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La corona y el futuro

Los invitamos a conversar el mismo día de la proclamación de Felipe VI, a cuya ceremonia y posterior recepción han asistido hace pocas horas, por una razón muy específica: porque son amigos. Liberados de sus trajes de gala y de sus respectivas responsabilidades sociales, charlan sobre los acontecimientos de los últimos días con la convicción de que algo especial acaba de ocurrir. Está ocurriendo. Y ocurrirá.

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Enric Juliana: Yo tengo la sensación de haber vivido una situación que se podría visualizar en tres planos: alfonsinismo municipal; toda esa escenografía oficial en el centro de Madrid, las banderas españolas muy reiteradas, en algunos casos exageradas. Luego, la configuración y decoración del Congreso, la atmósfera y la propia personalidad de su presidente, y una tensión con el mundo de la Transición, porque de lo que se trataba en buena medida era de pasar página. Y luego el discurso del nuevo Rey, intentando una nueva caligrafía con palabras y expresiones que buscan una conexión con las nuevas generaciones, sin poder hacer ninguna transgresión y andando con pies de plomo con el pasado y con la propia Constitución, que dice —así se interpreta— que el Rey no puede apartarse de la línea política del Gobierno. Él ha intentado tejer su propio mensaje, y yo creo que lo ha hecho con eficacia formal y de contenidos. Ha sido un discurso llamado a golpear las conciencias. Marca un horizonte.

José María Lassalle: Estamos hablando de un momento cero; yo también tengo la sensación de que hemos rebasado inconscientemente una línea que deja atrás claramente el siglo XX. El día de hoy es, creo que para todos, especial. Con cierta indiferencia en el ambiente y también con pulsiones de vivencias colectivas muy intensas, incluyendo la propia geografía urbana que ha reproducido esas vivencias. Me quedo con la idea de que estamos fijando un horizonte aún incierto pero claramente de un siglo nuevo; estamos ya, al fin, en el siglo XXI. La insistencia del príncipe, ya Rey, en hablar de una nueva generación como protagonista de los cambios que estamos viviendo y asociarlos a la pieza más elevada de la arquitectura institucional del país ponen de manifiesto que hay una especie de hoja de ruta que él ha identificado a través del relato de “una monarquía renovada para un tiempo nuevo”. No sé cuál va a ser la decantación de ese elemento especial; espero que no sea un apocalipsis feliz, como el que se describía a principios del siglo XX en la Viena finisecular, que sea otra realidad. Pero hemos vivido un momento especialmente feliz en el sentido clásico del término.

EJ: Yo creo que hemos vivido un momento interesante. A partir de hoy hay algo nuevo, una voluntad. La propia expresión, que el Rey ha utilizado dos veces, de “monarquía renovada” quiere decir que la monarquía está, en un grado u otro, oxidada. Lo de “un tiempo nuevo” se puede entender de muchas maneras —es casi un concepto que suena a algo entre el lenguaje del PSOE y el lenguaje de la Iglesia—, pero en cualquier caso expresa la voluntad de que empiece una época con un orden más justo. Ahora se plantea una paradoja muy particular, porque existe una cierta demanda al Rey “para que ayude a arreglar un poco esto”. En 1975 la petición fue la inversa: “Usted, Rey, deje que los partidos sean los que dirijan la situación”. La petición se invierte cuando hay problemas. Sin embargo, la Constitución no autoriza al Rey a gobernar, por tanto, ¿cuál es el margen real del Rey para cumplir este requerimiento que una parte importante de la sociedad le hace y que él acepta con su discurso? Él ha insistido en ello, porque ha habido un momento en que dice: “La monarquía tiene funciones que van más allá, como es la de interpretar el momento”. Aparece un Rey intérprete y nos coloca ante una posible dimensión nueva de la dialéctica política. La cuestión es si el actual Gobierno está preparado para un Rey intérprete.

JML: En primer lugar, el nuevo Rey ha citado la idea de que el servicio público se basa en la ejemplaridad. La ejemplaridad en un terreno ético y personal, que permita la construcción de una auctoritas y que eso genere un liderazgo no explícito sino inconsciente, reflejo de lo que el pueblo espera de quienes ejercen la función de gobernar. Y, en segundo lugar, ha hablado de escuchar e interpretar a la calle, de establecer una comunicación con las corrientes más subterráneas que fluyen cotidianamente. La única institución que es capaz, en el siglo XXI, de articular realmente una combinación de sismógrafo emocional y de apelación a un orden arbitral que permita eliminar tensiones colectivas que nos pudieran conducir a abismos que nadie desea es la monarquía parlamentaria. Ahora tenemos la tarea de encontrar cauces de concordia colectiva y plasmar un proyecto colectivo renovado, encarnado por una corona muy consciente de cuál es su papel arbitral en una sociedad infinitamente más compleja que la de 1975.

