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La última vagonera

Recientemente, las únicas noticias que emergen de las escaleras del metro han sido malas. Después de diciembre de 2013, cuando el precio del boleto subió de tres a cinco pesos, durante semanas, miles de usuarios protestaron brincando los torniquetes sin pagar un centavo. Según funcionarios del Sistema de Transporte Colectivo (STC), uno de los argumentos a favor del aumento fue que el precio es subsidiado, y así el metro en el D. F. está entre los más baratos del mundo. Seguramente, para una persona acostumbrada al metro de Londres, Nueva York o Estocolmo, hasta un boleto de a cinco pesos es una ganga.

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El problema es que los de Nueva York, Londres y Estocolmo ganan en dólares, libras y coronas. Según un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico que compara la relación entre el sueldo mínimo y el costo de un boleto del metro en varias ciudades, los cinco pesos hacen que el del D. F. sea el tren más caro del mundo.

Como si fuera un paliativo para el sector más pobre, Joel Ortega, director general del STC, argumentó que los dos pesos adicionales de cada boleto serían utilizados para mejorar el mantenimiento de los trenes, la adquisición de otros, la reparación de algunos más y la contratación de 1.200 policías “para mejorar la seguridad” dentro del sistema. Pocos usuarios del metro —quizás ninguno— han visto mejoramiento alguno en el sistema últimamente. Aún menos los que viajan en la línea 12, inaugurada en octubre de 2012. Debido a fallas en el diseño, materiales de construcción de poca calidad y falta de supervisión, han tenido que suspender parcialmente el servicio de esta línea desde agosto de 2013. Y a partir de marzo de este año, más de la mitad de su recorrido ha quedado inhabilitado.

Lo que todos los viajeros del metro han visto últimamente es el aumento de la presencia policiaca. A veces parece que hay más uniformados que civiles en los andenes y vagones. Pocos chilangos hubieran dicho que es un lugar particularmente peligroso, por lo menos comparado con las calles de los muchos barrios tenebrosos de la ciudad. Parece que la única intención de tantos agentes es atormentar a los “vagoneros”, el ejército de gente que se gana la vida con la venta de cháchara dentro de los trenes.

A la entrada de cada estación, hay un letrero que dice “Prohibido el comercio informal en el metro”. Sin embargo, muchos vagoneros siguen trabajando, aventurándose a un juego de “gato y ratón” con los 1.200 policías que los vigilan. Una tarde reciente, en la línea 2, en el lapso de poco más de media hora, varios vendedores ofrecieron a los pasajeros una pomada para aliviar torceduras y calambres, billeteras (supuestamente de piel genuina), ejemplares de los Cuentos tenebrosos escritos por Brozo, una película titulada La basura que comemos, quevedos con aumento para los que tienen problemas de visión y, para los lectores con incertidumbres sobre ciertas actividades, copias del Código Penal. Además, varias personas discapacitadas y ciegas pidieron limosna, mientras un chavo tocaba La lambada, el baile prohibido de Brasil de los años 80, con una flauta andina.

Lo único que parecía no estar “a la venta” esa tarde fue la música pirata, quizás por razones obvias: hace mucho ruido y llama mucho la atención. Es más fácil esquivar a 1.200 policías con una mochila llena de pequeños paquetes de audífonos que con altavoces tocando fragmentos de miles de huapangos, boleros y pasitos duranguenses en MP3.

Por lo menos así piensa Celia Figueroa Castillo, que ha trabajado 36 de sus 64 años como vagonera en la línea 2, entre Indios Verdes y Universidad. De hecho, es el único trabajo que Figueroa ha tenido en la vida. Bueno, casi el único. Durante un tiempo, dice, “trabajé en un taller de costura. Gané 30 pesos al día. Eso fue hace muchísimos años”. Y hace un gesto con la mano para indicar el paso del tiempo.

Figueroa, bajita, vestida con jeans y playera, lleva lentes y la cabellera corta y gruesa, de un color rojizo, posiblemente de bote. Cada mañana viaja casi 24 kilómetros desde su casa en Lomas de San Lorenzo, Iztapalapa, a tiro de piedra del Reclusorio Oriente, para comprar los audífonos en una tienda cerca del metro Salto del Agua. “La tienda grande”, dice, “que antes era el Cine Teresa”. El viaje dura casi dos horas. Luego trabaja seis en el metro. Después, el regreso a casa.

Compra los audífonos por cinco pesos y los vende a diez. En el día mejor remunerado que le ha tocado en la vida, dice, vendió alrededor de 200 audífonos, con lo que ganó mil pesos. Ahora, con tanta policía, el negocio se está volviendo más complicado. El día en que la entrevisté, a las tres de la tarde —vuelve a su casa a las cuatro—, había vendido 80 pesos de mercancía, para ganar 40. “No me sale mucho. Tengo que pagar la renta de la casa y los pasajes en transporte. Si como una comida corrida, cuesta por lo menos 30 pesos”. Si se conforma con una torta, diez pesos. Figueroa mantiene a su esposo, que también trabajaba de vagonero hasta que se fracturó el cráneo en un accidente.

No estudió ni la primaria. Aunque ha salido en los diarios que el Gobierno va a ofrecer dinero y programas educativos a los vagoneros hasta que encuentren otros empleos, Figueroa califica la noticia como “un dicho”. Agrega: “El dinero que supuestamente iba a llegar a los compañeros nunca llegó”. Enfatiza que el dinero está en el presupuesto del Gobierno. Le gustaría saber en qué bolsillos cayó.

No tiene un plan B por si las cosas se ponen aún peores. “¿A mi edad?”, pregunta, “¿quién me va a contratar?”. Tiene siete hijos. Los cinco varones —casados y con sus propias familias— también son vagoneros. Las dos hijas son vendedoras igualmente, pero no en el metro. “Trabajan en los camiones.”

A Figueroa, como a muchos de sus compañeros, le ha tocado caer a manos de uno que otro de los 1.200 policías. Por lo general, les dan a los vagoneros una de dos opciones. O pagan una multa de 660 pesos —“no la pagamos de todos modos”, dice— o pueden pasar trece horas en El Torito, donde también caen los que están agarrados por el alcoholímetro. En otras ocasiones, en lugar de las dos opciones, la policía le ha decomisado su mercancía. No hay devoluciones.

¿Pensaría el Gobierno que, con el aumento del precio del metro, los usuarios repentinamente van a volverse más adinerados? ¿O que los vagoneros, deportados del metro, van a desaparecer de la Tierra? Durante un tiempo, dice Figueroa, la policía estuvo muy agresiva con ellos. Ella percibe que la situación se está calmando, y que ahora hay un cierto respeto y tolerancia.

Tiene la esperanza de que los policías se van a ir después de un tiempo. “Si nos iban a sacar”, opina, “ya nos hubieran sacado”. Figueroa cree que no pueden estar en el metro en plan permanente. Es más, hay muchos vagoneros; según los reportajes, alrededor de 2.500. Algunos ratones van a aventajar a los gatos. “¿Quién nos va a vigilar?”, pregunta. “¿La FBI?”

David Lida

David Lida es periodista y autor de tres libros, dos en inglés, First Stop in the New World y Travel Advisory, y uno en castellano, Las llaves de la ciudad. También ha editado otros dos: El gringo a través del espejo y, con Guillermo Osorno, ¿En qué cabeza cabe? Publica con regularidad en The New York Times, Reforma, Travesías, Letras Libres y Etiqueta Negra.