Literatura y enfermedad
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Veamos: en el escenario, algunos objetos (una mesa y dos sillas, una camilla, una estantería con obras médicas de consulta, varios frascos) permiten al espectador pensar que está frente a la consulta de un médico en torno a 1904 o fecha similar; precisamente, un actor caracterizado como médico se encuentra sentado a la mesa completando unos papeles cuando golpean a la puerta. Alguien (llamémoslo James Joyce, por ejemplo) ingresa por la derecha al escenario después de que el médico se lo ordene: es joven pero camina encorvado y parece tener dificultades para ver con claridad a cierta distancia.
“¿Qué puedo hacer por usted?”, pregunta el médico. James Joyce responde: “En el transcurso de un encuentro nocturno con la realidad de la experiencia es posible que haya adquirido la enfermedad descrita por Galeno: he estado orinando anzuelos de pesca durante semanas”. El médico le hace una seña para que se acerque y se baje los pantalones; reticente, Joyce accede y pone al descubierto un miembro viril cubierto de pus que el médico sostiene un momento entre el pulgar y el índice de su mano izquierda: de su extremo cae una gota de pus de color blanquecino. “Gonorrea, efectivamente”, constata. “Veremos si reacciona bien a la irrigación con permanganato potásico. Por favor, póngase de pie y sostenga esta bacinilla bajo sus partes”, agrega. Extrae una jeringa de considerables dimensiones repleta de un líquido de color ligeramente azulado, lo introduce en el meato urinario del paciente apretando el glande y bombea el desinfectante, que provoca un reflujo de pus y orina y sangre que se derrama en la bacinilla. Joyce, naturalmente, se desmaya.
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Algún tiempo atrás, John J. Ross preparaba una presentación con fines educativos sobre la sífilis cuando creyó recordar que William Shakespeare había escrito acerca de ella. Ross, un experto en enfermedades infecciosas en un hospital de Boston, había comprobado que los avances en materia de tratamiento de los pacientes infectados con VIH había tenido como consecuencia una relajación de la moral sexual y que ésta estaba provocando un aumento de los casos de sífilis; su presentación no tenía otra finalidad que la de alertar a los adolescentes acerca de la existencia de una enfermedad sobre la que prácticamente no se hablaba desde hacía décadas en los Estados Unidos, a despecho de su popularidad en épocas pasadas. Lo que descubrió, sin embargo, fue más allá de esta tendencia, que había motivado su pequeña investigación en primer lugar: toda la obra de Shakespeare estaba salpicada de referencias a la sífilis. ¿Existía algún tipo de vinculación entre su obsesión con la enfermedad y lo único que se sabe con certeza acerca de su persona, el temblor que lo asaltó en los últimos años de su vida? Ross creyó que sí y escribió un artículo para una revista especializada cuya repercusión lo animó a continuar ocupándose del tema. Shakespeare’s Tremor and Orwell’s Cough: The Medical Lives of Famous Writers [El temblor de Shakespeare y la tos de Orwell: Las historias médicas de los escritores famosos], el libro publicado en 2012 del que proviene la historia de la gonorrea de Joyce, es el resultado de un talento singular surgido tanto del conocimiento de la medicina como del de la literatura, y la consecuencia de una preocupación recurrente no sólo en los médicos.
