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Sobre los enemigos del comercio

Una correspondencia

El origen de este intercambio de cartas está en una crítica de César Rendueles publicada en Babelia  sobre el libro de Antonio Escohotado Los enemigos del comercio, una historia moral de la propiedad II. La reseña se titulaba “Un elogio del presente” y fue contestada por el mismo Escohotado en los comentarios de la web de El País. Desde la redacción de El Estado Mental vimos la conveniencia de propiciar un debate entre los dos sobre el mercado, la democracia, el igualitarismo y el capitalismo y sus alternativas, intentando dejar a un lado la polémica anterior.

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Estimado Antonio:

Los amigos de El Estado Mental me proponen que te haga una primera interpelación para iniciar una conversación en torno a algunos de los temas que vertebran Los enemigos del comercio. Me gustaría exponer, para empezar, por qué me parece que algunas argumentaciones favorables al mercado tienen mucha fuerza, aunque no las comparta.

 Desde mi punto de vista, el principal atractivo de una mercantilización amplia es que permite pensar el vínculo social como un subproducto de la actividad individual no coordinada. A través del intercambio comercial establecemos una codependencia que no exige llegar a consensos profundos acerca de unas pocas concepciones de la vida buena. Eso significa que el mercado podría ser una especie de vacuna contra los proyectos identitarios e impositivos. Además, no es incompatible con cierto tipo de transformación política entendida como un proceso agregativo. Me refiero a esa clase de cambios sociales que no surgen a través del acuerdo colectivo, sino de la suma de decisiones individuales. Por ejemplo, nuestra vida familiar se ha hecho mucho más libre y menos impositiva que en el pasado sin necesidad de grandes debates públicos ni intervenciones institucionales.

Obviamente, esta comprensión del vínculo social implica un escepticismo importante respecto a la posibilidad de intervenir en la organización de nuestra vida en común a través de la deliberación política. Para mí es un coste excesivo, pues impide afrontar algunos retos relacionados con la justicia social que considero irrenunciables. Necesitamos llegar a algunos consensos y compromisos importantes para transformar un mundo que en algunos aspectos es intolerable.

No obstante, acepto que el punto clave es si la deliberación política no impositiva está a nuestro alcance o es una aspiración excesiva que conduce al enfrentamiento generalizado y a la violencia contra las minorías. Una respuesta clásica que a mí siempre me inquieta es justamente que la deliberación política profunda es una exigencia desmesurada que somete a las sociedades a tensiones excesivas. Desde esta perspectiva, las sociedades complejas necesitan una política de baja intensidad para no saltar por los aires y por eso el mercado es su urdimbre idónea. Las sociedades modernas sólo son posibles en un entorno de cordialidad y civismo. Me resisto a aceptar esta idea, pero creo que apunta a algo muy importante y que a menudo la izquierda ha descuidado: me refiero a las condiciones sociales —y no sólo políticas y materiales— de la democracia y la libertad. Me parece muy importante tomar en consideración qué tipo de relaciones personales son compatibles con las instituciones políticas por las que apostamos. Tal vez, por ejemplo, la democracia participativa sólo sea posible en cierto tipo de comunidades que nos resultan poco atractivas por distintos motivos.

 

Estimado César:

Agradezco la ocasión de profundizar en la temática evocada por Los enemigos del comercio, y empezaría directamente con tu interpelación si la reseña que publicaste hace algunas semanas sobre el segundo volumen no fuese útil para la próxima reedición. Concretamente, afirmas allí que “abundan los juicios de tono oracular virulentos, arrogantes y poco parsimoniosos”, cuando me he esforzado por huir de adjetivos, y con gusto los expurgaré si me orientas con un par de ejemplos. 

También me deja pendiente de aclaración el aserto: “Las páginas psicodélicas que introducen esta segunda entrega […] donde insiste de un modo ligeramente sonrojante en que […] Google le ha permitido superar a los ‘historiadores del movimiento comunista’”. Al significado de “psicodélico” en este contexto se añade lo más concreto, que es saber a qué historiadores del movimiento comunista te refieres. Quizá quisiste decir historiadores comunistas, porque —salvo error— nadie ha emprendido el trabajo de documentar cronológicamente la tesis de que la propiedad es un robo y el comercio su instrumento. 

Si leíste en detalle la segunda entrega te constará también que dedica algunas reflexiones al peso respectivo del sarcasmo y la ilación lógica en Marx, cuya costumbre de definir mediante epítetos brilla en los 17 aplicados a la mercancía. Pero quiero suponer que el diálogo iniciado para El Estado Mental descarta invectivas chistosas, y en todo caso me impongo esa pauta. Vayamos al asunto.

Ignorar la identidad del programa ebionita y el materialismo histórico ha conducido a una distinción entre comunistas científicos y utópicos tan artificiosa como la establecida entre agua bendita y del grifo, velando no sólo la continuidad del mensaje popularizado por el Sermón de la montaña (“benditos sean los pobres de espíritu, los humildes y los perseguidos”), sino el contraste entre socialismo democrático y socialismo mesiánico (o comunismo propiamente dicho). Me parece que tu interpelación se desmarca de los genocidios amparados en la lucha de clases, y de sus correlativos imperios policiales, sin renunciar por otra parte al corpus de representaciones legado por Marx y Lenin —considerando que haya un vínculo sólo contingente entre ambas cosas—, y te sigo párrafo a párrafo.

“El principal atractivo de una mercantilización amplia es que permite pensar el vínculo social como un subproducto de la actividad individual no coordinada […] Eso significa que el mercado podría ser una especie de vacuna contra los proyectos identitarios e impositivos […] Por ejemplo, nuestra vida familiar se ha hecho mucho más libre y menos impositiva que en el pasado”. Coincido contigo. El juego de oferta y demanda previene tanto purgas eugenésicas como intrusiones en la esfera privada, y el pasado fue más opresivo. Por lo demás prefiero actividad espontánea a “no coordinada”, pues la sociedad comercial se distingue de la clerical-militar —y de su resurrección como dictadura proletaria— por no confundir lo real con lo pensado, y confiarse a procesos de autoorganización en vez de remozar pautas del cuartel y el convento. 

