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Valor de uso y razón creativa en la música popular

“La utilidad de un objeto 
lo convierte en valor de uso.
Pero esta utilidad de los objetos 
no flota en el aire.”
Karl Marx, El Capital, I, 1.

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La anatomía fundamental de la música popular tradicional responde a su valor de uso. Su potencia principal reside en que vive con nosotros y a la vez es nuestra casa colectiva para lo imaginario.

Formando parte directa de la actividad diaria, la música de nuestros antepasados fue impulsada antes por una necesidad contextual que por un interés estratégico de mercado. Su vinculación directa con aspectos básicos de nuestra vida cotidiana la convirtió en una criatura familiar, hecha de apuntes de imaginación de cada uno, canalizada para estructurarse en danzas y tonadas recordables y entroncada en las tareas de cada sociedad. 

Era interpretada, oída y vivida sólo en directo: siempre re-creada, como en cualquier memoria mutante, ritmo y relato colectivo se van rescribiendo como el cuento cuando se cuenta. Esa interactividad era la máquina central del movimiento continuo que aceleraba, según cada gusto y cada audiencia, las modificaciones necesarias para ir construyendo, incesantemente, estilos nuevos: al hacerlo cada vez, los intérpretes fueron puliendo las aristas de cada compás, adecuando las rítmicas poéticas a la melodía cantable, haciendo más danzable, o menos, un aire lejano para convertirlo en propio, y construyendo poco a poco una tradición que siempre fue una criatura viva, una escuela de libertad y un juego público.

Esa constante actualidad, sumada al hecho de que no podía establecerse comparación con ningún archivo que no fuera la memoria, sometía al cante a una permanente actualización que generó a su vez una enorme fertilidad en la que nacieron muchos estilos nuevos. El son del pueblo habitaba en el mismo campo de la realidad que todos los juegos de la vida humana. Participaba de la vida pública, se utilizaba. Y como se usaba, se creaba y se seguían buscando nuevas variantes y bailes con otros nombres, sorteando las prohibiciones morales que trataban siempre de acallar el poder del placer de la danza creadora. Era el juego fundamental de los adultos y también el juego favorito de los niños en el corro: el canto en la rueda era el artilugio colectivo preferido y la construcción común más preciada. La tonada, la danza, el teatro cantado, la improvisación instrumental… eran para ser usados, producidos y reproducidos, muy a menudo por quienes no eran profesionales del son. La necesidad se cubría en el momento y el prestigio era por obra, el arte era cuestión de magia en lo inmediato. El creador popular se batía el cobre en la calle, en la plazuela, en la casapuerta, en la taberna y en la venta; con los otros, donde la música se construye entre todos. A partir de la respuesta del oído de sus vecinos, en un mundo sonoro donde aún funcionaba la memoria activa, el artista de los caminos iba siempre modificando el registro hasta adaptarlo a ese gusto concreto, a ese placer de ahora o de nunca, a ese gol de todos que es el ¡ole!

Alrededor de la candela nocturna y al calor del vino de palma se reunían en Sierra Leona los creadores de la música palm-wine, el tronco del soniquete mágico y lúdico que descubrimos con S. E. Rogie. La misma escena se produce con los griots de Malí, los seguiriyeros de la gañanía andaluza o los repentistas guajiros del campo cubano. Se contaba cantando, se cantaba un cuento de lo que había pasado en el día. Se repasaban las tareas, se valoraban los comportamientos y se lanzaban deseos y sueños al futuro. Se conectaba la labor diaria con la memoria de la épica pasada y así se renovaba la energía y la motivación para el día siguiente. Esa era la máquina de creación, la mística instantánea y material del acto de producir y consumir el son común, de verdad y en tiempo real. Al ensayo diario se sumaba la naturalización del hecho creador, se premiaba la habilidad de retratar el presente y hacerlo de forma ritmada. Así era como se creaba un estilo: usándolo.

Olvidamos a menudo que, antiguamente, cuando fueron creados aquellos repertorios, hoy sagrados, de cada tradición, no había mp3 ni radiofórmulas, no había más forma de emisión que la misma performance; había que ir a buscar el cante o, sencillamente, saber estar ahí cuando el cante sucedía. Esa condición de uso concedía a la música popular también una fuerza decisiva para incidir en el sentido del pasado, el presente y el futuro del colectivo. Al ser hecha cada vez en cada sitio y sin poder ser registrada ni reproducida nunca más, el poder de acción de la música en las carnes y en las memorias era enorme, intervenía directamente en la emoción de las personas y agitaba los sentidos como ningún otro espectáculo escénico. Además de excitar, actuaba, de forma a veces imperceptible pero siempre definitiva, sobre la mentalidad global acerca de lo que somos, dando forma a la identidad del pueblo a golpes de cadera libre. Los ritos de paso, los ritmos de trabajo, los relatos históricos y la información lejana, los mecanismos de seducción, la transmisión de los saberes viejos, la construcción y difusión de las mitologías y tantas otras tareas centrales de nuestra vida fueron acompañados por músicas creadas o adaptadas para cada necesidad vital: ideas siempre renovadas envueltas en bailes carnosos, ayudando a construir la idea compartida de la realidad.