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No parece improbable que nuestro interés en las biografías de los escritores y en sus autobiografías se deba principal (y a menudo exclusivamente) al entusiasmo que nos provocan los padecimientos médicos de los otros: sin estos padecimientos, las colas en el mercado serían aún más irritantes; las reuniones sociales, más pedestres; las convalecencias, más monótonas. A mí, una internación breve algunos años atrás me llevó a convertirme en un pequeño experto en hernias testiculares, de las que mi compañero de habitación (que había padecido tres) me informó regular y detalladamente, mostrándome (por cierto) las que acababan de quitarle. Mis padecimientos médicos (todos de carácter crónico, todos medianamente relevantes, todos vinculados a restricciones y a imposibilidades, todos más o menos mortales a largo plazo, como la vida) importan poco aquí, pero parece necesario mencionar que, si en alguna ocasión me refiero a ellos, el entusiasmo y el interés de mi interlocutor aumentan de manera exponencial. Algo en la naturaleza de la enfermedad nos aproxima, posiblemente la constatación de que nuestra existencia está sometida a padecimientos similares. Que también lo esté la de los escritores no debería sorprendernos, pero lo hace, y en ello parece haber un testimonio de la forma en que al menos hasta tiempos recientes considerábamos a los escritores y a su obra al margen del tiempo y de las circunstancias vitales, en una inmortalidad de la que la existencia terrena sólo era un paréntesis; si acaso uno incómodo y atravesado por la enfermedad: en tiempos recientes esa consideración sólo parece destinada a los escritores de derechas, a los diseñadores de moda y a los que inventan dispositivos electrónicos, pero aun así nos interesan las enfermedades de los escritores, que los humanizan. Vaya, son como nosotros, parecen pensar algunos; como si no fuese evidente que lo son y que la única razón por la que la literatura tiene algún tipo de relevancia es que es testimonio de la posibilidad de trascender la condición común, de ir más allá de los condicionantes de una época y de una existencia francamente malas pero tampoco mejorables.
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Al parecer (y esto lo sugiere Ross), Shakespeare murió a consecuencia de una fiebre tifoidea no vinculada con su envenenamiento con mercurio, un ingrediente habitual en los baños que se prescribían a los enfermos de sífilis en la época victoriana; Jonathan Swift padeció demencia senil (destinó su herencia a la creación de un asilo para alienados en Dublín, que aún existe, sosteniendo que ninguna ciudad lo necesitaba más); Nathaniel Hawthorne parece haber muerto de una trombosis relacionada con un cáncer de estómago que la medicina de su época no podía diagnosticar ni curar; la vida de su amigo Herman Melville estuvo lastrada por las tragedias familiares, las malas críticas, el alcoholismo y las enfermedades mentales, pero el autor de Moby Dick parece haber muerto de un ataque cardíaco, como William Butler Yeats; todas las Brontë murieron de tuberculosis (quien tenga en cuenta la gran cantidad de lluvia que cae en sus novelas y las lágrimas que se vierten en ellas se preguntará por qué no murieron ahogadas); a los cuarenta años de edad, Jack London tenía piedras en los riñones, dolor articular y problemas dentales que se sumaban a un consumo regular y extensivo de alcohol, morfina y tabaco (sesenta cigarrillos rusos diarios, sin filtro), así como a una alimentación compuesta casi exclusivamente de bonito, pato poco hecho y lo que el autor de El llamado de la selva denominaba “sándwiches caníbales” (carne cruda con cebollas picadas), pero en ese período escribió sus mejores historias; George Orwell sobrevivió a los meses de mendicidad que relató en su libro Sin blanca en París y en Londres y a una bala en el cuello durante la Guerra Civil española para morir de una tuberculosis que lo había perseguido toda la vida; Jorge Luis Borges, Gilberto Owen, Aldous Huxley, John Fante, James Joyce, James Frazer, Jean Paul Sartre, Wyndham Lewis y Alejandro Sawa murieron ciegos. Según Ross, tras perder la vista, John Milton recurrió a sus hijas, a las que enseñó, para que le leyesen en voz alta, cómo pronunciar palabras en griego, latín, italiano, español, francés y hebreo, pero no les enseñó el significado de esas palabras, ya que, en su opinión, “para la mujer, con una lengua es suficiente”.
