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1# EL ESTADO MENTAL

El nombre de la revista, El Estado Mental, es fascinantemente adecuado, pero también arriesgado. Adecuado, porque todo escribir, tanto el ensayístico como el poético o el narrativo, procede de un estado mental reelaborado y a la vez dejado ir. Los libros, decía Valery, no se acaban, se abandonan (en manos de un editor, por ejemplo). Y Jacques Tournier, en 1950, en un texto citado por Wallace Stevens en su colección de citas citables Sur Plusieurs Beaux Sujects, decía: “El auténtico escritor explora un universo auténtico, guiado por una necesidad interior. Y eso es lo único que importa”. Pero es arriesgado porque el concepto de estado mental produce automáticamente en el escritor una sensación de euforia que conduce a un grave equívoco, a saber: todo escritor se halla, por definición, en un estado mental continuo. Está, o cree estar, en un trance de creatio continua, pero creer que está en ese estado, e incluso estarlo, no garantiza la calidad de su producción. A partir de meros estados mentales, se inventan los más insoportables bodrios, como testimonian, en nuestros inquietantes días virtuales, los blogs y las comunicaciones continuas que aparecen en el Internet (Facebook, por ejemplo, está lleno de estados mentales estúpidos). De aquí que sea tan arriesgado y tan fascinante proponer este título para la revista, porque la verdad que contiene es que, sin la creación de un adecuado “estado cantante”, no surge ningún texto valioso.

 

2# SENTIMIENTO Y EXPRESIÓN

“Ydéjame muriendo un no se qué que quedan balbuciendo.”

Este es un conocido verso del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz que llama la atención porque habla del conocimiento de un objeto (Dios) que contiene en sí mismo un permanente desconocimiento: el escritor alcanza su objeto, llega a sentirlo y a expresarlo y, sin embargo, no llega en su opinión a decirlo todo. Aquí se está refiriendo san Juan de la Cruz al conocimiento místico, al conocimiento de Dios, pero me interesa más esta descripción en la medida en que pueden universalizarse para todos los objetos que aparecen y desaparecen en la expresión poética o narrativa:Pero allende de lo que me llagan estas criaturas (del mundo) en las mil gracias que me dan a entender de ti, es tal un ‘no sé qué’, que se siente quedar por decir, y una cosa que se conoce quedar por descubrir, y un subido rastro que se descubre al alma de Dios quedándose por rastrear, y un altísimo entender de Dios que no se sabe decir, que por eso lo llama ‘no sé qué’; que si lo otro que entiendo me llaga e hiere de amor, esto que no acabo de entender, de que altamente siento, me mata”.

Esta situación le parece a san Juan de la Cruz una merced o una gracia, una ventaja, a saber: entender claro que no se puede entender ni sentir del todo. Y añade san Juan: Esto, creo, no lo acabará bien de entender el que no lo hubiere experimentado. Pero el alma que lo experimenta, como ve que se le queda por entender aquello de que altamente siente, llámalo un ‘no sé qué’. Porque así como no se entiende, así tampoco se sabe decir, aunque, como he dicho, se sabe sentir. Por eso dice que le quedan las criaturas ‘balbuciendo’ porque no lo acaban de dar a entender; que eso quiere decir balbucir —que es hablar de los niños—, que es no acertar a decir y dar a entender qué hay que decir”.

No se entiende, no lo sabe decir, aunque lo sepa sentir. ¿Tengo yo, tiene el lector, alguna experiencia análoga a esta? El contexto más próximo o más común a todos los lectores y a mí mismo sería el contexto amoroso. ¿Queda ahí también esa impresión de que se siente pero no se acaba de conocer ni de ser capaz de expresar lo que se siente? La verdad es que uno no acaba de reconocer la experiencia amorosa ordinaria en todo esto. Hablando vulgarmente, se diría que uno conoce el objeto que ama, y sabe cómo hablar de él además de sentir que lo siente. El caso del amor a Dios sería especial, sin duda. Pero también a fuerza de altura y elevación, un tanto inverosímil. San Juan de la Cruz se guía por las criaturas brillantes que le sugieren la brillantez y la divinidad de Dios. Pero ¿podemos decir que sea esto una experiencia común? La verdad es que no lo creo. Creo, sin embargo, que incluso en el caso amoroso común, el amante tiene siempre la impresión de que siente más de lo que es capaz de expresar en cada momento y más de lo que conoce o reconoce explícitamente en el objeto amado. Un sentimiento común de los amantes es el de lo inagotable del objeto amado. De la misma manera que no se cansan de mirarlo y ponderarlo, tampoco se cansan de maravillarse de lo mucho que sienten sin entender del todo qué es o saber del todo decirlo. La mayoría de los amantes se conforman con sentir lo que sienten y asombrarse de lo grande que el objeto amoroso parece, lo inmenso que resulta, comparado con su limitada capacidad de conocimiento o de expresión.

