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Donde el pop pierde su forma

Mi pathos doy, Carlos Pazos (1981)

 

Un recorrido populista a través de la exposición del MACBA 
La herencia inmaterial. Ensayando desde la Colección.

 

Hace algún tiempo, Mark Leckey dijo en una entrevista que su mayor orgullo como artista era que un trabajo suyo se hubiera convertido en un auténtico fenómeno pop gracias a internet. Se refería a Fiorucci Made Me Hardcore, un vídeo de 1999 con el que este artista se adelantó a YouTube remezclando fragmentos de metraje amateur en un recorrido anfetamínico por las distintas subculturas juveniles que transformaron las pistas de baile inglesas desde los setenta. 

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Parece irónico que aquel vídeo terminase circulando viralmente por la red y que haya sido reapropiado tantas veces que bien se podría decir que ha vuelto al anonimato. A la pregunta obligada sobre la posición del arte frente a la cultura popular, Leckey respondía con humor imaginando un futuro en que la obra de arte sería reproducida, sampleada y remezclada a través de las redes de comunicación hasta diluirse en algo tan insignificante como universal: un flujo de imágenes de gatitos (“LOLcats”) como las que proliferan graciosamente en nuestro muro de Facebook y en los tablones de 4chan.org. Hoy lo popular se presta a todas estas formas: desde la ritualidad convulsa de una fiesta rave hasta la circulación no menos compulsiva de signos, datos y mercancías a escala global.

Por ello hablar de lo popular desde el museo no es muy distinto a perseguir fantasmas. Se trata de una categoría francamente resbaladiza que nos obliga a negociar entre la recuperación nostálgica del pasado y su consumo acelerado en el presente. Entre la celebración de la calle en su heterogeneidad radical y la resistencia a su normalización dentro de la cultura de masas. Entre el enésimo retorno a las raíces y la penúltima revelación de las revistas de tendencias. La nueva presentación de la colección del MACBA asume el reto de abordar la pervivencia y las mutaciones de lo popular en el arte que nos precede, reinscribiendo la práctica de los artistas en un contexto cultural más amplio, atravesado por los flujos cotidianos de información. La exposición se puede visitar desde mayo y constituye el primer episodio de un tríptico ambicioso —Aquí comienza nuestra historia— con el que el museo se propone reescribir nuestro pasado inmediato: esa década alargada, imprecisa y turbulenta que media entre la muerte del Dictador y el furor olímpico de 1992. Una década que apenas empieza a lamerse las heridas de la reconversión industrial y que verá diluirse la identidad de clase sobre la que aún reposaba el mundo popular de posguerra.

De las reglas que rigen el arte de aquel periodo, al comisario Valentín Roma (y al resto de colaboradores en este proyecto) le interesan sobre todo sus excepciones. Inspirándose en la actitud heterodoxa de la microhistoria italiana, La herencia inmaterial rastrea aquellos acontecimientos menores, prácticas artísticas y fenómenos culturales que en alguna medida se resisten a su incorporación en los relatos historiográficos dominantes. Aunque la exposición se divide en seis apartados temáticos, no parece descabellado leerla como una serie de variaciones, incisos y acotaciones en torno a la pregunta sobre cuáles son los desplazamientos que se producen en el seno del arte con la crisis de los grandes relatos y la irrupción de lo popular en la historia. Inician este recorrido artistas como Pepe Espaliú, Joan Jonas, Ana Mendieta y James Lee Byars, cuyos trabajos nacen de una fascinación por lo mítico-ritual y su traslado a la cultura capitalista. En Sacro Pagan (1978), la mirada alucinada de Antoni Miralda registra las procesiones multitudinarias mediante las que las mayorías y las minorías políticas construyen su identidad en las calles de Nueva York. Es ciertamente una declaración de intenciones que el comisario de la muestra haya puesto en diálogo la película de Miralda con las grabaciones contemporáneas de Enrique Morente y Chicho Sánchez Ferlosio, dos músicos que asumieron el reto que suponía reinventar un folclore secuestrado por la cultura oficial del franquismo.

