de subjetividades nuevas en el espacio espectacular de las nuevas metrópolis occidentales. Las revoluciones raciales y feministas de la segunda mitad del siglo XX llevaron a cabo una permanente revuelta que ha dado lugar a un hedonismo que parecía haber conquistado las leyes, los gobiernos, la libertad, pero que la crisis ha devuelto a un espacio de negociación y batalla permanente, donde lo privado, de nuevo, se ha vuelto interés público en clave reaccionaria.

Fueron precisamente esas crisis del lenguaje, que parecía haber salido del diccionario para explorar otros campos semánticos, y de la identidad, que abría la posibilidad de existencia a nuevas relacionalidades afectivas en sociedad, las que pusieron en crisis la propia noción de realidad en el Fin de Siglo. Lo real había devenido representación, una escena manipulable a través del lenguaje por las nuevas subjetividades. La realidad burguesa, regida por el Gran Relato del Progreso, veía amenazada su repetición productiva y su avance permanente. Desde la cultura finisecular, el mundo era acotado de nuevo por los mitos. Como explicaba el filósofo Ernst Cassirer: “La realidad física parece retroceder en la misma medida en que gana terreno la actividad simbólica del hombre. En lugar de vérselas con las cosas constantemente, por así decirlo, se las ve consigo mismo. El mito de Narciso fue “una historia contada para ahuyentar algo”. Lo real desaparecía, en términos fenomenológicos, para devenir un efecto o límite del sujeto mismo: sin la experiencia perceptiva e interpretativa del mundo, el sujeto no existe. Si la crisis de la experiencia fue uno de los puntos centrales del debate de la modernidad histórica, hoy la realidad ha multiplicado la mediación tecnológica con la socialización devenida interacción de pantalla, con su mito central en la red, cuando en efecto no es más que la traducción de la comunidad en mercado: son síntomas psicosociales de un nuevo miedo a la catástrofe del no avance permanente, del pavor al absolutismo de lo real.

La clave del Fin de Siglo como rebelión, como forma de combatir una cultura hegemónica represiva, fue la autoimposición de una narración escatológica, de un sentido de final, que precisamente fue lanzada como un anatema desde el lado del aparato científico y médico-legal burgués, pero que fue asumida por sus afectados no como crítica sino como enseña. El positivismo racionalista diseñó la teoría de la degeneración, la perversidad, la opacidad, la improductividad, frente a la productividad transparente del sueño del progreso capitalista. Es precisamente la asunción como propia de la óptica de la crisis y su diagnosis posterior lo que permitió dar carta de naturaleza al Fin de Siglo como un relato táctico, como una contracultura que sólo tuvo la apariencia de la decadencia, pero cuyo significado profundo fue el de la insurrección. Esa primera posmodernidad finisecular fue un desmantelamiento del orden dado y retrata, en consecuencia, a la modernidad como un regreso al orden bajo el signo de una utopía por siempre pospuesta.

El conflicto permanente entre capital y vida, en este momento presente de nuevo en crisis, nos revela la verdadera lógica del Fin de Siglo y el por qué tarareamos su canción. El sujeto —actor de las prácticas—, el lenguaje —la articulación misma de la significación— y lo real —el espacio donde éstas se producen— inscribían todas sus experiencias a través del filtro de una pérdida, de un duelo. La oposición del Segundo Romanticismo se organizó en el sujeto con una atención a sí que anulaba toda productiva investidura social; su lenguaje desarrolló un exceso que amenazaba el orden simbólico; el cuerpo se revelaba en su disfrute de sí contra el modelo burgués de contención. El duelo era debido precisamente a una falta, a la constatación cultural de cómo sus desmontajes del lenguaje, de la identidad y de lo real los dejaban huérfanos después de siglos en que la cultura había sujetado aquellos conceptos en una posición férrea que protegía al hombre de sus miedos. El narcisismo fue y es una forma de salir del duelo encerrándose en uno mismo, para paliar la sensación de pérdida. Y ese narcisismo fue una consecuencia precisamente debida a su destiempo: su posmodernidad avanzada que no era más que un por venir.