El caso de los escritores, y en particular de los poetas, es curiosamente distinto, creo yo: los escritores sentimos en el momento de la composición (por lo menos en ese momento preciso) que estamos diciendo todo lo posible, todo lo que se nos ocurre y también más de lo que se nos ocurre conscientemente. Esto último se revela a veces al releer lo que acabamos de escribir: tenemos la sensación de que el texto mejora nuestra intención expresiva. Se tiene la impresión de que hay más en lo escrito de lo que intentamos decir y dijimos en concreto. Así que con frecuencia uno se extraña ante sus propios textos. Se siente, por decirlo así, desautorizado, como si el texto nos hubiera venido a la página sin querer nosotros mismos traerlo a colación tal y como está. Como si el texto fuera una confesión íntima que se nos ha escapado al hablar. 

 

3# ESCRIBIR Y REZAR (RELEYENDO A KAFKA)

En unos textos hasta hace poco inéditos de Paul Celan denominados “Microlitos” (y publicados por Revista de Occidente en su número de enero de 2014, selección de José Luís Gómez Toré) encuentro el siguiente pasaje:

«“Escribir como forma de la plegaria”, leemos (conmovidos) en Kafka. También esto significa en primer lugar no rezar, sino escribir: no se puede hacer con las manos juntas».

Haré caso omiso del comentario ingenioso de Celan porque es obvio que se puede perfectamente rezar sin juntar devotamente las manos. Desde el punto de vista de la postura física, el orante y el escribiente no se diferencian en nada. Lo que me pregunto es qué quiso decir Kafka al escribir eso de “escribir como forma de la plegaria”. Cuando Celan lo leyó le conmovió. Y a mí también me ha conmovido, entre otras razones porque hace muchísimos años que vengo sosteniendo algo parecido: que una de las formas de la plegaria es la escritura. O, por decirlo a la inversa: que una de las salidas naturales del escribir es el salmodiar, el rezar. No me refiero sólo —me importa precisarlo— al escribir poético, sino a cualquier escribir exaltado, aunque sea en prosa.

Expondré lo más trivial de este asunto: rezar es orar. Orar es formar oraciones. Estas oraciones pueden ser verbales o no verbales. Pero incluso las no verbales son implícitamente verbales, de tal suerte que se puede decir que una oración gramatical es por antonomasia una oración y, por lo tanto, desde el punto de vista de su forma gramatical, un rezo. Así, es equivalente hacer referencia a lo que dice o reza un cartel que pone: “Prohibido escupir”. “Prohibido escupir” es lo que el cartel reza, dice, expresa. “Stop”, “Todo por la Patria”, “Caballeros” o “Quinta planta” rezan, respectivamente, ‘Párese’, ‘Hay que dar todo lo que se tenga por la patria’, ‘Retrete de caballeros’, etcétera. Eso es lo que rezan, dicen esas expresiones. Por lo tanto hay un sentido puramente nominal en que rezar y decir sugieren lo mismo. Constituyen una oración dotada de significado. Estas obviedades nominales no nos llevan muy lejos. Pero sí sirven para poner en relación dos modos expresivos o verbales, dos expresiones de una significación interior que ya no es meramente interior porque es expresada. 

Hay un sentido obvio en castellano en que escribir y rezar se superponen. ¿Es éste el sentido a que se refiere Kafka? Rezar (orar), nos dice Corominas, era equivalente hasta el siglo xvi a recitar, pronunciar en voz alta. Recitar, a su vez, se toma del latín recitare, “leer en voz alta”, “citar” (citar es también “llamar”, como “citar al toro’), “pronunciar de memoria”. Recitare deriva de citare, “poner en movimiento”, “hacer acudir”. Escribir es, a su vez, un recitar, pronunciar de memoria y pasar a un papel u otro material lo pensado; lo leído en voz alta se convierte en escritura al utilizarse los signos gráficos de las letras que representan sonidos y que se agrupan según determinadas reglas fonéticas y morfológicas.

