Saltos en el vacío
El futuro describe una noche como cualquier otra en un piso de jóvenes tras la victoria socialista de 1982. Luis López Carrasco, autor de este laureado experimento cinematográfico analiza la relación entre su generación —la de los nacidos en los primeros 80— y la de quienes hicieron la Transición.
“Soy la oscuridad que te rodea, soy la silla en que te sientas,
soy los ojos que te miran
y, al articular sonidos en tu oído,
soy un grito indefinido, una forma inacabada […]
Soy el vacío en que caes,
soy la penumbra.”
Los iniciados. Soy el vacío.
La película estaba más o menos clara en sus intenciones y desdibujada en sus contornos. Describiría a un grupo de jóvenes a finales de 1982, una fiesta inagotable dentro de un piso viejo, un piso vacío de abuela franquista profanado una noche sí y la otra también con alegría cruel por su nieto y la pandilla de su nieto (¿o era su hijo?). Una fiesta como tantas otras fiestas, con su galería de rostros jóvenes y caducos a un tiempo, exultantes y confusos, felices y tristes, locuaces y ensimismados. El retrato de las noches en que aprendimos a bailar, una mirada a un pasado reciente que se conjuga desde entonces en los mismos tiempos verbales: un pasado que no deja de suceder. El 82 como año fundacional de una nueva España, disfrazada y celebratoria, disparada al porvenir y renuente al pasado, embriagada y atenta a lo último, a lo nuevo, obsesionada con una palabra mágica: modernidad.
Tras el colorete, una línea de sombra. Un retrato colectivo con sombra al fondo. La película tenía que ser bulliciosa, ruidosa y caótica y adquiriría el aspecto de un material encontrado, amateur: unas imágenes de archivo rodadas por aficionados en una fiesta de las de entonces, que bien podrían resultar las fiestas que celebrábamos hasta ayer mismo. La rodaríamos en 16mm y la música sonaría a tal volumen que la mayor parte de los diálogos quedaría anegada por una marea de ruido de fondo, desaparecería entre crepitar de interferencias. La película, precisamente por integrar todos los sonidos —una cacofonía de risas, gritos y bailes—, se convertiría en un film mudo.
Hay una escena de Arrebato de la que siempre he querido ver más. En los super 8 domésticos que Pedro P. (Will More) envía a José Sirgado (Eusebio Poncela) aparece una fiesta de cumpleaños. Alaska lleva una tarta, ante la cámara asoma gente joven y no tan joven, parecen felices y dichosos. Siempre he querido saber de qué hablan, siempre he querido saber por qué están tan contentos. Al final de ese microsegmento de menos de un minuto de duración traen un regalo a Pedro P. Un gran paquete envuelto en papel satinado y lazos de colores. Dentro de la caja hay otra caja, y dentro de esa segunda caja no hay nada. El regalo es únicamente envoltorio luminoso. Dentro sólo hay vacío.
Hablo de la película durante más de un año con Luis Ferrón, productor ejecutivo y director de producción. ¿Cómo organizar un rodaje que quiere ser un retrato vivo, naturalista e improvisado de las sinergias de una fiesta? ¿Cómo conseguir que los actores se olviden de que están en un rodaje? La solución es sencilla. Pero nos da miedo. El rodaje tendrá que ser una fiesta. El rodaje, ese momento irrepetible de una producción donde todos los procesos tienen que estar controlados al detalle para minimizar la sorpresa y el error, donde los recursos y las energías requieren una optimización ajustadísima, donde el tiempo es, más que nunca, dinero. El rodaje, en esta ocasión, tendrá que renunciar al control. Es más, estamos convencidos de que alcanzaremos el material que deseamos si nos sumergimos en el descontrol, si nos dejamos guiar por el azar. Tenemos que asumir ese riesgo, el riesgo de que lo que rodemos puede ser una nada sin relación entre sus partes, sin hilo posible. Tenemos que atrevernos a perder el control y dejar que un equipo mínimo se enfrente a una montonera de actores borrachos. Tenemos que saltar al vacío. El rodaje durará dos días y sólo dispondremos de cuatro horas de negativo.
Futuro instantáneo
“Pero, paradójicamente, lo ‘moderno’ no se conjugaba con
la palabra ‘vanguardia’. Todo lo contrario: durante los años ochenta,
la ‘vanguardia’, demasiado vieja, demasiado militante, dejó paso a la
‘postmodernidad’, un término más acorde con las ideas y sentimientos de
todas aquellas fuentes que nutrieron la gestión pública
de la cultura y su disfrute.”
Jorge Luis Marzo.
¿Puedo hablarle con libertad, Excelencia?
“Antiguas, antiguas, que sois unas antiguas”. Son las palabras que arrojarían, tras una alambrada, Eduardo Haro Ibars y Leopoldo María Panero a los presos políticos —militantes del PCE y otras agrupaciones de izquierda— en el periodo que ambos pasaron en la cárcel de Zamora. Año 1969. La alambrada les separa porque los dos poetas son delincuentes “comunes”. La historia procede de Luis Antonio de Villena en su Madrid ha muerto, novela febril y decadente, esplendorosa y ruinosa. Ese gesto iconoclasta, visionario y precoz, anticipa sin saberlo y sin quererlo un mundo que aterrizará una década más tarde. A inicios de los ochenta España se obsesionará hasta lo indecible con dejar de ser “antigua”, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Ya he citado aquí a Alaska, Zulueta, Haro. El underground en España, no lo olvidemos, emana de las élites. Tanto en los sesenta como en los ochenta.