Para Marx, recuérdese, los males se solventarán en todo caso por medio de “control consciente”, algo que en La miseria de la filosofía identifica con “renunciar a los intercambios individuales”, y aplicando ese criterio, Lenin declara en 1920 a Fernando de los Ríos: “El problema para nosotros no es de libertad, pues respecto a ésta siempre preguntamos: ¿libertad para qué?”. Ambos ven en lo complejo un mero agregado de simples, que seguiría tan sujeto a mandatos y planes como si fuese “un individuo simplemente más grande” (Platón, República). Su energía les permitió convencer a bastantes de que la praxis debía sustituir a la observación, aunque desde 1917 —cuando la praxis se sobrepuso indefinidamente en Rusia— la historia registra una secuencia de contratiempos, todos ellos derivados de pretender domar la complejidad con simplezas. 

Nuestras sociedades son obra humana sin ser fruto de humano designio, como dijo ya Luis de Molina a finales del xvi, y pretender cambiarlas a golpes de decreto se ha revelado tan ruinoso en principio como imposible a la postre. Aunque Marx viese en las instituciones el reducto último de la alienación, esas obras de todos y de ninguno —desde las sintaxis al dinero, la empresa o el proyecto científico— son depósitos de una inteligencia impersonal que procesa magnitudes de información superiores a la capacidad de cualquier entendimiento particular. Es memorable que el más erudito de los simplistas postulase abolir la institución estatal, sin percibir que las responsabilidades atribuidas a esa persona jurídica incumben en exclusiva a cada Gobierno, poniendo así la primera piedra del Estado totalitario. 

“Obviamente”, prosigues, “esta comprensión del vínculo social implica un escepticismo importante respecto a la posibilidad de intervenir […] a través de la deliberación política. Para mí es un coste excesivo, pues impide afrontar algunos retos relacionados con la justicia social que considero irrenunciables”. Respondo que la justicia es siempre social o intersubjetiva —y por eso se define como “dar a cada uno lo suyo” (Ulpiano)—, e independizarla del merecimiento transforma la ecuanimidad en victimismo, viciando su concepto. Por lo demás, no me di cuenta de ello hasta investigar la historia del movimiento comunista. 

Maldiciendo a sus inversos, el credo ebionita bendice —por este orden— al pobre de espíritu (parvulus lo llamará San Jerónimo), al pobre material y al perseguido, y el marxismo-leninismo bendice a “la clase explotada”. Pero toca saber —como empezó planteando Simmel— qué tienen en común los crédulos, los económicamente humildes y los procesados por algún motivo. Y toca por lo mismo saber en qué coinciden los miembros de una clase que Marx no llega nunca a definir, pues para el Manifiesto “la fuente de ingresos determina dos grandes campos hostiles”, pero El Capital (cap. 52, vol. III) concluye reconociendo que la fuente de ingresos ofrece sólo “una infinita fragmentación”. 

El gran hallazgo del comunismo antiguo y moderno es precisamente el uníos dirigido a personas sin parentesco material, sentimental o ideológico, a quienes promete “un paraíso en la Tierra” si prescinden del tuyo y el mío. Sin esa cura específica no es concebible el llamamiento inespecífico al insatisfecho con su ahora, dada la infinitud de circunstancias objetivas y subjetivas promotoras de desdicha. La “justicia social” sirve de coartada para monarquías como las instaladas todavía en La Habana o Pyongyang, pero una justicia digna de tal nombre no puede ir más allá de una igualdad ante la ley, que, en caso de existir —y eso dependerá en todo caso de respetar el sufragio universal secreto, ejercido periódicamente—, tiende por sí sola a igualar las oportunidades de promoción. 

El logro más feraz de las sociedades comerciales ha sido pasar de castas determinadas por la cuna a una movilidad social intensa, en cuya virtud todos ascienden y descienden sin pausa, por una acción combinada de la suerte y el merecimiento. La igualdad material es tan deseable como la de nariz, color o número de zapato, además de ser mentira en todos los casos concretos donde un tirano se perpetúa gracias a ella. 

Leo y releo sin acabar de entender qué quieres decir al plantearte “si la deliberación política no impositiva está a nuestro alcance o es una aspiración excesiva que conduce al enfrentamiento generalizado y a la violencia contra las minorías”. Antes llamabas “actividad no coordinada” a la espontaneidad, ahora “política no impositiva” a los derechos civiles, y sólo parece manifiesto el rechazo de una actitud conciliadora. Eso sugiere al menos la continuación, pues si bien “las sociedades modernas sólo son posibles en un entorno de cordialidad y civismo, me resisto a aceptar esta idea”. Esto me lleva a suponer que experimentas como traición a la justicia social una renuncia a la lucha de clases, y a la disposición guerracivilista, aunque tampoco lo dices en términos llanos. 

Finalmente, tu interpelación refiere lo siguiente: “Pero creo que apunta a algo muy importante y que a menudo la izquierda ha descuidado: me refiero a las condiciones sociales —y no sólo políticas y materiales— de la democracia y la libertad […] Tal vez,
por ejemplo, la democracia participativa sólo sea posible en cierto tipo de comunidades que nos resultan poco atractivas por distintos motivos”.

El “nos” del “nos resultan poco atractivas” ¿a quién se refiere? ¿Cuáles son las comunidades repulsivas, y por qué motivos? No veo en el mecanismo democrático una panacea sino el mal menor en política, cuya principal ventaja radica en limitar la perpetuación de pulsiones simplistas, asegurando con sus comicios ocasionales que ningún autócrata se perpetúe como Comandante Supremo. 