¿Por qué Kafka considera que escribir es una forma de la plegaria? Quizá porque la plegaria, la oración, le resultaba muy difícil. La palabra plegaria es muy interesante: procede del latín plicare, “doblar, plegar”. De ahí viene pliego y pliegue, y desplegar y despliegue, y de ahí viene explicar, que significa “desplegar, desenredar” Así, implicar significa “envolver en pliegues”, y replicar significa“desplegar, desarrollar”. Una plegaria es una súplica; suplicare: “doblarse prosternándose”.

Cuando Kafka dice que escribir es una forma de la plegaria parece querer decir que es una forma de petición, de súplica. Las preces son súplicas, ruegos en general. ¿En qué sentido el escribir literatura puede ser una súplica? En el sentido en que súplica es un pliegue o pliego que se desarrolla o se despliega. Al escribir desplegamos una plica, un pliegue. Si recordamos ahora la prosa de Kafka, advertimos una condición de rápido despliegue, una cosa lleva a otra y a otra.

Cuando las cosas van bien uno despliega sus ocurrencias, una tras otra, a partir de la primera que se le viene a la cabeza, con muy poca idea de adónde conducirá todo el despliegue. Al escribir, uno se reduce espontáneamente al instante en que va componiendo sus frases, contento de poder ir enlazando una tras otra y contento también de que al menos en el instante mismo de escribirlas vayan teniendo sentido. No necesita uno al escribir tener en la cabeza un gran plano que irá desplegando después lentamente. Escribir tiene, al principio, el aspecto de una improvisación donde lo único seguro para el escritor es que sabe usar su voz; da gusto poder hacer eso: ir enunciando, desplegando. Sentirse seguro de la propia voz que se abre camino por los folios o en el oído del oyente con una cierta indolencia, como si no fuese a terminarse nunca y, a la vez, como si pudiese acabarse de pronto, suspenderse, arrastrada la conciencia a cualquier otra cosa.

A diferencia del habitual dejarse llevar por la conciencia de una cosa a otra, esto tiene escribir de especial: que uno se pliega con un gesto obediente a lo que acaba de decir inmediatamente antes, para decir lo que viene inmediatamente después, de tal manera que, a diferencia del estar distraído en que el ser consciente consiste, estar escribiendo es estar concentrado. ¿Por qué este ejercicio tan habitual y tan reconocible, este acto de escribir, de ponerse a escribir o de continuar escribiendo, le pareció a Kafka que era una forma de la plegaria, de la oración? En el Catecismo se decía que rezar era alzar o levantar el corazón a Dios, levantarlo hacia Dios. Pero Kafka no tenía, con toda seguridad, una idea de Dios mucho más precisa de la que tengo yo. Tenía, como yo, un fondo divino como quien tiene ahorros guardados en una caja o en una hucha o, incluso, en un banco. Es un depósito de haberes del cual somos conscientes pero que nunca se presentan ante nosotros todos de una vez, todos en acto, sino sólo como una posibilidad de la que somos conscientes de reojo. Lo divino se asemeja para muchos de nosotros al propio mundo interior, nuestros recuerdos, nuestros prejuicios, nuestras convicciones, nuestros miedos: todo ello está ahí como una posibilidad, como un ahorro, como en depósito, y al referirnos a ello, al usarlo, tomamos siempre sólo una pequeñísima parte, como si quisiéramos gastar lo menos posible, como si en el fondo creyéramos que ese fondo individual, por mucho tiempo que lleve acumulándose, es siempre, en cada caso particular, muy pequeño.