Siempre me han llamado la atención las muy disímiles experiencias de la juventud que vivieron mis padres (tener 20 años en 1975) de las que vivieron mis tías (tener 20 años en 1980). La juventud de mis padres la enhebra el antifranquismo, la semántica cultural es la de la canción protesta, su generación pilota la Transición, es la clase dirigente desde entonces y lo será hasta la actualidad. El mundo universitario de mis padres en Granada es pequeño y se mueve al ritmo de la moral franquista y el compromiso político con la democracia. Mis padres no tienen dinero ni recursos para ir a discotecas. Probablemente ni siquiera haya discotecas. Tampoco tienen el convencimiento de que la juventud sea un momento vital cuyo objetivo primario sea “pasarlo bien”. No saben qué es un cubata o qué es estar a la moda. La mayor parte de la juventud de provincias todavía se dirime entre la austeridad y la escasez. Suerte tienen con estudiar. Sin embargo, sólo cinco años más tarde, la juventud de mis tías —estoy hablando de clase media con estudios superiores— se narra y describe del mismo modo que la mía. Sus fiestas son mis fiestas. El futuro ha llegado de golpe. Su juventud es mi juventud, ya hemos logrado disfrutar de la libertad embriagada y la noche inagotable que antes sólo poseían Eduardo Haro, Panero, Will More y sus amigos, los hijos de las elites franquistas. Hemos accedido a ese lugar, el lugar de los privilegiados.
Hablar de 1982 no es hablar tanto de la clausura de un ciclo sino del comienzo de un estado de cosas, que incide en los valores y los afectos. Como si de un doble salto generacional se tratara, en los ochenta se generaliza a una velocidad endiablada todo un sistema de usos y costumbres que enmarca las relaciones sociales y sentimentales, laborales y civiles. Se constituye un nuevo horizonte para el consumo y un nuevo significado para el ocio. España hace magia ante el asombro y aplauso de la comunidad internacional: se vuelve democrática de la noche a la mañana. Pero además se vuelve moderna. El coste de todo ese gasto en maquillaje correrá en un primer momento de parte de los Presupuestos Generales del Estado. De un día para otro, en un instante, España se precipita hacia el futuro. Decido titular la película así, El futuro, pues la película nace de un momento personal y colectivo que se halla en las antípodas de esa efervescencia, 2011, en donde por primera vez en mi vida me quedo sin planes de futuro. La precariedad y la incertidumbre es tan alta que se me borra la imaginación. La fiesta ha terminado y parece que llevamos ya muchas décadas bailando una música que hacía tiempo que había dejado de sonar.
Decido titular la película El futuro pues se relaciona con un momento de la historia de España en la que parece que andábamos sobrados de porvenir y convoco en ella a esas tres generaciones. Mis padres, sus hermanos menores y nosotros mismos. La película no pretenderá ser tanto una tarjeta roja al baile de máscaras de la vaporosa Movida sino a cómo esa experiencia de la juventud ha dictado los horizontes y objetivos de mi propia juventud. Dado que el rodaje será una fiesta a la que vendrán amigos plusmarquistas en borracheras, nocturnidad y alevosía, la película será en el fondo el retrato de cómo mi generación (en los noventa, en los dosmiles) se ha mirado en una generación previa para recrear tics pasados y codificar sus biografías bajo unas metas que eluden cualquier proyecto común —antiguas, antiguas, que sois unas antiguas— para orientarse hacia la consecución de objetivos individuales y materiales. El espíritu de los tiempos, el espíritu de ese tiempo. Democracia parlamentaria, economía de mercado, cultura como simulacro, sociedad civil en derribo. Ese modo de organizarnos como sociedad se visibiliza, desde mi punto de vista, en 1982. Confundimos modernidad con modernez.
La generación de mis padres, los que ponen la música, aparece por omisión durante todo el film, aunque comparece en dos ocasiones. En una secuencia de cuerpo presente: dos progres de pasado supuestamente revolucionario hablan de ETA y la lucha armada. El diálogo es casi una parodia, parecen repetir consignas repetidas muchas veces, desde el confort del sábado noche (en realidad Luis Parés, actor y coguionista del film, repite las declaraciones proetarras de un obrero andaluz en el País Vasco en el documental Atado y bien atado). El otro momento en el que comparece la generación de mis padres es en el prólogo del film. Pero comparece de cuerpo ausente. La pantalla permanece en negro. Hay un vacío en la sala, un hueco. Felipe González ha ganado las elecciones. Como un conjuro atemporal las palabras del cargo electo del PSOE resuenan como un mantra que parecen a la vez una promesa y una condena. Los tres objetivos de la sociedad española en 1982 son, por este orden, consolidar la democracia en España, superar la crisis económica y concluir la construcción del Estado de las autonomías. “Ningún ciudadano debe permanecer ajeno a la hermosa labor de modernización, progreso y solidaridad que hemos de realizar entre todos. La colaboración de cada español, dentro de su ámbito, es esencial para sacar a España adelante.”
La película, ya desde sus primeros minutos, suena a derrota.
Luis López Carrasco
Luis López Carrasco (Murcia, 1981) es guionista, director y escritor. Es cofundador del colectivo audiovisual Los Hijos, dedicado al cine documental y experimental. El futuro ha sido proyectada en los festivales de Buenos Aires, Róterdam, Sevilla, Valdivia y D’Autor de Barcelona.
Fotografías de Aída Páez (Santander, 1982).