Por fabor estamos parados, Agustín Parejo School (1987)

No está de más recordar que en 1982, la séptima edición de la documenta de Kassel se había presentado a bombo y platillo con un llamamiento a reconquistar el colorido local en la pintura. Frente a la lógica cultural de la mundialización, una de las reacciones más pintorescas del establishment artístico durante aquellos años consistirá en sacar del sarcófago la idea romántica de un arte nacional y buscar refugio en el narcisismo de las pequeñas diferencias. En este contexto, el humor se convierte en un recurso que permite a los artistas negociar su distancia simbólica con respecto a los mitos de origen y la autoridad de la tradición. Buen ejemplo de ello son los Avignon Guys (1994) de Rafael Agredano, su réplica a la masculinidad picassiana. Aquí el imaginario cubista es pop en su sentido más bajo: un repertorio de iconos que se acumulan en la tienda de un museo. En realidad son muchos los artistas en La herencia inmaterial que aprovechan esta intensidad retórica del gag y del humor cáustico, incluso grotesco. Un humor con raíces populares y de signo desmitificador. Destaca sin duda la recuperación de la figura de Joan Brossa, cuya poética puede leerse como una invitación a profanar los símbolos de lo sagrado para revestirlos de otro significado mediante el bricolaje conceptual. Igualmente audaz es la decisión curatorial de relacionar los objetos de Brossa con los antipoemas de Nicanor Parra y situar la obra de ambos frente a Beaux Arts (1992), una serie de óleos en que Rogelio López Cuenca se apropia de la imagen corporativa de distintas empresas transnacionales para exorcizar su poder icónico a través del humor.

Lo primero con que tropieza uno al entrar en la exposición es Mi pathos doy (1981) de Carlos Pazos. Se trata de una escenografía tragicómica: un recuadro de papel pintado decorando una pared con moldura de la que sobresale una chimenea grandilocuente y la imitación barata de un oso disecado. La instalación de Pazos es la parodia de un interior burgués y a su vez reproduce la ambientación de las películas de terror de serie B protagonizadas por el actor bisexual Vincent Price. Un simulacro que podríamos calificar de “campceptualista” (tomando prestado el término de Beatriz Preciado) con el que este artista deconstruye los valores, códigos y jerarquías que definen la cultura de masas, sirviéndose de su citación descontextualizada. Esta es de hecho otra de las líneas de fuerza que atraviesan La herencia inmaterial, en cuyo recorrido también encontramos la obra de artistas que han diseccionado el lenguaje audiovisual hegemónico del cine y la televisión, como Gary Hill y Jaime Davidovich (este último con su delirante programa The Live! Show, emitido durante casi cinco años en la televisión por cable norteamericana). En una dirección parecida, Raphael Montañez Ortiz utiliza un simple loop para convertir un beso hollywoodiense en el escenario siniestro de una agresión. Como si esta operación de (des)montaje cinematográfico nos revelase el inconsciente reprimido del pop, sacando a relucir la violencia latente y las relaciones de poder que se ocultan bajo su superficie cristalina.

También las calles ocultan bajo su superficie movimientos sísmicos que amenazan con derribar los consensos de la Transición. Puede que durante los años ochenta no hubiera playa bajo los adoquines, pero sí que se registran intensidades políticas aún pendientes de definición: temblores, brechas, sacudidas. Por ello es brillante el modo en que la exposición confronta documentos de las primeras elecciones tras el franquismo con un vídeo como Belchite/South Bronx (1987), en el que Francesc Torres superpone las ruinas de la batalla de Belchite a la ciudad contemporánea vista como espacio de conflicto (un palimpsesto revelador). Por otro lado, la aparición de nuevos sujetos políticos en los márgenes de la experiencia urbana encontraría su traducción en un repertorio renovado de lenguajes artísticos y formas de contestación. Mientras el cine de Joaquim Jordà daba voz a la autogestión obrera contra el cierre de una fábrica barcelonesa, José María Nunes recogía en su película Gritos (1984) el testimonio subcultural de jóvenes como Javier Anta (alias el Tutti), al que vemos en silla de ruedas durante un ensayo de Decibelios —“¡botas y tirantes, hostias en el bar…!”— para después bromear con que si en España jamás hubo moteros esto se debe, entre otras cosas, a que en ciudades como Sant Boi apenas podrían doblar la primera curva. Las fotos de Miguel Trillo documentando el revival mod y las que Humberto Rivas dedicó a la estrella travesti Violeta la Burra sugieren que el cuerpo y el estilo se convertirán, ahora más que nunca, en la escenificación de un conflicto. Y de paso nos recuerdan que aún está por escribirse una historia cultural de las clases subalternas en el Estado Español. En este sentido se echa en falta la obra de Ocaña, cuya figura salvajemente popular, subcultural y desafiante condensa como ninguna otra las distintas formas de desobediencia estética, política, sexual y corporal que se ensayaron a lo largo de este periodo.