La cultura Fin de Siglo fue un espacio elitista cuyas premisas se repitieron en el tiempo de las revueltas filosóficas de los '60, pero haciendo sonar sus ritmos en un campo popular extenso, en la vida cotidiana: la moda de la recuperación del Fin de Siglo coincide con los paraísos artificiales y la música psicodélica, con el carnaval de los géneros en los '70, con David Bowie como un nuevo Narciso andrógino, con las mujeres fatales campando en las películas de vampiros, con el punk como un modo anarquista de inventarse a sí mismo en una subjetividad exacerbada… Sus soluciones estéticas a problemas de índole subjetiva, es decir, de representación política, no han abandonado ya lo cultural, pero lo olvidado es el porqué de su estribillo. Como un nuevo nudo de la historia en el que pasado y presente se confunden para alumbrar un futuro posible que los disuelve a ambos, el aquí y ahora me permite promover a rango de necesidad los ejercicios interpretativos que en aquel libro eran sólo una advertencia anunciada sobre una posible regresión. Recuperar su experiencia permitiría no volver a repetir el ritmo, modificar los pasos y comenzar a bailar al son de otra canción posible y compartida donde el retroceso no sea más que un instante de detención antes del impulso del disparo.

José Luis Brea insistió en muchos de sus libros, en los años '90 y 2000, sobre la posición del arte contemporáneo “al borde de una regeneración”: ese momento previo a la esperanza del cambio de régimen de representación. Desde las últimas décadas del siglo XIX, el paradigma cultural crítico sobre el que se sustentan las prácticas artísticas contemporáneas ya había sido fundado y no ha dejado de mirarse el ombligo. El aparente callejón sin salida, una vez diagnosticado, quizá tenga escapatoria de nuevo, como en los '60, a través de la antropología. La corriente de la antropología actual representada por el brasileño Eduardo Viveiros de Castro promulga la descolonización del pensamiento: pensar con el otro para poder establecer una nueva fundación de las humanidades. En su artículo más famoso, La inconstancia del alma salvaje, relata ese momento del siglo XVII en el que la Iglesia debate si los indios americanos tienen o no alma. Lo que plantea es que para los conquistadores, los indios eran cuerpos sin alma y para los indios, los occidentales eran espíritus sin cuerpo. Lo que no lograron entender ni unos ni otros es que allí se enfrentaban ya no culturas o cosmogonías, sino metafísicas. Para Viveiros, la metafísica indígena ya era más cercana a la noción deleuziana de subjetividad fluida, sujeta a fuerzas cambiantes, crítica con respecto a la identidad fija. En cierto modo, posmoderna.

Hoy, si la subjetividad es fluida ya en lo cotidiano, ¿por qué abrazar en el arte contemporáneo todavía una fijeza que impide la multiplicidad molecular que su propia naturaleza crítica y emancipatoria anunciaba? Viveiros se pregunta a partir de su consigna oportunamente llamada anti-Narciso: “¿No podríamos cambiar hacia una perspectiva que muestre que la fuente de los más interesantes conceptos, problemas, entidades y agentes introducidos en nuestro pensamiento por la teoría antropológica está en los poderes imaginativos de las sociedades —o mejor, personas y colectivos— que pretenden explicar?”. Sustituir teoría antropológica por teoría del arte contemporáneo nos permite entender el alcance de la cuestión.

El arte contemporáneo está sumido en su propio mito cultural. Eso no sería un problema si éste no coincidiese además con los intereses del mismo grupo de poder que deja a la sociedad desposeída. El acuerdo entre nosotros y el 1% se hace evidente en España en anécdotas políticas sintomáticas, como en que la única rebaja del IVA cultural que se ha producido desde su subida por el gobierno ha sido en el campo de la venta de obras de arte. Ya no pertenecemos a la efectividad crítica, sino a un espacio al margen en el que además no recibimos ninguna de las prebendas económicas ni materiales que acompañan nuestra aparente posición. Es obvio que algo hemos entendido mal.