 

El Estado Mental: Hemos hablado de un momento cero, pero a ello se llega desde un grado positivo o negativo. Esto ha sido una precipitación de acontecimientos. Hace veinte días no había pasado ni nadie suponía que fuera a pasar. Se ha producido, aparentemente, una situación de emergencia que ha generado un corrimiento en el que todo parece improvisado. Es cierto que las circunstancias que propone el nuevo discurso son aprovechables, pero ¿qué función cumple ahí la clase política? Da la impresión de que en el fondo ocupa un lugar secundario y que simplemente se pregunta qué pasa ahora.

EJ: Hay un relato oficial que apunta a una decisión tomada desde enero. Yo no digo que no fuese así, lo que sí que parece es que todo se ha precipitado por una acumulación de factores como la crisis económica, el desgaste objetivo del sistema institucional —que se observa desde hace meses— y la situación de Cataluña, evidentemente, con un calendario en principio cerrado y muy concentrado en el próximo otoño; un calendario maya catalán que no sé si se va a cumplir. Y luego está el resultado de las elecciones europeas. Es verdad que si se observa el calendario político español, la ventana de oportunidades acababa en junio, porque en otoño vienen las cuestiones que se plantean en Cataluña, luego los prolegómenos de las elecciones locales, luego las elecciones generales y nos vamos ya a una nueva legislatura. Por tanto, si esta decisión estaba tomada o medio tomada, el único momento para ejecutarla era ahora. Respecto a las elecciones europeas, lo que ha ocurrido es que la propia abdicación del Rey ha amplificado y le ha dado profundidad al mensaje de las europeas: “Señores, el sistema está en jaque. Tanto, que el Rey abdica”.

JML: La abdicación creo que es un acontecimiento simbólico. Supone un fin de ciclo. Y supone también la constatación del agotamiento de un reinado de cuarenta años, lo cual significa que casi tres generaciones confluyen en un período en el que se produce una necesidad —como planteaba Polibio— de regeneración de tejidos necrosados. Nosotros no somos una monarquía como la británica, que ya no tiene que demostrar su continuidad porque forma parte de la psicología colectiva del país; nuestra propia democracia ha tenido todavía que seguir revisitándose para acreditar que está apegada a los hechos cotidianos. Estoy totalmente de acuerdo en que hay cierta conexión emocional entre el resultado de las elecciones europeas y la abdicación. Hay una tarea colectiva de volver a resituar la sincronía entre las instituciones y el sentimiento colectivo. Hay una ventana de oportunidad, y creo que es una responsabilidad que tienen que encabezar —a mí no me gusta utilizar la expresión “clase política”— los propios políticos.

EJ: Lo que esta situación nos explica es que España, en el concierto europeo, sigue presentando una singularidad. Alain Minc, empresario y hombre de la literatura francesa, amigo y asesor de Mitterrand, hace unos meses entona, casi un poco enfadado: “No acabo de entender cómo los españoles, cada X tiempo, cuando tienen una sacudida interna, tienen que replanteárselo todo”. En la política francesa la última vez fue con De Gaulle y ahí lo han dejado. Lo cual no quiere decir que no se lo tengan que replantear en un futuro, porque no es que la situación allí sea una balsa de aceite. En Italia, aparentemente tan movida, la Constitución de 1948 sigue ahí; han tocado unas comas, pero en realidad no han cambiado nada. En cambio aquí, cuando entran en crisis los mecanismos de conexión entre el poder y la sociedad, surge esto de que hay que removerlo todo.

 

EEM: España parece ponerse en vanguardia cada 30 años. Aquí se viven las cosas con un sentido de la intensidad y la profundidad transformadoras; así, la muerte de Franco permitió cambiar de régimen, mientras seguían existiendo Pompidou o Andreotti, que eran los ‘Francos’ de sus pueblos. ¿Qué hace que este país, en este momento, vuelva a estar en vanguardia ante la posibilidad de encontrar una salida organizada?

JML: Estamos celebrando el centenario del nacimiento de Julián Marías, que escribió La España inteligible, un esfuerzo por interpretar la historia de España a través del raciovitalismo orteguiano. Yo no sé si nuestra historia es inteligible, pero sí es verdad que Marías se plantea una reflexión sobre el carácter futurizo de España. Es decir, España se identifica como proyecto, siempre. Hay una parte de nosotros que no acaba de colmatarse completamente, y ése no llenar claramente lo que queremos ser genera una pulsión indeseada y al mismo tiempo deseada. Es curioso que un país como España y una lengua como la nuestra haya generado la expresión ilusión; no existe en ninguna otra lengua este elemento ilusorio. El español necesita reinventarse. Generacionalmente, hay una pulsión por reinterpretar nuestra sincronía con el tiempo. Y a mí me parece que ésta es una clave interpretativa idónea para entender el momento que estamos viviendo. Hay una sensación de que la Transición se ha agotado, de que las urgencias, emergencias y necesidades que existían después de la dictadura implican, cuarenta años después, una necesidad de afrontar otros retos. España es un país complejo, rico, poliédrico, a caballo entre una mediterraneidad, un carácter africano pero al mismo tiempo europeo, y sin olvidar que nuestra pulsión más proyectiva —desde un punto de vista histórico— fue América. Este nivel de complejidad le exige el esfuerzo de estar siempre en coherencia consigo misma, frente a otros que no lo necesitan porque ya están cómodamente instalados en una coherencia que encontraron hace mucho tiempo.