Teniendo 24 años, en Quiénes son los amigos del pueblo (1894), uno de sus escritos más extensos, Lenin cambia el tipo de letra para afirmar: “¡La RUPTURA COMPLETA y FINAL con las ideas de los demócratas es INEVITABLE e IMPERATIVA!”. Meses antes de morir, en Militancia materialista (1923), observa: “La democracia moderna (tan irracionalmente venerada por mencheviques, social-revolucionarios, anarquistas, etc.) no es sino libertad para predicar lo ventajoso para la burguesía, las ideas más reaccionarias”. ¿Qué te parece? 

La Física de Aristóteles concibe el devenir de la vida como una progresiva penetración de la materia por la forma. Llevado al hombre, su reflejo es el proceso en cuya virtud la voluntad va siendo templada por la inteligencia, y de la aspiración inculta pasa a cultivar el estudio. Te propongo pues seguir dialogando, porque el hielo se ha roto y cada vez hablaremos con el corazón más en la mano, aprendiendo ambos cosas que todavía ignoramos. 

 

[2]

Estimado Antonio: 

Tengo que reconocer que me resulta poco deportiva la idea de que el autoritarismo de algunos proyectos que se autodenominan socialistas demuestre el fracaso de los principios políticos igualitaristas. Da la impresión de que crees que el socialismo se ha enfrentado a un conjunto de experimentos cruciales popperianos que lo han refutado. Escribes, por ejemplo, “la ‘justicia social’ sirve de coartada para monarquías como las instaladas todavía en La Habana o Pyongyang”. ¿Deberíamos aplicar ese mismo criterio al liberalismo? ¿Recordar las conexiones entre la Universidad de Chicago y Santiago de Chile en los años más atroces de la dictadura de Pinochet? ¿O aquel discurso del nazi Carl Schmitt en el que abogaba por un “Estado fuerte para una economía privada sana y libre”? Carlos Fernández Liria suele citar una serie de países en los que, tras vencer democráticamente una opción socialista que aspiraba a llevar a la práctica su programa electoral, se ha producido un golpe de Estado: España, Guatemala, República Dominicana, Indonesia, Chile, Nicaragua, Haití, Argelia, Venezuela, Paraguay... Hasta hace poco en Colombia eran asesinados cien sindicalistas al año, con tasas de impunidad cercanas al 100%. La verdad, acusar al socialismo de tener una pulsión “guerracivilista” me parece un poco como lo de aquel chiste sobre los abusos sexuales a menores: “es que las visten como putas”. Para ser justos, creo que a estas alturas quedan pocos proyectos políticos que no arrastren tras de sí una larga herencia criminal. No creo que podamos optar por uno u otro comparando la profundidad de las fosas comunes. 

Te plantearía, en cambio, dos cuestiones por las que creo que el liberalismo debería sentirse interpelado porque afectan a su núcleo normativo y a sus posibilidades de realización. 

La primera de ellas tiene que ver con el hecho de que los procesos de democratización se detienen a la puerta de las empresas. En nuestra vida laboral aceptamos niveles de tutela y sumisión que nos repugnarían no sólo en el espacio público sino incluso en nuestros hogares. ¿Es compatible una sociedad justa y democrática con esta servidumbre generalizada? ¿Realmente no existe ninguna retroalimentación entre estas prácticas privadas y nuestra capacidad de intervención política? Los centros de trabajo son archipiélagos de autoritarismo en un océano de estado de derecho y ciudadanía. Como escribía Hayek “la competencia es siempre un proceso merced al cual un pequeño número fuerza al gran número a hacer lo que éstos no quieren, ya sea trabajar más duro, cambiar hábitos de comportamiento, o dedicar un determinado grado de atención a su trabajo”. Por supuesto uno siempre puede argumentar que una servidumbre voluntaria no debe considerarse tal. Pero la cuestión entonces es que parece imprescindible garantizar al menos que esa relación sea realmente voluntaria. Y, la verdad, resulta llamativo la enorme cantidad de medidas coercitivas, a veces muy violentas, que hacen falta para que la gente acceda “voluntariamente” a vender su fuerza de trabajo con una enorme desigualdad en la capacidad de negociación entre trabajadores individuales y empresarios. Creo que el mercado de trabajo libre de fricción es un experimento de laboratorio –una utopía, en el sentido más negativo de la expresión– que limita gravemente nuestra capacidad de deliberación política. 

El segundo conjunto de cuestiones que te quería subrayar son empíricas. Escribes: “Una justicia digna de tal nombre no puede ir más allá de una igualdad ante la ley, que en caso de existir […], tiende por sí sola a igualar las oportunidades de promoción [...]. El logro más feraz de las sociedades comerciales ha sido pasar de castas determinadas por la cuna a una movilidad social intensa, en cuya virtud todos ascienden y descienden sin pausa”. La realidad es que los países con mayor movilidad social son los que tienen un estado social más desarrollado. Si quieres vivir el sueño americano, deberías pensar en mudarte a Suecia. En nuestro país, desde hace décadas, tres de cada cuatro puestos laborales de élite está ocupado por hijos de la élite. 

Más en general, me parece que el problema de la meritocracia es que no tiene nada que decir acerca de los niveles de desigualdad. Podemos llegar a estar de acuerdo en que ciertos talentos y esfuerzos deben ser recompensados desigualmente, pero otra cosas muy distinta es cuánto. En este caso, la cantidad importa y mucho. Una sociedad donde los directivos de las empresas ganan 400 veces más que su empleado medio es completamente distinta de una donde gana diez veces más. Esas desigualdades extremas son un problema en sí mismas. Como demostraron Richard Wilkinson y Kate Pickett, las sociedades menos igualitarias padecen mucho más un repertorio de problemas sociales y malestares asombrosamente amplio: menor esperanza de vida, más violencia, peores resultados educativos, más desconfianza en los demás, más acoso escolar, más enfermedades mentales, mayores niveles de encarcelamiento... 

