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Partidaria de las agendas y aficionada a los hombres

Para una charla que tenía que dar en un curso de novela, necesitaba una anécdota de las memorias de Anita Loos que siempre me gusta recordar pero que suelo citar de memoria, y esta vez quería hacerlo literalmente (es decir, sin inventarme nada). Así que me puse a buscar la anécdota en el libro y, como tardaba bastante en salir, al final acabé leyéndomelo de nuevo, con gran regocijo por cierto, y mayor utilidad: mi recuerdo de un perrito hacia el que Ernst Lubitsch desviaba continuamente la atención del espectador en La viuda alegre (Anita Loos tenía precisamente la misión de impedir tales aberraciones) resultó algo inexacto, porque no era un perrito sino dos, uno blanco y otro negro. ¡Mucho mejor!

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Estas traiciones de la memoria, tan frecuentes, también son mencionadas —o más bien impugnadas— en el libro de Anita Loos, publicado en 1974 en Estados Unidos y aquí por Noguer en 1975 con el título de Adiós a Hollywood con un beso (traducción de Carlos Casas). Fue su segundo libro de memorias (el primero, A Girl Like I, que no he leído, lo publicó en 1965) y dice que lo escribió basándose no en diarios, pues “en mi juventud no llevé diario íntimo por considerar que una chica que vendía lo que escribía no tenía por qué llevarlo” (p. 9), sino en sus agendas. Con los escuetos recordatorios de citas, viajes y celebraciones, la memoria —una potencia al parecer sabia— ha seleccionado lo que realmente pervive: por ejemplo, un encuentro con un director de cine europeo marcado en su día “con mi huella digital, en lápiz de labios” (p. 10) ha sido con el tiempo completamente olvidado. La importancia que se da a las cosas en su momento no es la que tiene cuando se pasa revista a una vida y “por eso soy contraria a los diarios y partidaria de las agendas, pues creo que la memoria es más indeleble que la tinta” (p. 10).

Unas memorias siempre son una reconstrucción selectiva, la mayor parte de las veces tendente al género del autorretrato favorable, que es toda una tentación, sobre todo si incluye “cosas malas”. Pocos autores se han resistido a tal clase de cirugía, aunque quepa mencionar excepciones notables. Recordemos que Heine tuvo el buen gusto de no terminar las suyas. Las de Voltaire empiezan cuando el autor tiene ya 40 años y apenas llenan 100 páginas. Ford Madox Ford se quedó de piedra cuando le encargó a Joseph Conrad que escribiera las suyas y éste se presentó con un libro de doscientas paginitas en las que quien salía sobre todo era su tío Tadeusz y él quedaba reducido a dos o tres fragmentos sin conexión. ¿Cómo? ¿Eso era todo… de un hombre que había sido marino, contrabandista, expatriado, corazoneador de las tinieblas y bilingüe? Louis Sullivan, Henry Adams y Frank Lloyd Wright dieron un poquito más de sí, pero cometieron la extravagancia de hacerlo ¡en tercera persona! ¿Cómo? ¿No eran las memorias el territorio natural del yo?

Sin embargo, como digo, pocos autores se atreven a decepcionar. Y la memoria “indeleble” de Anita Loos, autora del superventas Los caballeros las prefieren rubias, guionista aclamada del Hollywood de las décadas de 1920 y 1930 y asidua —con idéntica fruición— de altas y bajas compañías, no decepciona lo más mínimo. Lo cual significa, entre varias cosas, sobre todo tres: que el libro va a ser un excelente anecdotario (de la dentadura postiza de Clark Gable a los impulsos homicidas de Scott Fitzgerald), que no escatimará maldades (al referirse a la amante del adúltero Maurice Chevalier dice en la página 30: “No quiero revelar su nombre porque incluso ahora quizás a Claudette no le gustara que difundiera el hecho”, supongo que en alusión a Claudette Colbert), y que no perderá ocasión de colgarse medallas. Nos recuerda que, gracias a ella y al uso deliberado de largos intertítulos en las comedias mudas, el cine empezó “a salir de la infancia” (p. 16), como afirmó The New York Times; que, con Los caballeros, se convirtió, como le dijo H. L. Mencken, en la primera escritora norteamericana “que se ríe de la sexualidad” (p. 200); que algunos de los guiones que firmó, como el de La pelirroja (1932) y el de San Francisco (1936), se cuentan entre los mayores éxitos de la Metro-Goldwyn-Mayer, y el primero de ellos “pasó a la historia” (p. 51) por haber incrementado la dureza de la censura; que participó activamente en el lanzamiento de desconocidos (así nos los presenta, retrasando la mención de su nombre) como Douglas
Fairbanks, Jean Harlow, Charles Boyer o Rita Hayworth; que… Todo el libro está presidido por esa típica y orgullosa jouissance hollywoodiense
con que se celebra el reconocimiento, o el salto del anonimato a la fama.