EJ: Es verdad. Y creo que en estos momentos hay un factor muy importante: la generación más joven no ha sido tan maleducada como el tópico construido estos últimos años ha querido hacer presentar. Yo no soy pedagogo ni experto en la materia, y probablemente haya ahí lagunas y problemas, pero ahora creo que el cambio en el modelo educativo español se ha traducido en una ciudadanía —que empieza a ser mayoritaria en términos demográficos— con un alto nivel de civilidad como este país no había conocido nunca. Con civilidad quiero decir también paciencia. Ahora, esta generación, o generaciones, porque ya no es sólo una, ante la magnitud de los problemas que se están acumulando, han dicho: “Queremos tomar la palabra porque está en juego nuestro porvenir”. Y eso es lo que está entrando en escena, no en un único programa —son programas políticos diversos, incluso contradictorios, y hasta puede que antagónicos—, sino en propuestas que van desde el 15-M o Podemos hasta los sectores de centroderecha del PP, que creo que existen y que están empezando a decir: “Todo esto hay que hacerlo de una manera distinta”.

 

EEM: Nosotros, como meros transmisores, vemos que hay una percepción de la clase política como un obstáculo. Volvemos a decir lo de clase. Y lo de obstáculo. Es decir, una clase política que se ufana y enorgullece de que no cuenta con ninguno de sus miembros que tenga la suficiente altura moral como para ser Presidente de la República. En estos momentos se está produciendo una campaña para que las ilusiones de la gente se tergiversen, se llenen un poco de mierda, se pierda esa autoridad moral que la propia clase política reconoce no tener. Hay un gran vacío, y no sabemos si estáis de acuerdo en que es un problema hoy en día.

JML: Yo no creo que la clase política sea realmente un obstáculo. Ni creo que los políticos funcionemos en términos de “clase”; para poder articular mecanismos de clase tendría que darse, en términos marxistas, una clara conciencia de percepción, de que se forma parte de una. Y por lo menos algunos no tenemos esa idea porque tratamos de mantener una conexión cotidiana con el elemento del que provenimos, que es el pueblo. En nuestro caso, la mayoría de los que participamos en funciones de representación o, en mi caso, de gobierno, provenimos de una clase media que comparte muchos de sus elementos de civilidad, paciencia, tolerancia, percepción generacional de que es necesario seguir afrontando un esfuerzo de renovación cotidiana, de ejemplaridad, de servicio público…, de categorías republicanas, en el sentido clásico del término. No creo que la educación sea un problema en este país. Una parte de nuestros egresados o licenciados o universitarios que a veces no encuentran trabajo en España lo encuentran en otros países. Yo soy profesor universitario y siempre encuentro, curso tras curso, a grupos de personas que ya traen a sus espaldas las lecturas correctas, las películas que hay que ver, la poesía que hay que interiorizar, la percepción y la cosmovisión del mundo que es necesario tener para poder operar con unos ciertos rudimentos de normalidad. Y eso, curiosamente, se da hoy de una manera muy plástica y muy cotidiana.

EJ: A ver. El término “clase política” aparece ya hace unos cuantos años, antes de la crisis, y aparece en la prensa en términos incluso un poco de compadreo con la política. Sin ganas de ofender. Hasta que esto muta en estos dos últimos años. A título anecdótico diré que el primer lanzamiento al mercado de la idea de “la casta”, en los términos en que se está hablando hoy, lo hacen los italianos. En Italia tuvo mucho éxito un libro escrito por dos periodistas del Corriere della Sera que se titulaba La casta y brindaba una descripción muy pormenorizada de los privilegios del estamento político italiano, con unas prebendas que superan de largo la clase política española. Luego todo esto ha ido evolucionando porque la crisis ha descarnado algunos aspectos importantes del funcionamiento del sistema. La complicidad de los partidos políticos con las cajas de ahorro en este aspecto ha sido un punto muy crítico. Lo que pienso que ha ocurrido es que cuando hay una situación de crisis se han de buscar chivos expiatorios; alguien tiene que cargar con la culpa, y ésa es la clase política. Hay elementos injustos en esa crítica, pero a la vez hay otros a los que veo salir un poco de rositas. Lo que pienso que ocurre también es que, por primera vez desde 1977, reaparece en España el antagonismo como categoría política. Desde 1977 para acá vivimos dos fases: el consenso y lo que se vino a llamar la crispación, que era como una especie de agitación controlada en la superficie de la política. Ahora aparece por debajo un antagonismo, con el que creo que habrá que convivir un largo periodo.