 

Estimado César: 

Como mi respuesta a tu primera interpelación muestra, te sigo párrafo por párrafo, respondiendo a cada pregunta y comentario. Me pregunto qué te impide hacer lo mismo, dejando en el tintero no sólo todo lo relativo a tu reseña sobre Los enemigos del comercio, sino las cuestiones planteadas ulteriormente. Empiezo sugiriendo que la distinción entre socialismo utópico y científico resulta sofística, para añadir que la diferencia real acontece entre socialismo democrático (línea Saint-Simon-Bernstein) y socialismo comunista (línea Marx-Lenin), pero además de omitir cualquier comentario al respecto te permites seguir usando “socialismo” en la versión más ambigua, donde Willy Brandt, Fidel y Pol Pot seguirían perteneciendo a la misma cuerda. Te sugiero que justicia social es un oxímoron, y ni una palabra dices al respecto. 

Te pregunto: “El “nos” del “nos resultan poco atractivas” ¿a quién se refiere? ¿Cuáles son las comunidades repulsivas, y por qué motivos?”, obteniendo también la callada por respuesta. Te pido que te pronuncies sobre Militancia materialista (1923) de Lenin, donde observa que “La democracia moderna (tan irracionalmente venerada por mencheviques, social-revolucionarios, anarquistas, etc.) no es sino libertad para predicar lo ventajoso para la burguesía, las ideas más reaccionarias”, pero vuelves a callar. Sugiero que el “uníos” del Manifiesto comunista se dirige a personas sin parentesco material, sentimental o ideológico, vinculadas sólo por el descontento, y ni una frase te merece el análisis de Simmel al respecto. 

Me permití suponer que renunciábamos a invectivas chistosas, como llamar “psicodélica” a la introducción de mi segundo volumen, aunque en la primera línea de la segunda interpelación encuentro un “poco deportiva” (esto es, tramposa), y dentro de ese mismo párrafo la mención al chiste sobre “‘que las visten como putas’”. Quizá te resulta imposible escribir sin insultar, como era el caso de Marx y Lenin, pero ni con esas te librarás de un interlocutor que evita por sistema el recurso a adjetivos, adverbios o burlas, y seguirá comentando respetuosamente tus observaciones, una por una. 

“Da la impresión de que crees que el socialismo se ha enfrentado a un conjunto de experimentos cruciales popperianos que lo han refutado”. No puede dar esa impresión un libro que define el socialismo como “rama del liberalismo comprometida con el sistema democrático”, y lejos de pontificar sobre entelequias como el socialismo comunista se concentra en reconstruir la historia de quienes han cifrado el paraíso terrenal en derogar la propiedad privada. Tampoco puede dar esa impresión mi respuesta a tu primera interpelación, que en ningún momento habla de refutar cosa alguna, limitándose —como Los enemigos del comercio— a aportar datos ignorados. Ojalá aprendiésemos de la historia, en vez de tergiversarla para no tocar alguna idea fija, pero veo que la imputación de refutador se introduce para exculpar a las monarquías de La Habana y Pyongyang, pues “¿Deberíamos […] recordar las conexiones entre la Universidad de Chicago y Santiago de Chile en los años más atroces de la dictadura de Pinochet? […] Hasta hace poco en Colombia eran asesinados cien sindicalistas al año, con tasas de impunidad cercanas al 100%”. 

En otras palabras, los crímenes del liberalismo son tantos como los del comunismo, y “no creo que podamos optar por uno u otro comparando la profundidad de las fosas comunes”. He ahí el problema del verbo creer, que permite dar por verdadero lo intangible e incluso lo falaz, pues añadirle el adjetivo “atroces” habilita para comparar a Pinochet con Lenin o Mao, cuando la pretensión de crear al Hombre Nuevo impuso un salto cuántico. Los censos rusos muestran que entre 1918 y 1922 el país perdió por hambre y frío a un quinto de su población (excluyo el millón y medio causado por la guerra civil creada al disolver la proyectada Asamblea Constituyente, y el medio millón largo de fusilados entretanto por la Checa), pasando de más de 160 a menos de 130 millones. ¿Le ves a eso, o al Gran Salto Adelante de Mao, comparación numérica con el Chile pinochetista? Pero sobre todo, ¿imputas a la Escuela de Chicago sus crímenes? ¿También mató a “los sindicalistas” colombianos? ¿No fueron muchos más los sindicalistas exterminados por gobiernos de bandera roja?

Absolutismo y relativismo se distinguen por rechazar o introducir términos precisos de comparación. Al equiparar las violencias creadas por el conservadurismo —o por las innovaciones liberales— con la ambición de crear al Hombre Nuevo (también llamado yo-masa), pasas por alto algo reconocido por el propio Lenin: “conseguir que el 98% de la población se amolde al 2% de nuestro proletariado industrial”. Quizá tampoco estás informado de que Marx, Engels, Lenin y Trotsky jamás trabajaron para ganarse la vida y vivieron como señoritos, de la familia y de sablazos a sus amigos. El primero prefirió ver morir de inermidad a tres hijos antes que emplearse en la academia de idiomas de su íntimo Wolff, y los dos últimos fueron rentistas hasta que el liderazgo conquistado mediante un golpe de estado les permitió disponer a su antojo de requisas ordenadas por ellos mismos. 

Alegas luego que “los procesos de democratización se detienen a la puerta de las empresas. En nuestra vida laboral aceptamos niveles de tutela y sumisión que nos repugnarían no sólo en el espacio público sino incluso en nuestros hogares. ¿Es compatible una sociedad justa y democrática con esta servidumbre generalizada?” Al fin aparece una proposición no ambigua, y con gusto entro a comentarla. Reclamar que las empresas sean democráticas encierra a mí entender varios contrasentidos. Para empezar, el sufragio periódico corresponde en exclusiva a entes públicos como Estados y municipios, gestores de bienes comunes, y aplicarlo a la empresa supone olvidar que es una iniciativa privada llevada adelante por personas que no son burócratas sino focos de empleo y sostenes del desarrollo tecnológico. Sólo asumiendo con éxito los riesgos del trabajo por cuenta propia se capacitan para ofrecer salarios y otras remuneraciones a personas menos tenaces e ingeniosas que ellos en términos laborales. ¿Nos prohíbe alguien elegir la diversificada profesión de autónomo? 