El fondo del mundo, el fondo del alma, el fondo de Dios. De ahí vamos sacando para ir tirando día tras día. Hubo un tiempo, los primeros años de mi vida en Londres, que yo no pensaba en escribir nada, solo pensaba en estar allí, en sostenerme en aquello: una lengua nueva, una ciudad nueva. Un lugar herméticamente cerrado. Ir a trabajar por las casas era una actividad absorbente, concentrada, que cobraba la forma de un relato, pero no un relato que yo escribiese sino uno que viviese hora tras hora. El fondo de aquello era mi propia sensación de vitalidad. Recuerdo eso, sobre todo: tenía que inventar mi propia actividad, inventarme, sin proyecto ninguno que no fuera justamente eso: tener que vivir de un día a otro. Me sostenía, pues, de mis reservas, sacaba del fondo de mí mismo una calderilla para ir tirando un día tras otro. Pero no hacía memoria ni tampoco, nunca, soñaba despierto: vagamente pensaba que algún día todo aquello iría entrando en algún relato, en algún poema. Y así ha sido. Pero ese ir entrando en textos más o menos organizados no era en aquel entonces un proyecto que me sostuviera. Sólo me sostenía mi sensación de vitalidad y mi fondo: la conciencia de moverme en el ámbito de un fondo que era mi propia conciencia más o menos despierta, una aguda conciencia de mí mismo frente a un fondo, un mundo estimulante y confuso. Y cada día era un despliegue de ese plegado personaje que aprendía una lengua extranjera, escuchaba la radio y leía los periódicos e iba a trabajar a las casas como cleaner tres horas por la mañana y tres por la tarde. 

Composición a partir de los manuscritos de Kafka

Composición a partir de los manuscritos de Kafka

 

Cuando Kafka habla de escribir habla de ejercitar una habilidad que le ponía en comunicación con su fondo y que reconocía como la única que era capaz de llevar a cabo, la única actividad que le daba la sensación de integridad y le daba consuelo. Para escribir hay que estar muerto, llegó a decir. Y lo que quería decir con esto es comprensible para cualquier estudioso de las ascética occidental y oriental, o quizá también para cualquier escritor: no se puede escribir ni se puede rezar sin un cierto grado de mortificación o anulación del mundo exterior, e incluso del mundo interior, que, al escribir, deja de fosforecer y parecer constantemente múltiple para volverse rectilíneo, como un sendero rectilíneo a través de un páramo o de una llanura muy extensa. 

En cierto modo hoy empiezo a escribir, ahora empiezo. De la misma manera decía en Londres: hoy empiezo, hoy empieza Londres, hoy empieza Golders Green o mis primeros días en la buhardilla de las Casimir. Hoy y mañana es todo lo que hay, hoy y ayer. De ninguna manera hay ese “dentro de diez años” o “cuando termine este libro”. Muchos días echo de menos aquella situación, aquel estado de ánimo que no me impulsaba a escribir y que era, curiosamente el escribir mismo en su desnudez y desamparo. Era el escribir puro, como un recitativo que no conduce a ninguna conclusión, que no se dirige a nadie en concreto, porque precede al escribir cartas o diarios, que es una actividad artificial, o incluso al escribir relatos o poemas, que es una actividad demasiado deliberada ya, una decisión con vistas a un fin. Pero el escribir de aquel entonces no tenía un fin, no quería escribir ni escribía acerca de nada en particular, era igual que vivir —tan difuso como vivir— y era igual que rezar, tan confuso como rezar, sin dirigirse a ningún Dios en especial, sólo un dirigirse hacia el fondo de uno mismo donde a la vez está todo —y todo disponible— y no hay nada que pueda extraerse de inmediato salvo un poco, como un testimonio instantáneo de que hay algo ahorrado al fondo, depositado en el fondo, que me permitirá, y me permite ahora, seguir adelante.

Ser objeto de la constante atención de los pordioseros del barrio me vuelve constantemente innoble, compacto, precipitado, predecible. Ellos lo saben, yo también. Aceptar la situación creada por estos pobres callejeros sin volverse innoble requiere gran paciencia y un tipo de empatía —caridad cristiana— instantánea y trivial (estos nuevos pordioseros porfían por unos céntimos de euro) que, sin embargo, es todo lo que durante días y días estaría a mi alcance desde el punto de vista de la solidaridad humana –la caridad cristiana– si, en efecto, me acostumbrara poco a poco a ser paciente hasta el automatismo en medio del mundo, en la puta calle. Ser automáticamente paciente (sin que mi mano derecha sepa lo paciente que es mi mano izquierda) me parece, a los pocos meses de cumplir setenta y cinco años, un ideal inalcanzable. Pero a la vez un ideal concreto, no utópico, un imperativo ético, por no decir espiritual, inaplazable. Los niños de las familias españolas acompañados de sus padres, los camareros, las cagadas de los perros, los rumanos con bote y muleta, los ruidos… El mundo circundante pone constantemente a prueba mi paciencia, mi propia impaciencia, más que la de nadie. Me disculpo pensando: es la edad, la artrosis, que me obliga a pasear más despacio, por consiguiente a tener que fijarme más en las calles y en la gente de la calle. Está claro que esto es una disculpa que no me disculpa. No hay ninguna puta calle, las calles de Madrid son brillantes y hermosas, y los niños, los rumanos y los perros mucho más tolerables que yo mismo en un día iracundo. ¿A qué viene todo esto? Es una descripción del fondo del mundo. De ahí viene una súplica, una implicación, una plegaria plegada, inconfundible para un san Francisco de Asís. También viene esa plegaria de los animales domésticos, incluidos los ratones y las ratas.