JML: Es la constatación de que la crisis económica y social ha generado unos niveles de malestar colectivo, de frustración importante, que se canalizan lógicamente en la política, y en una interpretación de los mecanismos que tiene la política para transformar el mundo muy por encima de sus posibilidades reales. En los años ‘30, después del famoso crack del ‘29, las democracias liberales desaparecieron de Europa, se asentaron los totalitarismos y desembocamos en una Guerra Mundial. Ésa fue la consecuencia, a la que evocó una crisis tan grave como la que hemos vivido a partir del año 2008 en los países occidentales y particularmente en Europa. Pero a diferencia de lo que pasó entonces, nuestra institucionalidad democrática no se ha roto. Se han producido desequilibrios muy fuertes, pero la civilidad —o civilización democrática— no se ha roto, porque han existido también reaseguros que ese antagonismo, esa frustración, ha sido capaz de reconducir salvaguardando ciertos elementos de cohesión. Es verdad que se han producido efectos de emergencia como la antipolítica o el populismo…, pero no se ha roto la paz social. Es verdad que algunos políticos se han visto afectados por situaciones que generan repugna social y malestar, pero, insisto, no construyen un relato sistémico que permita identificar que hay una auténtica podredumbre. La inmensa mayoría de políticos formamos parte del modo cotidiano normalizado de existencia. Vamos andando, nos movemos en metro, tenemos parientes que están en paro, que sufren la crisis económica, y nosotros también, de una manera más o menos próxima. En modo alguno somos criaturas alejadas de esa triste normalidad que forma parte del día a día. A mí me importaría más tratar de reflexionar sobre qué es lo que ha sucedido en el ámbito de los medios de comunicación, de la construcción de modelos de opinión pública bastante asentados sobre criaturas imaginarias y no conceptuales, más pegadas a una pornografía de la imagen que a una auténtica reflexión teórica. El propio debate sobre la transparencia, que al fin y al cabo está al servicio de un debate público informado, nos plantea la urgencia de pensar: ¿Realmente la transparencia sirve a un debate público informado, o a procesos mórbidos de venta masiva o generación de tráfico en internet alrededor de noticias muchas veces no contrastables?

EJ: Yo creo que España está siendo víctima de una sucesión de burbujas: la inmobiliaria, la de la tarifa eléctrica, los costes difíciles de pagar de los planes de renovación de armamento —tema del que se habla menos—, y también de la burbuja mediática. En este período de teórica bonanza efectivamente empezaron a salir unos personajes que llevaron al extremo las técnicas de las teorías de polarización de la opinión pública que se estaban ensayando años antes en Estados Unidos. Con una diferencia importante: que EE. UU. es un país-continente en el cual estas técnicas dan cierta vertebración política al país; los que están en una liga, los que están en otra. Cuando le aplicas estas inyecciones de polarización a un solar más reducido y con unos antecedentes históricos como los nuestros, las consecuencias son otras. Hubo un tiempo en que la gente escuchaba según qué cosas por la radio y las interpretaba como algo exageradas o graciosas; era como asistir a una especie de teatro del guiñol. Pero llega un momento en que la realidad de fondo se estropea y la polarización empieza a enraizar en la sociedad. A mi modo de ver, esto tiene dos perspectivas sobre las cuales creo que el país todavía no ha tomado una decisión, y veremos cómo evoluciona en los dos próximos años. Una tiene que ver con nuestra propia tradición histórica en la que el antagonismo acaba derivando en una especie de guerra de guerrillas en términos políticos que fortifica al partido de orden. Es decir, por un lado tenemos al partido de orden que da seguridad a unas clases medias que han sido perjudicadas por la crisis pero que todavía tendrían muchas más cosas que perder en una situación de inestabilidad política crónica, sobre todo ante la posibilidad de que el antagonismo ponga en cuestión algunas cosas referidas a la propiedad —lo cual es fundamental en un país en que el 85% de la población es propietaria de la vivienda—, y entonces se acaba produciendo una especie de coagulación alrededor del partido de orden. La otra opción es que se tomasen decisiones tendentes a una mayor apertura de la competición tanto en términos territoriales —y ahí podíamos ir a parar a la cuestión de Cataluña— como políticos. Pongo un ejemplo: a mí me llama poderosamente la atención el hecho de que en España nadie plantee abiertamente la elección directa de los alcaldes. Y digo esto porque las elecciones municipales van a remover el suelo el próximo año. La elección directa de los alcaldes —experimentada en algunos países de Europa— ha tenido efectos bastante benéficos en el sentido de que ha estimulado la competición política. Ha obligado a los partidos a abrirse, a hacer una nueva recluta de cuadros entre gente con prestigio, gente votable. Pero veo pocas ganas de hacer esto. Entonces me temo que vayamos a una dialéctica partido de orden-guerrilla antagonista.