Las memorias también deben considerar, además de lo que recuerdan, el momento en que lo recuerdan, y eso es algo que Anita Loos tiene muy presente, si bien un poco de mala gana. El último capítulo, por ejemplo, es toda una diatriba contra la pornografía, los hippies y la obsesión “de atontados adolescentes” por “la sexualidad” (p. 202) que impera en los años 70, época también del apogeo de la Women’s Lib, con la que nuestra autora parece tener alguna cuenta pendiente. No es extraño, considerando lo que tiene que contar, que este movimiento que según ella la calificaría de “aficionada a los hombres” la irrite. La vida amorosa de Anita Loos no es ejemplar desde ningún punto de vista, ni siquiera el suyo, pero sin duda es el motor de sus memorias y de algo —ya lejano de los recuerdos chispeantes, las indiscreciones y los trofeos— que tiene que explicarse a sí misma.

Adelantemos que el libro es un desquite en toda regla —de hecho, una venganza— de la deslealtad de quien fue su marido treinta y siete años, John Emerson, apodado Mr. E., actor, director, dramaturgo, productor y líder, en sus momentos libres, de asociaciones “izquierdistas”.

Pero, antes de tratar con tan imponente hombre, mencionemos a otros dos, los que más le gustaron a ella. Curiosamente, todos —incluimos aquí a Mr. E.— eran mucho mayores, y dos de ellos la llamaban con cariñosos pero tremendos apodos como Bug o Buggie (“bichito”: Mr. E.) o Mamá Nita (Mizner). El más ilustre, el vizconde lord D’Abernon, a quien conoció ya septuagenario, la paseó por los museos y salones de Europa, hizo que Lytton Strachey la llamara “la divina A.” (p. 77) y él mismo nunca la llamó de ninguna manera. Su mayor insinuación sexual fue “¿Le gustaría que pasáramos a la otra estancia?” (p. 82), una frase que la Historia no puede dejar en el olvido y que debería ponerse de moda ya. Anita Loos declinó, pero siempre guardaría la impresión de que fue el primer hombre que manifestó auténtico “interés en las opiniones que yo formulaba” (p. 89).

Otro tipo que supo escucharla fue Wilson Mizner, que había regentado una casa de juegos en Costa Bárbara y que, aun siendo remotísimo descendiente de la familia de sir Joshua Reynolds, no era desde luego ningún vizconde. De la inclinación de la autora por la canallería vamos reuniendo variadas muestras a lo largo del libro: de una fiesta en Hollywood a la que asistió “el ex rey de España”, ella a quien recuerda sobre todo es al “Príncipe Heredero de la Mafia”, Bugsy Siegel, de “un aspecto mucho más distinguido que cualquier actor de cine, hasta que murió asesinado” (p. 59); y de Harry Cohn, déspota de la Columbia, dice que era “el tipo de gángster simpático que siempre ha producido en mí reacciones positivas” (p. 185).

Pero Wilson Mizner fue siempre su favorito. Su entrada en escena en el capítulo 2 es para recordar que una vez, en el hotel Claridge de Nueva York, una madura millonaria que lo mantenía, despechada al verlo con una joven, le arrojó en la cabeza 100.000 dólares “en billetes de curso legal” (p. 27). Anita Loos dedica bastantes páginas a reivindicar al chulo y al mantenido, y su amor por tal figura la lleva al extraño extremo patriótico de asegurar en la página 19 que Mi hombre es “una de las más conmovedores canciones de amor norteamericanas”; pero lo que le atrae de éste en particular es su aptitud para pasar “a los anales del latrocinio” (p. 27). Entre otras proezas, Wilson Mizner hizo una fortuna vendiendo terrenos en Palm Beach, algunos de ellos submarinos (lo que le costó no pocos pleitos), y montó en Nueva York un negocio de obras de arte falsas que se fue al traste cuando le dijo a un posible cliente que el precio de La última cena de Leonardo era de “cinco dólares el plato” (p. 109). Darryl F. Zanuck, jefe de producción de la Warner, le convenció para que se dejara acompañar por una taquígrafa, y de ahí salieron un montón de frases memorables que Bogart y Cagney pronunciarían en sus películas de gángsters. Fue, por otro lado, la inspiración reconocida para el personaje de Clark Gable en San Francisco (“La trama era vulgar, pura y simplemente vulgar, y la acción ocurría en los bajos fondos”, p. 135).

