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Caminar: instrucciones

Hay una escena en Gente en sitios, la película de Juan Cavestany, en la que un tipo ha olvidado cómo caminar. “¿Qué te pasa?”, le pregunta otro. “Que he olvidado caminar.” “Joder… Es fácil, mira.” “Coño, ¡gracias!” Parece absurdo, y de hecho lo es. Aunque no es una tontería. Primero un pie, un leve balanceo, luego el otro, y así sucesivamente. Así empieza todo. De eso va la cosa.

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El que alguna vez fue el arte de caminar es hoy una práctica en decadencia, cuando no un deporte de riesgo. El tráfico, las consecuencias de la urbanización desenfrenada o la vida ultraconectada que llevamos están convirtiendo el acto de caminar en un puro exotismo. Poco importa que alguna vez fuese “una forma de dejarse llevar”, “el placer más barato y no especialmente burgués-capitalista” o sencillamente “un capricho”, según la definición de Franz Hessel, el autor de Paseos por Berlín. Tampoco que fuese un “don”, que es como Henry David Thoreau, el padre de la desobediencia civil, bendijo al acto de deambular.

Caminar tiene más que ver con eso que hacemos cuando vamos a la máquina del café, cuando enfilamos el trasbordo de una línea de metro a otra, o —en los casos más extremos— con la manera en que llegamos al gimnasio a dejarnos el alma en una ¡cinta de caminar! Menos, en cambio, con el entusiasmo con que celebramos los primeros pasos de un niño, la felicidad contagiosa que se apodera de los cuerpos de los amantes cuando acompasan el paso o la alegría colectiva de quienes se reconocen en una manifestación aunque no se hayan visto nunca antes. Dime cómo caminas y te diré quién eres, alardeaba Honoré de Balzac en su Théorie de la démarche, en la que se jactaba de haber inventado una ciencia nueva. "Os preguntaréis por qué tanto énfasis para ciencia tan prosaica, por qué tanto ruido a propósito de levantar el pie. ¿No sabéis que la dignidad en todas las cosas está siempre en razón inversa a su utilidad?”

Sinónimo de utilidad o desinterés, de placer o de ansiedad, de escapismo o de subversión, caminar es la forma más antigua de transporte sobre dos piernas, escasamente mejorada con el paso del tiempo; que yo sepa, todavía no se ha fabricado un robot que camine convincentemente. Aunque siempre ha habido caminantes, no es hasta el siglo XVIII que se convierte en una actividad diferenciada, un acto —digamos— cultural. Jean-Jacques Rousseau será el primer caminante militante: “Nunca soy más yo mismo que cuando camino”. La querencia por la soledad, una arraigada desconfianza en la sociedad, la comunión con la naturaleza y una confianza ilimitada en sus percepciones darán lugar a una auténtica revolución cultural. Desde entonces, caminar será el escenario en que ejercitar el pensamiento y la reflexión. No será el único, hay una larga lista de autores y escritores filosóficos que se lo tomaron al pie de la letra. El horror que sentían Nietzsche, Kierkegaard, Wordsworth o Dickens por el escritorio sólo es comparable al desprecio que sentía el también caminante Rimbaud por la gente sentada.

Rétif de la Bretonne, E. T. A. Hoffmann, Marcel Proust, Louis Aragon, Gary Snyder, Frank O’Hara… Cualquiera diría que sólo han caminado los hombres. Resulta irónico entonces que el mejor ensayo sobre caminar lo haya escrito una mujer. En su maravilloso Wanderlust [de próxima publicación en Capitán Swing], Rebecca Solnit aborda la historia del caminar en clave de historia cultural. Como además de ensayista es activista, no deja para más tarde el potencial político y ciudadano de nuestras actitudes hacia el caminar, ni cómo la política de género ha hecho muy distinto caminar para hombres y para mujeres, o de qué manera caminar previene contra los excesos de la teoría cuando éstos se hacen a costa de nuestra fisicidad, de qué puede hacer un cuerpo, como en los delirios nómadas del posmodernismo o la cháchara de las extensiones en la era digital, a la sazón la última esfera de privatización.