JML: Yo creo que es muy complicado poder aventurar el desenlace electoral a medio plazo, porque el nivel de emocionalidad, de complejidad antagónica, de tensiones que han tenido su reflejo en las elecciones europeas requiere un poco de tiempo más para saber cómo va a decantarse. Es verdad que existe en el seno de la sociedad española una fuerte corriente de insatisfacción social. Las causas tienen que ver probablemente con la ruptura de un relato de éxito colectivo. Aquí, desde la Transición hasta la crisis del 2008, se construyó con sus altibajos la idea de que habíamos acertado con el modelo de país. Y eso se ha puesto en cuestión. Antes lo apuntábamos en determinados estratos generacionales. Hoy se ha producido algo que, por retomar la idea inicial, plantea la posibilidad y la hipótesis de que hay una hoja de ruta de renovación y de cambio que haga que todos, en cada uno de los ámbitos en los que nos movemos, afrontemos una renovación en el ámbito de la economía, de las relaciones laborales, educativas, universitarias, profesionales, empresariales, territoriales, institucionales…

El miedo vuelve a ser una categoría cotidiana, y no sabemos cómo puede operar, si hacia una potenciación de la estabilización o hacia la búsqueda de válvulas de escape emocionales que articulen alternativas antagónicas y antisistema mucho más fuertes de las que en estos momentos estamos viviendo. La frustración comienza a ser una categoría operativa en determinados entornos de marginalidad o de aparente marginalidad, casi a veces más intelectual que social. No recuerdo quién decía que es peligrosa la aventura en los pueblos que son viejos. Volvemos a sentir cómo el suelo se quiebra, y hay evidentemente arenas movedizas a nuestro alrededor, y eso requiere gestionar la atención cotidiana de una manera mucho más racional de lo que habitualmente nos planteamos. La traducción política de todos estos fenómenos hace reconocible una absoluta incapacidad para saber si vamos a volver a un modelo moderantista como el del siglo XIX, que cabalgue entre el antagonismo que planteabas, de un partido de orden y las guerrillas, o hacia una apertura competitiva.

EJ: Las próximas elecciones locales van a ser problemáticas porque la erosión de los partidos se produce sobre todo a escala local y regional.

 

EEM: Ahí es donde está el quid de la cuestión. Se están haciendo movimientos para el mantenimiento del sistema, para la renovación y la puesta en circulación de nuevas posibilidades de continuidad, pero al comportarse el sistema como toda una organización en sí mismo, lo que no se vislumbra es cuál es la oposición. ¿Quién se enfrenta y desde qué punto de vista, y con qué energía o fuerza se puede cuestionar lo que el sistema vaya decidiendo? ¿Asistiremos como meros observadores a una serie de pactos y negociaciones entre muros? ¿Quién es hoy la oposición?

JML: El poder local, por su propia naturaleza, es un poder que está en contacto con la realidad, porque el alcalde, el concejal, son conocidos y cotidianamente se ven con sus vecinos. El problema de este modelo está asociado a eso que se ha denominado burbuja inmobiliaria. En determinado momento, los municipios podían acumular recursos para hacer proyectos locales que daban el bienestar cotidiano que la gente disfrutaba, con una piscina, un polideportivo, un centro cultural, un paraninfo y con actividades de todo tipo que incluso permitían financiar viajes de Imserso paralelos a los del propio Imserso. Esa situación se ha roto y ha generado unas disfuncionalidades que han puesto en evidencia problemas muy profundos de su propio funcionamiento. Pero el poder local tiene dentro de sí una capacidad de control popular, especialmente fuera de las grandes ciudades. Y en este país, como decía Ortega, fuera de Madrid todo es provincia. Ése, creo, es un terreno en el que la presión de los antagonismos se traducirá en una obligación forzosa de hacer bien las cosas.

Pero no creo que el problema esté en los ayuntamientos. Creo que es una cuestión más de fondo, que tiene que ver con el propio diseño territorial, con el concepto de relación centro-periferia que se ha ido generando como una decantación distinta de la que inicialmente previeron nuestros constituyentes en 1978. Lo que ha ocurrido es que se ha ido construyendo una especie de jacobinismo territorial que ha generado modelos —las cajas de ahorro y los poderes autonómicos; las elites autonómicas, territoriales y provinciales— donde sí existían mecanismos de enquistamiento casi generacional, y que estos han ido suplantando la identificación del problema político del conjunto con uno que era, en mi opinión, más territorialmente autonómico que estatal e incluso municipal.