Vista general de la exposición, cortesía del MACBA

Junto con el centenar de artistas incluidos en la exposición, La herencia inmaterial intercala un buen número de referencias musicales y literarias que sitúan la práctica del arte dentro de los flujos generales de producción cultural y señalan la enorme permeabilidad entre sus distintos estratos. Asumiendo no pocos riesgos, el comisario ha evitado a toda costa esquematismos y categorizaciones, aunque a menudo esto signifique dejar que el hilo argumental se deshilache caprichosamente o incluso poner en peligro la legibilidad de algunos documentos. Es difícil no tener la sensación de que algunas referencias han sido espolvoreadas por la muestra como un topping: un plus de capital simbólico que no necesariamente arroja luz sobre la exposición. Clavado sobre un muro divisorio tras la primera sala encontramos el primer elepé de los Housemartins, un ejemplo espléndido de cómo el lenguaje obrerista impregna el pop en el norte de Inglaterra. Pero es difícil entender la inclusión de este álbum sin la traducción de alguna de sus letras o al menos exponer su funda interior, mucho más interesante que la carátula, donde un escudo heráldico formado por una estrella roja, una biblia abierta y dos discos de vinilo coronaba el eslogan del grupo: “Take Jesus, Take Marx, Take Hope”. No son pocas las carátulas de aquel periodo que contienen proclamas sindicales y llamamientos a la huelga (Style Council, McCarthy), como tampoco fueron pocos los debates en torno a las posibilidades contrahegemónicas del pop y acerca de la conveniencia de aparecer en los medios de comunicación de masas (¿The Clash tocando en Top of the Pops?). Arrancado de su contexto, la presencia de un álbum como el de los Housemartins parecería anecdótica. Por otro lado, es posible que las menciones a Joy Division o The Smiths fueran obligadas, pero se han excluido en cambio fenómenos social y políticamente más heterogéneos como la escena disco o la explosión de la electrónica de baile. Esa explosión a la que los Smiths responden más que asustados en 1986 con un himno de resonancias racistas: “Hang the DJ, hang the DJ, hang the deejaaay”.

Es de agradecer que Víctor Lenore haya abordado estos problemas en la última sala de la exposición. Se trata de un espacio sonoro relativamente autónomo donde este crítico musical, invitado por Valentín Roma, traza un recorrido por algunas de las principales corrientes musicales que se desarrollan en el Estado Español desde finales de los setenta, atendiendo no sólo a sus ritmos y acordes, sino también a los desplazamientos políticos que las atraviesan. Aunque pueda resultar sorprendente, tiene un merecido protagonismo dentro de este espacio la eclosión de la ruta del bakalao, que aquí se nos presenta como un movimiento de ruptura profundamente interclasista. Las discotecas de Valencia habrían sido el marco de un experimento social, musical y bioquímico sin precedentes en nuestro país: una verdadera democratización de la noche. Buena señal de ello sería el escándalo moral que causó la ruta del bakalao en los medios de comunicación, así como el absoluto desprecio que recibirá el sonido valenciano por parte de la crítica especializada (por no hablar de su criminalización y el posterior cierre de discotecas). La curaduría de Víctor Lenore intenta devolverle a la cultura pop su carácter demótico, al tiempo que se pregunta en qué medida un fenómeno como la ruta del bakalao puede entenderse como la respuesta convulsa de aquellos jóvenes frente a una esfera pública atravesada por exclusiones de toda índole y que pronto se vería transformada en un mero escenario para el intercambio de mercancías. Entre las virtudes de La herencia inmaterial está la de conseguir reactivar algunas de estas experiencias vitales, transformaciones, rupturas y conflictos protagonizados por las clases populares tras el franquismo. Así como tomar nota de su eco en la práctica de los artistas. Si bien es cierto que la exposición encierra contradicciones, no lo es menos que logra abrir la pregunta acerca de cómo abordar lo popular desde el museo, no ya para capitalizarlo ni tampoco para ensanchar el canon, sino más bien para dejar que esa enorme masa de prácticas excluidas ponga en crisis las taxonomías que ordenan el mundo del arte.

Sabel Gavaldon

Sabel Gavaldon (Barcelona, 1985) es curador de exposiciones e investigador independiente. En el último año ha presentado las exposiciones Un museo del gesto (La Capella), Llocs comuns (Can Felipa Arts Visuals) y Contratiempos (CaixaForum). Reside en Londres.

La herencia inmaterial. Ensayando desde la Colección es el primer episodio del tríptico Aquí comienza nuestra historia, comisariado por Valentín Roma con la colaboración de Víctor Lenore, Antònia M. Perelló y Julián Rodríguez. Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA), hasta junio de 2015.