La vía marxista a la abundancia sí lo prohíbe, y a los tres días de instalar su autocracia, Lenin decreta un reclutamiento laboral indiscernible del militar, que permite perseguir como prófugo —y fusilar in situ o internar en campos de trabajo/exterminio— a quien pretenda trabajar en otra rama o sitio, profetizando de paso que su inventiva y diligencia se multiplicará “infinitamente” al formar parte de establecimientos nacionalizados. Si es “servidumbre generalizada” la contratación actual ¿qué nombre le das a este esquema, vigente todavía en La Habana y Pyongyang? Te aclaro, por cierto, que dicho reclutamiento indignó en octubre de 1917 a los representantes sindicales del textil y la metalurgia —“deroga todas las conquistas de nuestra clase, desde el derecho de huelga a la propia contratación”—, llamados efímeramente Oposición Obrera, pues ninguno de aquellos sindicalistas sobrevivió a su protesta. 

La propaganda bolchevique dibuja banqueros panzudos que fuman puros mientras sus capataces fustigan a legiones de gentes tan descarnadas como las de Auschwitz, y me pregunto si tienes en cuenta que durante medio siglo el sistema gulag fue capaz de ir reponiendo una mano de obra no menos famélica, aunque raro año inferior a 15 millones de forzados. A la arbitrariedad de ignorar al trabajador por cuenta propia, Marx añadió una ceguera sociológica que pone en el mismo saco a empresarios, banqueros y terratenientes, aunque el fabricante/inventor nunca fue un dueño de banca —ni un rentista, como Marx y los demás grandes líderes de la igualdad material—, sino más bien el responsable de que el previo anillo producción-consumo se convirtiese en la espiral ascendente del desarrollo económico.

Si prefieres, no conozco benefactores de la Humanidad comparables con Gates o el tándem Page-Brin, fundadores de Google, todos ellos convencidos de que —como empezó declarando Carnegie—“quien muere rico muere deshonrado”, y dispuestos por lo mismo a concentrar sus fortunas en obras filantrópicas, hasta constituir un fondo del cual viven hoy en buena medida no sólo África sino los damnificados por grandes catástrofes naturales. La semana de 40 horas, sin ir más lejos, es una institución creada espontáneamente por empresarios como Zeiss y Bosch en Alemania, y algo después por Ford en Estados Unidos. 

Tu reseña a Los enemigos del comercio recordaba en cierto momento “la densidad sociológica de la labor empresarial”, pero veo que prefieres dar marcha atrás: “Parece imprescindible garantizar al menos que esa relación [la laboral] sea realmente voluntaria. Y, la verdad, resulta llamativa la enorme cantidad de medidas coercitivas, a veces muy violentas, que hacen falta para que la gente acceda “voluntariamente” a vender su fuerza de trabajo con una enorme desigualdad en la capacidad de negociación entre trabajadores individuales y empresarios”. Reaparece así el “te ganarás la vida con el sudor de la frente” como pecado original, algo que el escriba bíblico imputa a “la mujer” (eva en hebreo) y Marx a la propiedad privada, si bien esclavitud y servidumbre fueron endémicas hasta consolidarse la sociedad comercial. Reclamas que el aspirante a un empleo remunerado tenga más “capacidad de negociación” —para poder vender así “voluntariamente” su trabajo—, y te invito a contextualizar el desiderátum: ¿En qué zona del planeta hay, a tu juicio, más capacidad de negociación laboral, y en qué medida influye sobre ello la tasa de paro? 

Marx no dedicó páginas al derecho del trabajo, pues consideraba imposible todo avance real en ese terreno hasta abolir la propiedad privada, un acto al que algunos se resisten irracionalmente, pues sólo entonces “correrán a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”. Mientras subsistan el tuyo y el mío todo estará corrompido por los intereses de la privacidad, empezando por la moral y el derecho. ¿Qué te parece ese criterio de “amoralidad revolucionaria”? 

Tras alegar que las empresas deben ser democráticas, y el trabajo por cuenta ajena un asunto cualitativamente más voluntario, leo que “el mercado de trabajo libre de fricción es un experimento de laboratorio —una utopía, en el sentido más negativo de la expresión— que limita gravemente nuestra capacidad de deliberación política”. Veo que cambias de criterio sobre la utopía, un fenómeno cuyo aspecto positivo te sugirió llamar “Un elogio del presente” a la reseña sobre mi libro, y cuyo aspecto negativo te permite volver los ojos sobre el mundo prosaico. Muy bien, sigamos con los ojos puestos en él y comprobaremos que el mercado no necesita estar “libre de fricción” para ser un mercado libre, pues sólo a partir de la ionosfera reina un relativo vacío. De allí para abajo todos los actos implican roce, y que el trabajo pueda contratarse me parece una bendición comparado con los sistemas esclavistas y serviles, por no mencionar la salvajada del reclutamiento industrial decretada en su día por la parte/todo, el Partido. La alternativa sempiterna al mercado de bienes y servicios es el mercado de personas. 

Por lo demás, no me queda claro el “nuestra” que antepones a deliberación política. Como el “nos” del “nos resultan poco atractivas” (interpelación 1), vacilo entre pensar que te refieres a la mayoría estadística —lo que suele llamarse “la gente”— o a los antiliberales en particular. 