La única salida para enfrentarse a nuestra torre de marfil, es decir, a la superespecialización, al metalenguaje onanista, a la contratación capitalista, a la esclavitud del trabajo inmaterial, al conservadurismo a ultranza de la ley del mercado, al comercio ilimitado del capital simbólico, es una revalorización de nuestra genealogía en la cultura contemporánea, una necesaria reconfiguración de fuerzas que piense con el otro. Lo más importante de las micropolíticas filosóficas de la posmodernidad es que han logrado que los invitados a hablar a la mesa colectiva del campo del arte sean un grupo mayor y con mayor posibilidad de diferencia que antes. Si hay alguna posibilidad aún abierta de disolver la cantinela narcisista es a partir del feminismo, de la teoría queer, del pensamiento decolonial: ellas son la consigna de una advertencia, aún vigente, sobre aquellas manifestaciones culturales encriptadas en un círculo de oro. Sus aportaciones parecen simplemente haber abierto un repertorio de temas posibles a lo nuevo, un espacio ampliado a la expansión de mercado hacia nuevas voces, pero deberían ser otra cosa: un fondo continuo que afecte a la configuración de nuestras relaciones, de las estructuras institucionales que las soportan, más allá de la mera construcción de una escena del arte afectivamente efectiva.

En los últimos años se ha hecho un esfuerzo enorme en todos los campos del arte contemporáneo y a nivel internacional por reconstruir la genealogía de los nuevos comportamientos artísticos desde la aparición de las prácticas conceptuales en los años '60. Lo que se tiende a olvidar es que el conceptualismo nunca fue una política de representación administrativa y fría capaz de codificarse, como se hace hoy en las prácticas neoconceptuales, en unas coordenadas frías y cosméticas. Hoy, historiadores como Eve Meltzer están volviendo a la otra cara de la historia del arte reconociendo patrones afectivos, circunstancias y comunicaciones emocionales en la formación y desarrollo del arte conceptual. Recientemente leía la reedición de un catálogo de una mítica exposición de Lucy Lippard de 1969 en Seattle, 557,087. Allí Lippard comparaba el arte nuevo con el sistema nervioso de la electrónica, alejado del desfasado músculo de la máquina de la modernidad. En los años '60 se abría la puerta a otra modalidad del arte de los nervios más allá del siglo XIX: el sistema nervioso entendido como una red afectiva que hiciese detonar los significados a partir de lazos emocionales significantes.

La cultura Fin-de-Siècle erigió un régimen de representación como un refugio para una pequeña comunidad de receptores, pero también produjo una diferencia entre la realidad y la representación; y todavía se mantiene esa distancia. El modo existencial para un tiempo en que la cultura hipertrofiada aplaca la experiencia del mundo es el del duelo. La ansiedad por la ausencia de identidad, de lenguaje y de lo real todavía son obvias en nuestra sociedad y han sido incluso agravadas por las posibilidades y matices abiertos por medio del relativismo crítico posmoderno. Quizá sea la conciencia de duelo, la razón de la falta, lo que se ha olvidado, lo que se echa de menos para poder realizar el verdadero trabajo colectivo que lo supere en el común. Una vez naturalizado el duelo, se olvida que era una posición por la que una vez se optó, como revuelta, y que no era un fin en sí misma, sino una conciencia. Y no olvidemos que el duelo, en la sociedad actual, es un trabajo que se realiza en el invisible ámbito de lo privado, cuando en realidad los dramas compartidos son las cadenas más fuertes y más capaces de crear vínculos fuertes de comunidad.

La oportunidad de devolver las posibilidades anunciadas de crítica de la representación, de la identidad y del lenguaje que definen la tradición del arte contemporáneo está en su actividad misma. La sociedad ha adoptado muchas de las críticas lanzadas desde las tarimas de la cultura contemporánea como herramientas cotidianas de trabajo sobre el mundo. No es sólo huir del narcisismo en la política cultural, en el ámbito institucional y tampoco únicamente en la forma de construir una escena de arte. El futuro de las prácticas artísticas ha de emanar de un campo social amplio y, además, ha de saber defenderlo, tomando como punto de partida ese pensamiento del otro que somos todos, como resto. Ahí sabremos si somos capaces de recoger los pasos a ritmo cambiado o, en todo caso, asumir definitivamente nuestra irrelevancia definitiva en el exilio de la torre de marfil.

Manuel Segade

Manuel Segade (A Coruña, 1977) es licenciado en Historia del Arte, investigador y comisario independiente. En 2008 publicó el ensayo Narciso Fin de Siglo (Melusina). Desde 2013 es responsable de la sección Opening de la feria Arco-Madrid. Actualmente vive en Rotterdam, donde prepara la publicación por entregas de su último libro, Las infinitas especies.