La “historia no escrita” del caminar rebosa, paradójicamente, de textos. Con una literatura propia, casi un canon. Está compuesto de narraciones y ensayos, de crónicas y de poesía, de tratados y de canciones, contrapunteado por decenas de pliegos de materia textual oscura: autobiográficos, de cartas y hasta de legajos de leyes. De William Hazlitt a Virginia Woolf, de Robert Louis Stevenson a Javier Pérez Andújar, de Charles Baudelaire a Walter Benjamin, de John Clare a George Orwell, de Walt Whitman a W. G. Sebald. Es tan potente y fascinante que si uno se sumerge en ella corre el riesgo de que le pase como al personaje de Gógol del que hablaba Nabokov, que al final no sabe si está en medio de una frase o de una calle. También leer sobre caminar determina nuestra manera de caminar. Tal vez por eso la literatura sobre caminar es prolija en afinidades y correspondencias, en acentos autobiográficos. Caminar nos recuerda que vivimos en un continuo entre el presente y el pasado, el de los otros y el propio.

El siglo XVIII será tan generoso con el caminar que hasta lo convertirá en un género literario. Desde luego, caminar por la ciudad no es nada nuevo, pero tampoco es tan viejo. Sencillamente, no era un sujeto de escritura. Y a pie nos adentramos en las transformaciones de la ciudad, en la separación de lo rural y lo urbano, en la invención de la naturaleza. “Cuando caminamos, nos dirigimos naturalmente hacia los campos y los bosques: ¿qué sería de nosotros si sólo paseásemos por un jardín o por una avenida?”, se preguntará Thoreau. “La brutal indiferencia, el insensible aislamiento de cada cual en su interés particular” que tanto repugnara a Engels, o la carnavalesca descripción de la multitud londinense de Wordsworth en Preludio, son ejemplos de un permanente tour de force con la ciudad, aunque también por afilar el lenguaje gracias al que apoderarse de ella. El ajetreo, la multitud, lo familiar, lo extraño. En la lectura en que Lorca presentó Poeta en Nueva York casi se disculpa por no haberlo titulado Nueva York en el poeta. De Certeau sugerirá que la ciudad es un lenguaje hablado por caminantes, de ahí que el riesgo de su desaparición sea también el de las ciudades mismas.

Durante un tiempo fue relativamente habitual oír a gente que decía que no iba a las manifestaciones a pasear. Tutto a posto, que dirían los Corleone. Porque manifestarse, marchar, poco o nada tiene que ver con pasear. Aunque, eso sí, las demostraciones de poder ciudadano son tan sospechosas para algunos como los paseantes solitarios. Caminar nos recuerda que vivimos en un continuo entre lo individual y lo colectivo. Lo contrario de una marcha es una parada militar, que es esa forma de caminar en la que los que caminan son intercambiables. Como señala Barbara Ehrenreich, los festivales de la Revolución francesa tendrán como objetivo neutralizar a las engorrosas masas populares para convertirlos en meros espectadores. Ya que estamos, resulta llamativo lo poco que se ha escrito sobre el júbilo colectivo… El XIX francés fue un siglo especialmente movido socialmente. Tras la aniquilación de la Comuna, en 1871, la bohème dorée encontrará un nuevo objeto de escarnio, el blanco de su miedo y de su asco: el populacho, los pobres libres. Contra todo pronóstico, y según César Rendueles, más de dos siglos después “nos vemos a nosotros mismos como antes los ricos veían a las clases peligrosas. Hemos incorporado el elitismo a nuestro genotipo ideológico”.