Luego aseveras que “los países con mayor movilidad social son los que tienen un estado social más desarrollado”. No tengo datos planetarios al respecto, pero bien podría ser el caso. Jamás me ha parecido arbitrario el welfare state, sino más bien la respuesta pragmática al guerracivilismo. Estados Unidos se vacunó de esa tentación ya antes de la Gran Guerra, aunque en Europa no estamos igualmente a cubierto, y las instituciones del welfare —creadas por el Liberal Party británico entre 1914 y 1916— me parecen estupendas. También se lo parecieron a Keynes y hasta a Hayek, por mucho que algún desinformado alegue otra cosa. A tales efectos lo fundamental es recordar que sólo los países prósperos pueden permitirse dichas prestaciones, y que a cada ciudadanía corresponde decidir si le conviene más la seguridad privada o la pública. 

Buena parte de Europa optó por lo segundo, y bendita sea. Por lo demás, no nos equivoquemos sobre el origen de los recortes a esas prestaciones. Su causante no es el Gobierno, obligado a algo siempre impopular por el calamitoso estado de la Hacienda, sino quien se dio un baño de multitudes a costa de vaciar las arcas públicas, prefiriendo hipotecar a sus sucesores. La esfera económica es un universo autorregulado, donde la capacidad de las instituciones estatales no sólo resulta limitada sino a menudo problemática, porque para arreglar aquello solemos estropear lo otro, y basta tener presente que, allí de donde no hay, no se saca. Los intereses del debe sólo se pagan con desplomes del valor, y cualquier subvención a una rama sin expectativas de convertirse en fructífera constituye un agravio comparativo para todo el resto. 

Por último, afirmas que “las sociedades menos igualitarias padecen mucho más un repertorio de problemas sociales y malestares asombrosamente amplio: menor esperanza de vida, más violencia, peores resultados educativos, más desconfianza en los demás, más acoso escolar, más enfermedades mentales, mayores niveles de encarcelamiento...”. Trataré de encontrar el estudio mencionado de Wilkinson y Pickett, para informarme mejor sobre la naturaleza dependiente de esas variables. Quizá en tu próxima interpelación me aclares cuáles son las “sociedades menos igualitarias”.

 

[3]

Estimado Antonio:

Me parece que es difícil que vayamos a encontrar un punto de consenso respecto a la interpretación del sentido general de algunos procesos históricos de largo recorrido. Por ejemplo, podría recordarte los cinco millones de muertos en Vietnam; responderte que si no se puede responsabilizar a Friedman de los crímenes de Pinochet —a pesar de que, por cierto, mantuvieron una relación muy cordial—, menos aún se puede culpar a Marx de los de Stalin; que si algunos intelectuales socialistas han vivido sin trabajar, otros tantos liberales son funcionarios napoleónicos pagados por papá Estado… Por eso me parece más provechoso, en vez de ir glosando minuciosamente tus comentarios, utilizarlos para explorar algunos temas adicionales de forma que podamos seguir detectando acuerdos y discrepancias.

Lo primero tiene que ver con la libertad personal. Fui insumiso, estuve condenado a cuatro años de inhabilitación y visité a muchos compañeros en la cárcel. Así que, créeme, soy extremadamente reacio a la intromisión del Estado en mi vida. En ese sentido, la izquierda comparte algunos rasgos importantes con el liberalismo político más honesto. Me parece injusto identificar el igualitarismo con un deseo de control colectivo. Yo diría que es más bien al revés. La generalización del mercado en la modernidad es contemporánea de la aparición de aparatos de control gubernamental a una escala nunca antes conocida. El neolibealismo es una época de gran control social: se ha multiplicado el gasto militar y policial, el número de personas encarceladas o la concentración de los medios de comunicación hegemónicos. Limitar el peso del mercado en nuestras vidas e incrementar la igualdad no nos protege automáticamente del autoritarismo estatal, pero ayuda. 

Eso no significa renunciar a la iniciativa privada y al mercado, aunque me parece que sobrestimas muchísimo el papel que desempeñan las empresas en la innovación tecnológica (por ejemplo, más del 70% de los artículos científicos citados en las patentes industriales estadounidenses proceden de instituciones públicas). Lo crucial, para mí, es que muchos liberales juegan con un malentendido entre los mercados históricos y el capitalismo como sistema mercantil generalizado. El mercado es una institución prácticamente universal y a veces socialmente muy positiva, pero que tradicionalmente ha sido periférica: algo que pasaba algunos días en ciertos lugares, por ejemplo los días de mercado en la plaza del mercado. Nuestra civilización es la primera que ha intentado que las relaciones competitivas que se dan en el mercado colonicen la práctica totalidad de realidad social. Con escaso éxito, por cierto. A eso me refería cuando decía que es un proyecto utópico. Nunca ha habido mercados libres como los que describen los manuales de economía y busca el FMI. No sólo la mercantilización generalizada ha sido un proceso extremadamente violento, sino que la mayor parte de los mercados masivos han sobrevivido gracias a una intervención permanente de los gobiernos, que han socializado pérdidas y privatizado beneficios. Las ayudas de EE UU a su banca han supuesto el equivalente a varios planes Marshall, por no hablar del ejemplo mucho más cercano de Bankia. No sé si la justicia social es un oxímoron, pero llama la atención lo mucho que tiene que intervenir el Estado para respaldar y financiar la injusticia económica. 

 

Estimado César:

El principal problema de que consideres “más provechoso” no “ir glosando minuciosamente” mis comentarios es que —como en tu reseña a Los enemigos del comercio— la costumbre de picar y pasar a otra cosa me impide saber siquiera qué piensas de Marx y Lenin, o de Cuba y China, e incluso qué política práctica propone el “igualitarismo”.