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No fueron los únicos escritores enfermos, ni siquiera los que peor lo pasaron, y alguien debería elaborar algún día un catálogo de las enfermedades y los autores que las padecieron para el que no tengo aquí ni el tiempo ni el espacio. Una contribución a ese catálogo futuro, sin embargo: Francis Scott Fitzgerald, Sinclair Lewis, Eugene O’Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway, John Steinbeck, Edna St. Vincent Millay, Hart Crane, Thomas Wolfe, Dorothy Parker, Ring Lardner, Djuna Barnes, John O’Hara, Tennessee Williams, John Berryman, Carson McCullers, James Jones, John Cheever, Jean Stafford, Truman Capote, Raymond Carver y James Agee fueron alcohólicos, de acuerdo al libro de Tom Dardis The Thirsty Muse: Alcohol and the American Writer [La musa sedienta: El alcohol y el escritor estadounidense], publicado en 1989; Agatha Christie padeció un episodio famoso de amnesia; John Dos Passos perdió un ojo en el accidente de tránsito en el que murió decapitada su esposa, en 1947; también Carson McCullers perdió la visión de un ojo en torno a los veinte años de edad, como el Marqués de Sade y Fiódor Dostoievski, que la perdieron en la cárcel; Cornell Woolrich perdió una pierna a raíz de su alcoholismo; Joseph Heller padeció una parálisis vinculada con el síndrome de Guillain-Barré: habló de ella tras su recuperación en un libro titulado No Laughing Matter [No es gracioso]; más interesante aún, el escritor polaco Sławomir Mrożek sufrió un ictus cerebral que le provocó una afasia o pérdida del lenguaje: su libro Baltasar (Una autobiografía), publicado recientemente por Acantilado, da cuenta de esta condición pero también es una victoria sobre ella, ya que Mrożek escribió el libro con ayuda de su logopeda para recuperar el uso de las palabras. Ninguno de ellos fue el escritor más enfermo de la historia del siglo XX: la escritora más enferma de la historia del siglo XX fue Katherine Anne Porter. A continuación viene Samuel Beckett y después Flannery O’Connor, pero la ganadora indiscutida es la autora de La nave de los locos: se le diagnosticó erróneamente tuberculosis y permaneció internada dos años en un hospital (en realidad tenía bronquitis); estuvo a punto de morir en la epidemia de gripe de 1918 y quedó completamente calva (cuando su cabello volvió a crecer se había vuelto blanco); en el transcurso de un matrimonio que duró algo menos de un año su marido le contagió la gonorrea, lo que (según algunas fuentes) llevó a que se le tuviera que practicar una histerectomía; padeció dolores en los dientes de forma intermitente a lo largo de su vida y tuvo varios episodios depresivos; murió a los noventa años de edad, sin embargo.
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En su ensayo “Literatura + enfermedad = enfermedad”, Roberto Bolaño (quien padeció desde 1992 la insuficiencia hepática que acabó con su vida en 2003 y que siempre consideró que, de no haber caído enfermo, posiblemente no hubiese escrito con la entrega y la prisa con las que lo hizo en sus últimas décadas de vida, dejando una obra inmensa y aún parcialmente inédita) concibe la literatura como una forma de enfermedad; sin embargo, parece evidente que no es la enfermedad la que produce la obra de forma directa, sólo el imperativo de llevarla a cabo. La Biblia dice “trabaja porque llega la noche en que no se puede trabajar”, y esa noche es la enfermedad y es la muerte, lo que también parece haber sabido Warren Zevon, autor de la canción I’ll Sleep When I’m Dead [Dormiré cuando haya muerto]. (Por cierto, en sus últimos meses de vida, Zevon apostó con Johnny Cash que no sería él quien se muriese primero. Perdió. Cash murió el 12 de setiembre de 2003 y Zevon el 7 de ese mes, cinco días antes.)