Ése es su valor de uso fundamental, ése es el contexto de fabricación de la música popular tradicional, su incidencia directa en la forma de vida. Lo que no quita que pueda ser degustada en otro entorno, fuera de su función social original y con otras derivaciones posibles, pero ya como producto de belleza, sin el mismo poder de acción cultural.

La capitalización de la canción popular como valor de cambio, con la tecnología que posibilitó la grabación y distribución de formatos que permitieron la descontextualización y comercialización de productos acabados, transformó la lógica interna del propio cante popular influyendo no sólo en los modos de producción como también, decisivamente, en la mecánica de creación del cante mismo. La producción de música descontextualizada y reterritorializada globalmente desactivó drásticamente las leyes de eficacia del discurso de aquella música popular tradicional, creando al mismo tiempo nuevas normas de gusto que generaron otros estilos. Los procesos de desarrollo, tensión y reconversión de las bases de esas músicas que todos compartimos han convivido con un desarrollo muy desigual y errático en su transformación en bien activo y competitivo en el mercado internacional, lo que ha desembocado en un escenario extraño para todos que hay que aprender a interpretar. 

Quizá la vuelta a una naturaleza más compositiva y menos conservacionista en nuestras músicas nos daría un valor productivo renovado, encontrando un nuevo valor de uso en la razón creativa para avanzar sin miedo, planteando así una oferta más decidida y más atractiva para el intercambio de fuerzas en el mercado del mundo. Quizá, si sembramos, crezcamos más de lo que pensamos.

Porque la creatividad no parece desaparecer, ni en lo colectivo ni a nivel individual. Lejos de lo que nos han contado, la razón creativa no es una criatura aislada dentro de nuestra máquina de pensar, sino el verdadero motor de nuestra fábrica mental, el primer chispazo que enciende un camino cada vez que encontramos una nueva solución. La creación es el centro de nuestra mente, no está en una esquina. La finalidad misma del acto creativo (proyectar internamente otro futuro posible), convierte a la inventiva humana en un sistema reproductor que, a semejanza de lo que provoca la semilla del mangle, genera vida y crea hábitat, de forma que la idea construye biotopos a su alrededor y, como ocurre en los manglares, la idea-semilla acaba dando lugar a pequeños y fértiles ecosistemas llenos de vida capaces de facilitar la reproducción de nuevas soluciones.

Esa actividad creativa no está localizada, exclusivamente, en el centro de las grandes canciones ni vive sólo en las obras de arte. La capacidad de inventiva, el ángel, la bombilla encendida del héroe cotidiano y esa inquietud que provoca el alumbramiento de una ocurrencia nueva —el chasquido de Vicky el vikingo— no son patrimonio del artista profesional. Esa mecánica creadora habita en todos nosotros, en cada una de nuestras nuevas repuestas a problemas viejos, en nuestros pequeños cambios internos, en nuestra forma de adaptarnos a un entorno siempre mutante que nos exige constantemente reinventar el presente interno: recetas, fórmulas, conexiones entre campos lejanos, recuerdos activos e ideas fértiles nacen de ese centro fogoso de la mente que busca siempre algo más allá, un nuevo calambre que encienda la luz de otro camino mejor.

Antes de la comercialización del producto musical, antes de que el valor de cambio pesara más que el valor de uso (así como en los lugares y contextos adonde, aún hoy, no llegan los dineros), la música tenía su mayor poder en la capacidad creativa del artista. Y el artista podía ser cualquiera, desde el momento en que materializara la mística e inventara algo sabroso. Dentro del repertorio del bardo y del juglar de cada lugar, además del relato antiguo o lejano (que informara sobre lo que sucedió en otro lugar al que no se puede llegar, si no es viajando en esa canción), existía un componente fundamental: el cantor tenía que componer.