En su “Recuerdo del tren de Kalda”, dice Kafka: “Uno sólo puede observar con precisión ciertos animales de pequeño tamaño cuando los sitúa a la altura de sus ojos. Si tiene que agacharse para observarlos se hace uno una idea falsa e incompleta. Lo más chocante de aquellas ratas eran sus garras, muy grandes, algo abombadas y con uñas de afiladas puntas muy aptas para escarbar. Con los últimos espasmos, la rata colgada ante mí en la pared extendió hacia mí sus garras con una rigidez impropia, parecía que le tendieran a uno una pequeña mano”.

Este texto podría ser un episodio de la vida de san Francisco, excluyendo quizá el atravesar con el cuchillo una de aquellas ratas y clavarla en la pared a la altura de los ojos. Kafka es un franciscano extraviado. En su caso, la contemplación del mundo —que es intensa y muy precisa—, la admiración de la belleza del mundo —que incluye las ratas y la durísima nieve—, esa oración continua que para Francisco conlleva el estar en medio del mundo, se concentró en escribir. Pero no en un escribir cualquiera, porque es un escribir extremado, extremo: el único consuelo. En esto también se parece a la oración, a la plegaria, a la súplica: en que ejercitarla es el último consuelo que le queda al desamparado, al pordiosero, a cada uno de nosotros.

Franz Kafka es quizá el único escritor a quien yo puedo autorizar un puro deseo de vivir escribiendo. No es, por más que se diga, el caso de Marcel Proust. Proust vivió muy lejos de la desesperación radical y de la soledad y el abandono que caracterizan a Kafka.
Kafka era además un asceta, mientras que Proust era un hedonista (Los placeres y los días). “En mí se puede reconocer una concentración apta para escribir […] Me atrofiaba en todos los aspectos. Esto era necesario porque mis energías, en su totalidad, eran tan escasas, que únicamente reunidas podían ser medianamente utilizables para la finalidad de escribir” (Kafka, Diario, 3 de enero de 1912).

Conmovido por la idea de que pueda concebirse el escribir como una forma de plegaria, releo estos días a Kafka: releo su correspondencia y su diario. En Kafka resulta a veces difícil separar los textos propiamente literarios de los textos confesionales de los diarios o de sus enrevesadas y largas cartas. Éstos vienes a ser el recitativo de una conciencia que se expone a sí misma, y no resulta sencillo distinguirlos de ese otro recitativo, de ese monólogo en que las plegarias consisten.

En apoyo de esta idea de que el escribir es una forma de la plegaria, me parece interesante añadir esta otra idea: se ha señalado (lo ha hecho Reiner Stach, por ejemplo) que Kafka nunca se sustrae del único medio en el que podía respirar: el lenguaje. Exigía de este lenguaje, ya se tratara de darle un uso literario o comercial, la misma y claridad y precisión en todo momento y en todo lugar. Esto lo demuestran sobradamente los textos redactados al servicio del Instituto de Seguros del Trabajo, en los que, a pesar de los estandarizados giros burocratizados, se reconoce su estilo, como observa Reiner Stach.

Escribir es un ejercicio respiratorio, el lenguaje es respiratorio. Respirar, escribir, rezar: son todas manifestaciones de Atman, el principio respiratorio del mundo. Ponen en comunicación al sujeto individual con lo absoluto. Esto no equivale a atribuir ninguna precisa convicción religiosa material a Kafka. Se trata, simplemente, de hacer sitio.

Álvaro Pombo

Álvaro Pombo (Santander, 1939) es poeta y novelista. Se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid y es Bachelor of Arts en Filosofía por la Birkbeck College de Londres. En su obra destacan títulos como El héroe de las mansardas de Mansard, El metro de platino iridiado, Donde las mujeres o El temblor del héroe en narrativa, y Variaciones o Protocolos en poesía. Es miembro de la Real Academia Española desde diciembre de 2003.