A este dechado de virtudes Anita Loos siempre lo vio como un Falstaff “esbelto” (p. 95) y a veces lo caracteriza con una complejidad psicológica digna de Oscar Wilde: “Para Wilson, el género humano en su totalidad se encontraba atrapado en un mundo de constante tristeza, y se compadecía de todos, incluso de sus víctimas” (p. 97). Desde diciembre de 1931 hasta su muerte en abril de 1933, se vieron todos los días pero no se acostaron nunca. A ella parece que no le faltaban ganas, pero en todo caso, como con lord D’Abernon, lo que más le satisfacía de su relación era que Mizner, a diferencia de “la mayoría de los individuos ingeniosos” (p. 95), sabía, como hemos dicho, escuchar.

 

Ser escuchado por un individuo ingenioso y sinvergüenza no es un pobre desiderátum y, si éste se cumple, calma sin duda suficientes ansiedades y depara un montón de alegrías. En el caso de Anita Loos quizá más, porque su vida estuvo ligada treinta y siete años a un hombre que, si bien era un caradura, ni era ingenioso ni la escuchaba. John Emerson, Mr. E., se hizo cargo desde el principio del dinero que ella ganaba y desde el principio le sentó mal que ella ganara más que él: a un chulo como los que tanto excitan a nuestra autora no le habría parecido mal, pero Mr. E. reaccionó desarrollando una imaginaria afección de garganta diagnosticada primero por un eminente psiquiatra y luego por un doctor vienés que llegó a practicarle una operación de cirugía falsa. Entretanto el hipocondriaco la engañó con otras mujeres y decía a sus amigos que, si los estudios la contrataban, era porque sabían que “él” la ayudaría a escribir sus guiones. Un día intentó estrangularla y otro dejó una nota de suicidio en la que suplicaba: “Amparad a mi pequeña Bug, después de mi desaparición” (p. 189). Invirtió todos los bienes y todas las ganancias de su mujer (incluidas las derivadas de los derechos de autor, “gracias a haber firmado yo un documento, sin darme cuenta de lo que hacía”, p. 197) en un seguro de vida exclusivamente a su nombre que le proporcionaba una cuantiosa pensión mensual, pero que vencería cuando muriera, con lo que su mujer se quedaría sin un centavo. Pasaría los últimos dieciocho años de su vida en un psiquiátrico, como “maníaco-depresivo”. “En estos tiempos, signor —le confesará Anita Loos a Giovanni Papini—, toda persona con tendencias de sinvergüenza puede ampararse en Freud y decir que es un enfermo” (p. 198). Fue precisamente Papini quien le sugirió que escribir un libro sobre este ingrato marido sería una ocasión de “conseguir que el pobre desdichado le devuelva parte del dinero que le robó” (p. 198).

He aquí, pues, la razón de estas memorias, cuyo sentido no se desvela hasta el final y nos obliga a preguntarnos qué es lo que realmente hemos leído. Ahora vemos con otra luz la sed de reconocimiento, la pasión por el barro, incluso la compulsión anecdotaria. La autora, encantada con Papini, dice que “en muchas cosas me recordaba a Wilson Mizner. La gente capaz de reírse de sus desdichas y considerarlas como una broma es muy escasa” (p. 191): sin duda Adiós a Hollywood con un beso es una carta de presentación convincente para ingresar en este tipo de sociedad. Mizner, que nunca quiso ser una “mala influencia” (p. 131) para ella, no se cansaba, al parecer, de contar historias denigrantes de sí mismo, pero eso tenía el curioso efecto de convertirlo, a ojos de las mujeres, en “una romántica figura” (p. 109). El continuo —y muy cumplido— ejercicio de self-deprecation que Anita Loos hace en sus memorias no puede tener el mismo efecto. Ella es muy consciente de que a una mujer explotada que se ríe de sí misma nadie va a verla rodeada de un aura de romanticismo, y menos que nadie las otras mujeres: de ahí seguramente su belicosa prevención contra la Women’s Lib. Hoy ya no estamos en los años 70, pero la cuestión de la desdramatización de la propia experiencia sigue siendo peliaguda. Nuestra cultura terapéutica nos ha enseñado que la peripecia dramática no debe sólo reconocerse, sino reescenificarse intensamente: el sufrimiento debe ser evidente, y escribirse con sufrimiento. A veces olvidamos esa tradición de familiaridad con el desastre de la que Dickens sería tal vez el más conspicuo ejemplo y que, pese a los actuales controles de seguridad, nunca ha dejado de dar sus buenos frutos.

Una de las fotos que ilustra el libro, en la que la autora aparece algo seria, desenfocada, ya muy mayor y con un ralo vestigio de su célebre flequillo, lleva el siguiente pie: “Quizás una chica no pueda reír sin cesar”. Estamos en 2014. ¿De verdad no puede?

Luis Magrinyà

Luis Magrinyà (Palma de Mallorca, 1960) es escritor y editor de las colecciones de clásicos de Alba Editorial. Ha publicado las novelas Los dos LuisesIntrusos y huéspedes y Habitación doble, y la editorial Caballo de Troya ha reunido su narrativa breve en el volumen Cuentos de los 90.