EJ: Sí, probablemente el sistema de competición que se abrió en 1977 entre los dos partidos principales ha conducido a eso. Yo creo que el sistema de autonomías, contrariamente a lo que se cree, de que fue una cosa muy decidida desde arriba —y que finalmente sí fue decidida desde arriba, pero habiendo existido una presión desde abajo por parte de las élites locales que deseaban cierta autonomía—, generó algunos cambios muy importantes que no se pudieron hacer a escala nacional, donde todo estaba muy pactado. Las tensiones de competición fueron mayores en el caso, muy manifiesto, de Andalucía. La impresión que tengo en estos momentos es la siguiente: España ha sufrido un shock extraordinario en términos estratégicos; nos ha pasado casi lo que a la selección de fútbol: un país que parecía orientado, que era una potencia medio alta, se convierte en diez años en un país medio bajo. Y esto todavía está en fase de digestión, porque los problemas materiales de este cambio no están resueltos todavía. En estos momentos España tiene unos grupos dirigentes que siguen soñando y viendo la posibilidad de recuperar esa dimensión de la potencia medio alta, porque de alguna manera ellos viven en el interior de esa dimensión. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a las empresas del Ibex 35. Y, por otro lado, hay una parte de la sociedad que está abandonando esa idea sobre el país y sobre sí mismos porque ya no se ven como ciudadanos de una potencia medio alta. Esto va a crear conflictos; los está creando ya. La tentación, creo, de los grupos dirigentes es efectuar una serie de reformas que de alguna manera parcheen los problemas de legitimización que puede tener hoy el sistema: “Es evidente que hay que retocar cosas, pero sobre todo para asegurar que el Estado Mayor está en capacidad de tomar decisiones estratégicas, y que no nos molesten demasiado”. O sea: “Cuidado con el democratismo, que no nos moleste, porque aquí hay que tomar decisiones transoceánicas”. Pero por el otro lado está el sector de la población que ha renunciado a la fantasía transoceánica y que dice: “Oye, ya que no puedo decidir casi en nada, déjame decidir en alguna cosa”. Y ahí viene la extraordinaria socialización que estamos viviendo estas semanas del derecho a decidir, que ha atravesado el río Ebro y ahora está recorriendo España con significados diversos, porque cada uno adapta ese “derecho a decidir” a su medida. Va a venir esta contradicción. Vamos, creo que ya está instalada.

 

EEM: En ese sentido se ha producido una ruptura a nivel básico, más grave por la base que por la superestructura. Un conflicto que requiere de una puesta en escena a su vez emocional: hay que volver a entenderse, a quererse, a recuperar aquello que fuimos… Se puede hacer una cirugía ocasional, retrasar dos años —o tres o cinco— determinados asuntos pendientes, pero ahí hay algo que reparar que no tiene otra vía que la emocional. ¿Cual sería ese relato que nos podemos contar para volver a tener una relación emocional?

EJ: Yo lo voy a decir muy sintéticamente: hemos de separarnos un poco para volver a reencontrarnos.

 

EEM: ¿Un tiempo de relax?

EJ: De mayor competición. La competición separa. Competición territorial: que vengan costuras más anchas…, para equivocarse incluso. Competición política, empezando sobre todo por los niveles locales. Que se pueda polemizar, pelearse un poco más incluso, en un marco de normas democráticas. Que el médico más conocido del pueblo se pelee con el arquitecto más conocido del pueblo porque uno es el candidato del PSOE y el otro es el del PP. O sea, que se produzca una especie de separación que a la vez lleve a un reencuentro.

JML: Creo que lo que tenemos que hacer es tratar de digerir la experiencia colectiva de todos estos años. Nos hemos creído probablemente un país por encima de nuestras posibilidades, ha habido una fractura que la crisis ha hecho palpable y que nos ha colocado en nuestro sitio y que nos obliga a revisitarnos, a tratar de identificar nuestro papel en el siglo XXI. Hay que asumir que ni todo nos ha ido tan bien, ni todo nos ha ido tan mal. Y encontrar un equilibrio que nos permita —siendo conscientes de cuáles son los puntos sólidos que todavía existen dentro de la geografía emocional de nuestro país— orientarnos hacia un futuro en el que nos podamos encontrarnos todos cómodamente instalados. Pero asumiendo que ya nunca van a ser las cosas como las vivimos anteriormente. La ilusión colectiva surgida durante la Transición, y el relato de éxito posterior, ya no se van a producir porque este país ha envejecido en su experiencia. Debemos renunciar también a un cierto utopismo anacrónico. El siglo XXI no puede ser utópico. Pasan demasiadas cosas al mismo tiempo donde los elementos de conexión de nuestra realidad española con otras muchas realidades nos obligan a tener que saber correctamente cuáles son las coordenadas en torno a las cuales poder ubicar nuestro pensamiento. Esto exige un cierto sosiego intelectual. A mí me preocupa la excesiva emocionalidad que existe en estos momentos en todos los ámbitos de los relatos que están operando en el conjunto de la sociedad. Como entremos en mecanismos de frustración colectiva vamos a convertir la aceleración en un problema. Cito a Nietzsche: “Cuidado con aquél que se asoma al abismo porque el abismo se puede asomar en él”.