Los situacionistas cifraban el número ideal de caminantes en tres o cuatro, una cantidad que recuerda sospechosamente a la de un grupo de amigos saliendo de copas. En cualquier caso, pocos colectivos han encajado tanto en el imaginario de la ciudad. Debord y los suyos no sólo responderán al consumismo de posguerra, sino que también inventarán una práctica, la psicogeografía, y una técnica, la deriva, tan deudora a su pesar de la flâneurie baudelairiana como del azar arcaico y enamoradizo de los surrealistas, por mucho que la postulasen como una suerte de anti-paseo lúdico. Si me resultan antipáticos es porque sus crónicas son decepcionantes y esquemáticas, una especie de claudicación del lenguaje. Uno entrevé de lo que están hablando sólo al trasluz. Cuando pensamos en las transformaciones urbanísticas de París pensamos en Hausmann y en los bulevares, cuando la verdadera transformación, la que dará lugar a la ciudad que conocemos hoy, tendrá lugar en esos años. Como ha recordado el escritor y editor Eric Hazan, durante los años cincuenta y sesenta es cuando se expulsa a los pobres y los proletarios del centro de la ciudad. El París situacionista fue una mezcla de dipsópolis juvenil y persecución de un mundo en desaparición que hoy las revistas de tendencias no tendrían ningún pudor en llamar “auténtico”. Ironías del destino, ha sido al otro lado del canal de La Mancha donde la psicogeografía ha vivido una segunda juventud. Eso sí, con el humor que siempre le faltó a Debord, cortesía —nobleza obliga— de Stewart Home. Toda una generación de caminantes expertos, con Iain Sinclair a la cabeza. Como la de los situacionistas, la suya será una ciudad de desapariciones, las perpetradas por la revolución social y urbana del thatcherismo, pero, a diferencia de aquéllos, también lo será de apariciones. Su mezcla de contracultura setentera y su antithatcherismo entroncan además con una potente tradición subterránea de escritores como William Blake, Daniel Defoe o John Bunyam, en una suerte de chamanismo urbano que no ha renunciado a la escritura y que a veces recuerda al stalker de Tarkovski, la determinación, precisión y lentitud de cuyos movimientos parece que le hagan poder vivir en varias realidades temporales a la vez.

Le Corbusier, probablemente uno de los arquitectos más influyentes del siglo XX, sufre una extravagante revelación precisamente durante un paseo, en el veranillo de San Martín de 1924, caminando por los Campos Elíseos. Lo que primero le aterroriza y le hace recordar los años de su juventud, cuando “la calle nos pertenecía; cantábamos en ella, discutíamos en ella”, no tarda en convertirse en una entrega fatal a la amenaza del tráfico: “¡Coches, coches, rápidos, rápidos! Uno se siente embargado, lleno de entusiasmo, de alegría… la alegría del poder. El simple e ingenuo placer de estar en medio del poder, de la fuerza. Uno participa de él. Uno toma parte en esta sociedad que comienza a amanecer”. En este episodio, según Marshall Berman, se cifra la entrega del arquitecto al automóvil, el pistoletazo de salida del odio infinito del urbanismo moderno por la calle y, en último extremo, por las ciudades mismas.

La experiencia urbana de la última década, por lo menos en Barcelona, que es la ciudad donde vivo, se parece insidiosamente a un documento que por raro es extraordinario, una suerte de carta magna de bolsillo del absolutismo en versión peripatética. Son las instrucciones para pasear por los jardines de Versalles. Apenas ocupan tres hojas y están redactadas por el propio Luis XIV, el Rey Sol. Es decir, son de obligado cumplimiento esté él o no. Suenan más o menos así: ven aquí, mira esto, súbete allá, haz tal, experimenta cual. Si se quiere, es la precuela regia de todas las guías turísticas por venir. También podrían pasar por el sueño húmedo de todo urbanista. Lo interesante, y por eso el símil, es cómo retrata una experiencia de poder que se cree capaz de administrar desde arriba la vida pública hasta en los menores detalles. Un prodigio tecnológico de proporciones mitológicas, un ejército de cortesanos vestidos a la última y un aparato de propaganda cultural y política sin parangón, al que le falta sólo una cosa: la voluntad de que los ciudadanos lo sean realmente.

Es entonces, y en plena emergencia de los nuevos movimientos municipalistas de ruptura, cuando me acuerdo de la exhortación de Franz Hessel a “descubrir la ciudad, visitar los barrios”; de mi consigna favorita de los zapatistas, “caminar preguntando”, que parece que inspire a aquéllos; del título del himno de un club de fútbol por el que mi padre sentía una querencia particular, “Nunca caminarás solo”; de expresiones tan afortunadas como la de Virginia Woolf cuando habla de la “república de los caminantes” y, por encima de todas ellas, de una vieja imagen benjaminiana con la que el filósofo alemán cifraba su visión temprana del igualitarismo: “caminar juntos”.

Isaac Monclús

Isaac Monclús es gestor cultural y programador independiente. Su último proyecto fue el ciclo de conferencias y proyecciones Imaginarios de la juventud, en La Casa Encendida. Entre otros asuntos, ultima una antología de textos sobre caminar, de próxima publicación.

Imagen: Museo Frieder Burda, Baden-Baden, courtesía de Galerie EIGEN + ART Leipzig/Berlin and The Pace Gallery. Photo: Uwe Walter, Berlin.