 

Una de sus tareas reconocibles era poder crear una cantiga común a partir de un hecho particular. Cada cantor tenía su tonada particular, se enorgullecía de tener su propio palo y así lo usaba; imaginaba sus letras y las echaba al viento, como un bien colectivizable que, a partir de ese instante en el que había cumplido su función, volaba y se multiplicaba en todas direcciones hasta quedarse a vivir en cada uno. Casi siempre la tonada partía de una melodía hija de otra que, gracias a la labor seminal de la letra nueva, iba abriéndose camino hasta configurar una línea melódica diferente, propia de esa historia concreta y de ese autor que era voz de todos más que voz de uno. Si era válido el relato, la cantinela o el ritmo, rápidamente era patrimonio de todos, se sumaría al tronco de las tonadas populares y se repetiría en las memorias. Ahí el creador era criatura, se reconocía un valor a quien sabía hacer tono individual de la experiencia colectiva y así el músico encontraba su lugar en el mundo y, a veces, también su trozo de pastel.

Cada cantor le cantaba a su mundo y ahí estaba su eficacia, no en la forma concreta, sino en el acto de fondo, de lucha directa, que supone el cante creado y dirigido con intención. Si pensáramos en que aquellas tradiciones, aparentemente eternas, fueron en su origen músicas de código abierto, creadas en público y compartidas, quizá continuaríamos sin miedo ese proceso creativo, en las coordenadas del mundo de hoy. Componer música popular con vergüenza supone un trabajo colosal, se precisa una paciencia descomunal y un cariño indestructible por lo que se hace. Exige una dedicación y una fe reales, además de la asunción de un riesgo poderoso, el de perder la estabilidad que puede suponer la interpretación programática de repertorio ajeno y antiguo. Pero, aún no contando con facilidades en el mercado del mundo, la creación también es una tarea a la que ninguna generación puede renunciar, para que se mantenga prendida la llama que se recogió, para que haya siempre algo por hacer.

Quizá lo que la gente vuelve a necesitar de los músicos es que nos reprogramemos para inventar, desde los códigos propios de nuestros mundos sonoros, repertorio actual que dé respuesta fiable y nueva a los problemas que están vivos y activos: la necesidad de bailar, para saber relacionarse con todo y con todos, la gestión de las emociones y las memorias, la denuncia activa, la comunicación, la celebración sonera de cada rito…, pero hoy, no ayer. Ahora, tal vez el mundo necesita de nuestra pequeña participación, de que los que gozamos del privilegio de ser herederos de tradiciones ancestrales no nos durmamos en el laurel de las batallas que ganaron otros y nos preocupemos de continuar la marcha, de mantener la mecha encendida accionando de nuevo la máquina creativa desde dentro de las músicas nuestras, buscándonos la vida en el espejo.

Si fuéramos por completo respetuosos con los maestros y sus saberes, deberíamos también asumir su condición creadora, su talante de sello propio, aquello que siempre supimos de nuestros héroes, que tenían su forma particular, su cante suyo. Una tonada, un palo, una letra, una falseta, un rematito al menos…, algo que le distinguiera, eso se exigía antiguamente a un cantaor para formar parte del gremio de los artistas: que fuera un creador, no un imitador de todas las escuelas, sino uno de nosotros que ejercita el nobilísimo arte de la invención, el más primario e infantil de los juegos humanos, la única magia al alcance de todos. Abrir el tercer ojo como cuando se brincaba de chico, perder el miedo al mundo y amar en espiral al destino. Abandonarse, viajar y tener que encontrarse. Y, por supuesto, volver para contarlo y compartir con nuestros semejantes qué cosa es eso de la creación, ese viaje interior fascinante al que no deberíamos renunciar porque descubriremos, allá al final del camino, que somos, otra vez, el niño feliz que ya fuimos.

El compás sigue latiendo bajo nuestros pies y la construcción colectiva de nuevos sentidos nunca se detiene. La rueda creativa continúa. La música del futuro tiene que recobrar su sentido de valor de uso para encontrar algún equilibrio posible con su valor de cambio y en el camino tendremos que saber mutar al compás del mundo. La creatividad puede ser el arma del futuro, el único poder interno que nadie podrá arrebatarnos jamás. La fábrica de ideas nuevas bulle dentro de todos nosotros y la tesitura para empezar a dar libertad a la razón creativa se está acercando de nuevo, como una necesidad real para bailar un nuevo son imaginando otro mundo distinto y mejor.

“Las cosas, lo que hay que hacer, es hacerlas”, dicen los viejos sabios andaluces.

Ea. Vamos allá.

Raúl Rodríguez

Raúl Rodríguez (Sevilla, 1974) es músico y antropólogo cultural. Productor, guitarrista y creador del tres flamenco, ha trabajado con Kiko Veneno, Martirio y Santiago Auserón, entre otros, y en proyectos propios como Caraoscura y Son de la frontera. Este otoño publica Razón de son, su primer trabajo en solitario.

Fotografía Los días laborables, de Tato Olivas, extraída del libro Pájaros de papel (autoedición, febrero de 2014)