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Ella Berthoud y Susan Elderkin propusieron recientemente una aproximación diferente y singularmente exitosa al tema de los escritores y las enfermedades: su libro The Novel Cure: An A-Z of Literary Remedies [La cura de la novela: Una guía de remedios literarios de la A a la Z] propone soluciones literarias a enfermedades y a situaciones vitales específicas al margen de las que hayan sido las historias clínicas de sus autores. Berthoud y Elderkin proponen combatir la agorafobia o temor a los espacios abiertos con la novela de Kobo Abe La mujer de la arena; el alcoholismo, con las novelas El resplandor de Stephen King y Bajo el volcán de Malcolm Lowry; el temor existencial, con Siddharta de Hermann Hesse; etcétera. El libro ha sido un éxito de ventas en Reino Unido y Alemania, entre otros países, lo que es magnífico al tiempo que desconcertante, habituados como estamos a creer (y esto lo creen específicamente los malos lectores y los editores perezosos) que la literatura es un paréntesis en la vida y nada tiene que ver con ella, que se trata de tiempo “perdido” y que sólo la autoayuda vincula lectura y beneficio práctico.
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Nadie quiere morir, excepto los suicidas y los que leen a ciertos escritores húngaros; en los ambientes formales, hablar de la enfermedad es considerado de mal gusto, en particular si uno lo hace minuciosamente. No discutiré el hecho de que el relato durante la comida de una infección vaginal o el de un episodio de hemorroides (contra el cual, por cierto, las autoras de The Novel Cure recomiendan Downriver de Iain Sinclair pese a que ninguno de sus personajes padece ese mal) pueden resultar desagradables (en particular si se está comiendo fabada), pero lo cierto es que, si estas enfermedades no constituyen el punto de partida para la producción literaria, sí pueden ser (y de hecho lo son desde hace siglos) uno de sus mejores temas. Vivimos en un mundo en el que los avances de la medicina y las superficies pulidas (que el ensayista polaco Adam Soboczynski señalaba recientemente como metáfora de nuestra época) nos han birlado buena parte de esos temas (por ejemplo, ya nadie sabe qué cosa es el chancro sifilítico que los poetas decadentistas consideraban el colmo de la voluptuosidad; Google ofrece un repertorio interesante de imágenes) y nos han convencido de que la enfermedad y la literatura son paréntesis en una vida que debe ser productiva y estar orientada a un fin. Este convencimiento es, sin embargo, una trampa; más precisamente, el tipo de trampa del que la literatura y la enfermedad permiten escapar, y en esto sí literatura y enfermedad son lo mismo y cumplen idéntica función. Leonardo Sanhueza señala en su libro Agua perra que “la mayor enfermedad que existe es creer que la enfermedad no es parte de nosotros y que somos sanos por naturaleza”, y es evidente que, frente a esa enfermedad, sólo la literatura y la enfermedad pueden actuar como cura o al menos como liberación: del imperativo médico de la salud, del imperativo profesional de la disponibilidad permanente, del imperativo ético de estar siempre y acríticamente felices, del imperativo social del temor a caer enfermo. Un libro reciente, Kafkas Krankheiten [Las enfermedades de Kafka] de Johannes Groß, ratifica esta afirmación: al ocuparse de la miopía, la anorexia, el mareo, la neurastenia y la tuberculosis, así como de los defectos físicos, la atención médica y los medicamentos tal como éstos aparecen en la obra del escritor checo, Groß no sólo pone de manifiesto que la enfermedad está en el origen de los vínculos de sumisión y dependencia que se establecen entre sus personajes, sino que también señala la enfermedad como la promesa de liberación que el autor de El castillo pareció encontrar definitivamente cuando descubrió que estaba enfermo de tuberculosis: por fin llegaba la enfermedad a poner fin al temor a caer enfermo y a la angustia de creer que no existe un fin a tantos esfuerzos. Más vale un final con horror que un horror sin final, afirman los alemanes, y la literatura y la enfermedad nos lo recuerdan a menudo.
Patricio Pron
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. Vive y trabaja en Madrid. Su último libro es El libro tachado.
Ilustraciones de Raquel Marín (Pradejón, La Rioja, 1980), ilustradora. Sus trabajos aparecen con regularidad en El País y The New York Times, y esporádicamente en otros periódicos y revistas de España y América. También ha ilustrado una gran cantidad de libros —y cubiertas de libros— para Random House Mondadori, Gadir o la Oxford University Press. En 2007 recibió el Premio INJUVE de Ilustración.