Ahora alegas en primer término los millones de muertos en Vietnam y que “si no se puede responsabilizar a Friedman de los crímenes de Pinochet —a pesar de que, por cierto, mantuvieron una relación muy cordial— menos aún se puede culpar a Marx de los de Stalin”. Pero Marx propuso textualmente “aliviar los dolores de parto del hombre nuevo con terrorismo” (repasa al efecto su Nueva Gaceta del Rhin, último número), y Stalin gobierna precisamente en su nombre. La imaginaria regla de tres —lo que Stalin es a Marx lo resulta más “aún” Pinochet a Friedman— resulta tan incongruente como equiparar guerras con hambrunas. En el sudeste asiático mataron con metralla y napalm. En Rusia quien mata entre 1918 y 1921 —a seis veces más personas en un tercio del tiempo— es una escasez de proteínas y combustibles disparada por las requisas de Lenin, pues antes de sufrirlas a cambio de billetes devaluados el campesino prefiere reducir al mínimo la superficie cultivada, e incluso sacrificar a sus animales. 

(Por lo demás, tanto nos enfureció la masacre alevosa de Vietnam, que en 1965 tres amigos fuimos a su consulado en París para preguntar si admitían voluntarios. El funcionario repuso: “Vienen miles como ustedes, sobre todo norteamericanos, pero no sobrevivirían a la selva. Sí les agradeceríamos mucho cualquier aportación económica”. Luego, los campos de “reeducación” provocaron una mortandad superior a la bélica, y la huida de medio país.) 

El problema de analogías como las recién mencionadas es que siguen eludiendo el asunto crucial de si la propiedad privada y el comercio pueden sustituirse ventajosamente por otras instituciones, y omiten tanto la naturaleza específica del autoritarismo comunista como su propia historia. Leo luego que “fui insumiso, estuve condenado a cuatro años de inhabilitación y visité a muchos compañeros en la cárcel. Así que, créeme, soy extremadamente reacio a la intromisión del Estado en mi vida”. En 1964 fui el único degradado por “indisciplina e ideas subversivas” entre los 5.000 y pico alféreces que juraron bandera en el campamento de La Granja, si bien en vez de inhabilitación para cargo público obtuve 14 meses de batallón disciplinario en Ventas de Irún. Desde entonces me tomé a pecho desafiar preceptos injustos, y pasaría otros 14 meses en un par de penales a cuenta de la cruzada farmacológica. 

Comentas que “si algunos intelectuales socialistas han vivido sin trabajar, muchos liberales son funcionarios napoleónicos pagados por papá Estado”. Lejos de sorprenderte que no “algunos” sino todos los cabezas de fila —Blanqui, Bakunin, Marx, Engels, Lenin y Trotsky— fuesen señoritos, la constatación te mueve a alegar que “muchos” liberales son empleados públicos. Ahora bien ¿quién incluye en su programa como punto irrenunciable que todos vivirán a expensas del Estado? ¿Los liberales? Sin ir más lejos, ¿te consideras tú un funcionario napoleónico? 

En cuanto a que “la izquierda comparte algunos rasgos importantes con el liberalismo político más honesto”, sólo puedo repetir que el socialismo es a mi juicio —y al de Bernstein y Jaurès— la rama del pensamiento liberal comprometida con la democracia. Cuando era joven solía decir que quien no es de izquierda es un energúmeno, algo que sigo pensando mientras entendamos por izquierda compasión hacia los demás y respeto incondicional por el conocimiento. Con el paso de los años fue ahondándose la diferencia entre esa acepción y el rencor victimista encarnado originalmente en el “los últimos serán los primeros” —reformulado dos milenios después como “el motor del progreso es la lucha de clases”—, y sugiero que el término se ha hecho demasiado equívoco. Quienes antes se reconocían como de derechas prefieren hoy llamarse centro; apenas nadie osa apoyar abiertamente el totalitarismo inaugurado por los bolcheviques; los nostálgicos de una izquierda “unida” podrían llamarse eurocomunistas sin faltar a la veracidad, y para describir las opciones actuales de voto quizá ninguna dicotomía valga, diría yo que por fortuna, pues cualquier retroceso del maniqueísmo es progreso. 

Discutir “el papel que desempeñan las empresas en la innovación tecnológica” —y basarse para ello en “los artículos científicos citados en las patentes industriales estadounidenses”— es una ocurrencia tan infundada como hablar de “época neoliberal” cuando ni siquiera defines en qué se distingue de la liberal. Luego declaras que ha tenido “escaso éxito” el intento de “que las relaciones competitivas que se dan en el mercado colonicen la práctica totalidad de realidad social”, y si bien empezaste este intercambio de ideas afirmando: “nuestra vida se ha hecho mucho más libre y menos impositiva”, ahora aseveras que “la mercantilización generalizada ha sido un proceso extremadamente violento”. ¿En comparación con qué? La sociedad comercial —así llamada desde Thomas Paine— se distingue del resto de las ensayadas por no recurrir sistemáticamente a la violencia. En su presente estadio convive sin duda con la venalidad y el embrutecimiento, pero ¿desde qué jerga partidista está siendo juzgado el lenguaje? O, si lo prefieres, ¿dónde está la alternativa? 

Rematando la secuencia de preguntas contestadas con preguntas o silencios, mencionas “lo mucho que tiene que intervenir el Estado para respaldar y financiar la injusticia económica”. A mi entender, las instituciones estatales son tan inocentes en principio como un recién nacido, y el civismo exige oponerse a que un Gobierno u otro las manipule en beneficio de sectas mafiosas, cuya vitalidad depende del secreto, el fraude y el chantaje. Renunciemos a anteponer el fin a los medios —según propone el “hasta la victoria siempre”—, y estaremos a cubierto de ingenuidades impuestas por neuróticos de la autoimportancia, discípulos en todo caso del mesías sanguinario embalsamado en la Plaza Roja.