EJ: Yo ahí te voy a discutir. Existe esta constante española de tener miedo a nosotros mismos. Hoy acabamos de asistir a una sesión parlamentaria en la que uno de los puntos interesantes del discurso del nuevo Rey ha sido recordar que él es el primer Rey constitucional que jura como tal, no encadenado en una situación de excepcionalidad. Él lo ha planteado como un mérito; y es verdad, lo es. Pero seguimos teniendo miedo a nosotros mismos. No es verdad que éste sea un país cuya fase como potencia media alta haya sido sólo el sueño de una noche de verano. Se ha desvanecido en bastantes aspectos, pero en otros no, porque se conservan estructuras muy potentes; se conserva, sobre todo, una articulación entre grupos dirigentes de la administración y la economía objetivamente fuertes. Por lo tanto este país tiene ante sí un programa, o un intento de programa, que requiere y reclama, punto número uno, dejarnos hacer. Punto dos: esto a su vez viene potenciado por otra realidad, la europea, que es la del estado de excepción en estos momentos, porque el euro ha estado a punto de estallar. Y lo que en verdad existe en Europa entre sus distintos planos de realidad es que el sur europeo de una forma u otra está siendo comisariado, y otros están siendo tutelados o vigilados. Esta dinámica confiere a los gobiernos nacionales un papel nuevo: los señores que nos vigilan la situación. Eso redunda en esta idea de decir cuidado con nosotros mismos, porque aquí hay unos elementos básicos que hay que preservar y unas directrices que hay que seguir. Y esto a su vez encuentra una respuesta crítica, con rasgos de antagonismo. La gente dice: “Yo por aquí no me siento muy representada”. Planteémoslo a la inversa: quizá la manera de conjugar la conflictividad interna sea abrir las puertas de la competición y que sea la propia sociedad la que comprenda cuáles son los límites de su propia capacidad de generar conflicto.

 

EMM: Cada 40 años volvemos a empezar de nuevo; lo hacemos desde hace siglos. Así, volvemos a esa situación que planteábamos antes: de pronto esta sociedad se enfrenta con toda la naturalidad del mundo, y con una visión muy pacífica, pues la violencia ha desaparecido por completo. El resto ya es el chantaje que nos queremos hacer a nosotros mismos. O el que las élites intentan hacernos.

JML: No sé… Yo creo que es verdad que el conjunto de cualquier sociedad madura necesita reproducir los procesos que los individuos aisladamente viven en su propia vida, que es reformulando el proyecto que cada uno de nosotros somos. Y lamento ser tan orteguiano, pero si nuestra biografía tiene un carácter no velado, es verdad que tenemos que estar muchas veces reinventándonos para poder comprendernos en nuestra identidad. Tenemos que encontrar mecanismos para gestionar eficientemente la complejidad y no morir ahogados en ella. Es evidente que cada X años —no sé si cada dos, tres, cuatro o cinco décadas— es necesario que los pueblos tengan también que revisitarse a sí mismos; como las personas individualmente, tratar de interpretar cuál es su instalación en la identidad que cada uno manifiesta, exterioriza. Pero creo que deberíamos ser capaces de poner eso en comunicación con nuestra propia experiencia colectiva. Habiendo acertado en la idoneidad de la democracia, y en sus mecanismos, su representatividad, a través de los cuales canalizamos nuestras aspiraciones, lo que no podemos es ser víctimas de una especie de ficción utópica que nos puede hacer creer que la democracia absoluta es la única fórmula de interpretación correcta de la realidad. La democracia no es decidir a golpe de clic o en un relato discursivo de 140 caracteres. Es mucho más, afortunadamente. No se puede desenvolver a golpes de blanco o negro, sino de elementos de grisura que implican satisfacciones recíprocas, porque la convivencia, a medida que la complejidad y la civilización crece, se hace necesariamente más encauzadora de la insatisfacción.