 

[CONCLUSIÓN]

De César Rendueles 

Me quedo con la sensación de que no hemos conseguido centrar la conversación en lo que creo que es el punto crítico de los debates acerca de los límites del mercado y el capitalismo. Me refiero al modo en que nuestro sistema económico restringe la democracia. Mariano Rajoy ha dicho en varias ocasiones que ha incumplido el programa político con el que fue elegido porque así lo exigían “los mercados”. Si hubiera dicho que esa exigencia procedía de “los militares” o de “los franceses”, nadie dudaría de que estaríamos hablando de un golpe de estado. O recordemos la reforma del artículo 135 de la Constitución pactada en secreto por PSOE y PP en 2011. ¿Por qué cambiar la Constitución es inimaginable si lo piden los catalanes y tan sencillo si lo exige el Banco Central Europeo? ¿Por qué cuando se trata del mercado aceptamos con naturalidad ese socavamiento de la legitimidad política instituida? La confianza en el mercado suele camuflarse de pragmatismo pero se basa en el miedo a la democracia. Porque la democracia, es cierto, es una idea escandalosa. Su fundamento es la idea de que sólo podemos decidir lo que es justo o injusto a través de la deliberación en común. Las élites nos han convencido de que es un proyecto muy peligroso, que el populacho no está preparado para intervenir en política y es mucho mejor obedecer a los expertos económicos y políticos o coordinarnos espontáneamente en el mercado. Ese es el consenso que desafían las iniciativas igualitaristas dignas de tal nombre. El igualitarismo es la otra cara de la apuesta por la democracia. Desafía la ideología elitista y, además, recuerda que la deliberación política en común es imposible dados ciertos niveles aberrantes de desigualdad. Resulta absurda la idea de que Montoro o algún otro ministro millonario tiene algo que decirse con un trabajador pobre que cobra el salario mínimo y necesita recurrir a Cáritas para alimentar a su familia.

 

De Antonio Escohotado

“Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejía moral.” 
José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 1930 

Hace unos quince años, comprobar que la historia del comunismo abundaba en lagunas me decidió a estudiarla en detalle, básicamente porque soy incapaz de entender a fondo cosa alguna sin partir de su génesis y desarrollo. Tampoco imaginaba entonces hasta qué punto prestar al tema una atención incompartida me haría cambiar de idea tantas veces, ni que fuese el mejor regalo para recorrer el otoño avanzado de la vida 

 El presente intercambio de pensamientos deriva de que quise evitar una crítica en sentido prekantiano —cultivando por eso la distancia estética que llamamos neutralidad valorativa—, y la reseña de César detectó en la obra un tono “airado y oracular”, que pasa por alto a “historiadores del movimiento comunista”. Tres interpelaciones llevamos, pero sigo sin saber a qué pasajes del libro se refería, y quiénes son esos historiadores. 

Pudiendo rectificar o reafirmar lo expuesto en dicha recensión, ha preferido ir contestando mis preguntas con otras, aunque yo me atenga una por una a las suyas, con un método argumental forzado por la incongruencia originaria: dichos historiadores deberían existir (aunque no existen), y soy yo —no Marx y sus epígonos— quien cultiva el fraseo vitriólico/pontifical. Por última vez, aclaro que mi aspiración es reconstruir el pasado. La suya es ahormarlo a la guerra civil como ley trascendental del progreso humano, y tirar a la “papelera del olvido” todo hecho ajeno a lo profetizado. 

 ¿Cómo seguir siendo marxista cuando dejó de ser el opio de los intelectuales, en palabras de Aron? Me parece que el diálogo ensayado responde a dicho interrogante con elocuencia, ya que no con franqueza. Sólo me queda recordar que si la buena salud persiste llegaré al abrazo de Chávez con Ahmadineyad, y entonces será el momento de aprovechar lo aprendido para pasar de la indagación a la reflexión, actualizando lo ya expuesto por Aristóteles sobre tópicos, argumentos sofísticos y modalidades válidas de inferencia. Entretanto, el tomo III sigue intentando convertir recuerdos borrosos y maquillados en cuadros algo más nítidos. 

 Tanta pasión maniquea rodea el tema, que la mayoría de las entrevistas suscitadas por el tomo II son preguntas contestadas por el entrevistador —“¿qué límites deben imponerse al mercado?”, “¿seguirá recortándose el gasto social?”, “¿estamos ante la crisis general del capitalismo?”—, borrando así la diferencia entre saber qué pasó y una profesión de fe. Algunos saben sin necesidad de estudiar, convencidos como san Agustín de que la Revelación ofrece respuestas para todo, y sobra “esa curiosidad indiscreta llamada ciencia”. 

 El curso de la historia puede concebirse como educación de la voluntad por la inteligencia, un proceso interrumpido por holocaustos apoyados sobre alguna visión simplificadora, que en nombre de la eugenesia —social, racial o mental— devuelven transitoriamente a la tiranía del deseo inmediato. Los neuróticos héroes de esos sacrificios compensan su desdicha erigiéndose en domadores de personas, y fortalecer nuestra inteligencia depende de desenmascararlos. Con todo, parece todavía más eficaz para el bien común abrir los ojos a quienes siguen añorando el chasquido de su látigo, y el pasado constituye nuestro único retrovisor.

 

César Rendueles

César Rendueles (1975) es sociólogo, ensayista y profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Como antólogo ha publicado dos recopilaciones de textos de Karl Marx, El Capital y Escritos sobre materialismo histórico. Es autor de Sociofobia: El cambio político en la era de la utopía digital (2013).

Antonio Escohotado

Antonio Escohotado (Madrid, 1941) es jurista, filósofo y sociólogo. Ha traducido a Hobbes, Newton y Jefferson, y ha publicado ensayos de muy diversa temática, entre ellos Historia general de las drogas (1998), Caos y orden (1999) y Los enemigos del comercio (volumen I en 2008, volumen II en 2013).

Ilustraciones de Ginés Martínez (Valladolid, 1972). Dibujante habitual y oyente insaciable de Robert Wyatt. Publica cómics de modo independiente con el sello de Ediciones Pneumáticas y es promotor de la Muestra de Editores Inclasificables en la Biblioteca Pública Casa de las Conchas de Salamanca.