EJ: Estoy de acuerdo con estas expresiones, pero también te quiero rebatir. Es ilusorio pensar que después de lo que ha pasado en España la gente se vaya a quedar impasible esperando a que los grupos dirigentes resuelvan. Esto forma parte del terreno de la ilusión, de esa palabra que tú antes mencionabas y que es específicamente española. No va a ser así; no está siendo así. Creo que estamos asistiendo a un crecimiento y a una cierta articulación política —ya veremos con qué grado de sabiduría e inteligencia por parte de los que lo lleven a cabo— de carácter radical democrático. Sobre este punto quisiera hacer una precisión. Si estamos preocupados por el retorno de nuestros fantasmas, atendamos a un hecho. Hace 70 años, la pulsión fuerte de carácter radical en España afectaba o tenía como punto de incisión la propiedad. En estos momentos de la propiedad no habla nadie. Este país es de propietarios, y el primero que empiece a cuestionar la propiedad creo que va a tener un problema. De lo que se está hablando es del alcance de las decisiones y de los mecanismos de decisión. Por lo tanto vuelvo al tema del famoso “derecho a decidir”, que expresa algo, conecta con algo que existe. Si te han timado con las preferentes, no te las van a devolver. Te van a devolver el 60% si tienes suerte. Y eso no tiene vuelta de hoja, porque tú estás sancionado por la Comisión Europea. Si el municipio toma la decisión equivocada, con el voto de la gente se puede corregir. La gente reclama una cierta esfera, casi te diría que reclama propiedad, otra forma de propiedad. Vuelvo al principio: creo que en el discurso hoy del Rey había, como mínimo, un oído atento a eso.

JML: Es cierto que hay una pulsión de reapropiación de la realidad, de que la gente quiere asumir una capacidad de decisión mayor sobre los espacios en los que su voluntad confluye con otros. Eso es algo constatable. Sin embargo, esa reapropiación requiere una puesta en lógica de aquello a lo que uno quiere abocar su voluntad. Nos falta el para qué, nos falta el objetivo final, y nos falta probablemente la propia identidad colectiva que queremos construir. Digo esto porque todo este proceso de reapropiación de la realidad tiene mucho que ver con la construcción de las identidades en un mundo de virtualidad, donde las personalidades se construyen fundamentalmente en la red, donde los conceptos nos colocan en la relación del hombre con la realidad, que es lo que regula la propiedad. El problema de hoy —y por eso entronca con lo que he dicho antes del clic y del tuit de 140 caracteres— es que la realidad no es una realidad cosificada, tocada, sino que en gran medida es una realidad ficcionalmente virtual. Y el democratismo aparente de la red —y por tanto de una identidad y de una personalización apropiativa en el marco de la red— no se puede proyectar en un ámbito tan importante como es la convivencia cotidiana, donde estamos sensiblemente intercambiando nuestras vidas, que es la vida colectiva, la vida en la plaza pública. Por eso planteaba: cuidado con un democratismo utópico que nos haga interpretar que las claves de resolución de los conflictos de la complejidad en el siglo XXI se puedan salvar como se salvan en una conexión de chateo. Vamos a tener que ser extraordinariamente tolerantes con nosotros mismos. No podemos pretender imponer que las cosas se resuelvan, insisto, en tiempo real, porque el tiempo real sólo existe en la ficción de la realidad virtual que es internet.

EJ: Sí, pero, José María, estando de acuerdo con que la capacidad de expresión digamos que en los últimos 30 años no ha mejorado de una forma ostensible, en cambio la educación cívica, el democratismo, ha penetrado en la mentalidad de los jóvenes de España, sean de un lado o de otro. Y esto es así, y no sólo a las nuevas generaciones, tampoco a los jubilados —que son los más radicales, porque el problema de la propiedad ya casi no les preocupa— se les va a poder hurtar de disponer de mayores ámbitos de decisión. Lo contrario lo veo complicado; no podrá hacerse en nombre de un dirigismo inteligente ante las complejidades del siglo XXI. Yo creo que los grupos dirigentes españoles, particularmente los que hoy están representados en el Gobierno, tienen una fuerte querencia por esta visión, conciben el país en términos muy proyectuales, con un deseo profundo de reparar la avería y de relanzar el barco en alta mar, y por lo tanto tienen miedo de que la tropa empiece a organizar asambleas y nos distraigamos. Pero creo que la tropa va a tener que celebrar asambleas para que las cosas funcionen mejor.

Enric Juliana

Enric Juliana (Badalona, 1957) es periodista. Es director adjunto de La Vanguardia y cronista político y parlamentario de dicho periódico en Madrid. Ha publicado los libros La España de los pingüinos (2006), Modesta España (2012) y España en el diván (2014).

José María Lassalle

José María Lassalle (Santander, 1966) es doctor en Derecho y profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Rey Juan Carlos. En el año 2010 publicó el ensayo Liberales. Compromiso cívico con la virtud. En la actualidad ocupa el cargo de Secretario de Estado de Cultura en el gobierno del Partido Popular.

Fotografías de Luis Asín