La grandeza argentina
La pena es no haber ganado aquella final de 1930. Tal vez, de haberla ganado, hubiéramos podido quedarnos tranquilos de una vez y para siempre; seguros de que éramos los mejores de todos y listo, que nuestro tan anunciado destino de grandeza había quedado irreversiblemente asentado. Porque Argentina disputó aquella final, la del primer mundial de todos, y hasta logró ponerse en ventaja en el marcador del partido. De haber sido no sólo campeones del mundo, sino los primeros campeones del mundo, los campeones inaugurales, los fundadores del ser campeón, es seguro que se hubiera establecido definitivamente la evidencia de la tan anhelada superioridad nacional, ese señaladísimo destino argentino de imperar en América y en el mundo.
No son pocos los factores que alimentan esa creencia: el milagro de los cuatro climas, el prodigio de un suelo fertilísimo, la riqueza espontánea que consagró a la patria como “el granero del mundo”, la declarada adhesión de Dios, una capital, por lo demás tan europea, insertada en plena América del Sur, el suministro permanente de talentos impares al mundo, etc., etc., etc. Todos estos factores, y algunos más, alimentan la creencia; y uno solo, nada más, aunque implacable, la contradice: la realidad. Una realidad sencilla, pero inconmovible, que no hace otra cosa que indicar (eso sí: con obstinación) que no somos más que un país como tantos, uno más entre otros, nada especial, ninguna cosa de otro mundo.
Pero tal vez se deba al hecho de no haber ganado aquella final de 1930 haber llegado hasta este punto inaudito: tener que demostrar, todavía, una grandeza por otra parte tan manifiesta. Y es que aquel partido ya remoto, que Argentina se disponía a ganar (primer tiempo: dos a uno) con la serena certeza del que acude al lugar que le corresponde, lo terminó ganando Uruguay (marcador final: dos a cuatro). ¿Uruguay? Uruguay, sí, el anfitrión; ese paisito cordial, tan querible y tan querido, ese vecino irreprochable al que la vasta Argentina, tan cierta de su derecho a prevalecer, resuelve como un desprendimiento propio, una porción de sí que se apartó pero sigue ahí, un deslizamiento geográfico en estado de disponibilidad (disponibilidad es, por ejemplo, decidir que, si resulta que Gardel fue uruguayo, vale igual como argentino; que dado que fueron geniales Horacio Quiroga, Juan Carlos Onetti o Mario Levrero, se los siente como argentinos; que Montevideo es una Buenos Aires a la que se le ha restado París, o a la que se le ha agregado nostalgia).
¿Para qué otra cosa existe el fútbol, y el deporte en general, sino para que las diversas naciones del mundo pongan en juego sus respectivas vanidades? Sobre todo desde que las guerras, cada vez más impersonales y miserables, declinan por fortuna en su condición histórica de usinas de prestigio épico para las diversas patrias. Más vale que se dirima así, con goles y sin derramamiento de sangre, la ilusión de ser los mejores, los mitos de preponderancias presuntas, las ficciones colectivas de ser más geniales que nadie. Los mundiales, cada cuatro años, renuevan la oportunidad de ejercitarse en esa necesidad de no admitirse jamás como comunes y corrientes.
Y el mundial que se aproxima va a disputarse nada menos que en Brasil. ¿Qué mejor ocasión podría presentarse para el cultivadísimo amor propio argentino, si se trata de refrendar (o tal vez, quién sabe, de probar) la certera primacía? Porque Brasil no es paisito, tampoco un desprendimiento argentino; sus genios y sus virtudes no han podido verse apropiados tan fácilmente (hay un sketch de Les Luthiers que convierte “Bossa Nova” en “Bossa Nostra”; pero claro: es parodia pura, la veleidad argentina sometida a risa). ¿Hay que decir que, en estos años, el país en el que el mundo se fija cuando atiende a América Latina no es otro que Brasil? ¿Y hay que decir, peor aún, que quien ganó cinco mundiales de fútbol (’58, ’62, ’70, ’94, ’02) no es otro que Brasil?
Ganar el mundial de Brasil es la última esperanza de la grandeza argentina. Entonces sí se alcanzará una prueba final, una prueba incontestable, una prueba indeleble, una prueba contundente y eterna, de la mentadísima gloria patria. Porque Argentina ya fue campeona mundial, lo fue dos veces. Pero la primera vez, en 1978, en suelo propio, dejó algunas pequeñas dudas; más concretamente, seis pequeñas dudas: la del primer gol a Perú, la del segundo, la del tercero, la del cuarto, la del quinto y la del sexto. Nunca falta el fastidioso que se emperra en recordar que el arquero que en la noche en cuestión defendió la valla peruana era de origen argentino, y que se mostró algo lento de reacción en aquella ocasión tan connotada.
Argentina fue la mejor de todos apenas ocho años después, en el mundial de México, y lo fue con el mejor de todos, que es y será Maradona. Esa vez hubo de todo: un gran técnico y un gran equipo, y hasta dos heridas notables infligidas a Inglaterra, que podrían perfectamente saldar el tema de las islas Malvinas. Pero el héroe argentino de aquella gesta, el héroe patrio que se forjó en tales proezas, no fue sino Maradona. Y Maradona, en su genialidad, no puede encumbrarse sin luego desbarrancarse, no puede erigir sin luego derrumbar, no puede hacer sin luego deshacer, no puede hacerse sin luego deshacerse. ¿Es demasiado argentino, se tratará de eso? En México fue un vencedor épico. La vez siguiente, en Italia, fue épico de nuevo, aunque perdedor. Pero en el ’94, en cambio, no pudo sino inmolarse: partir con las piernas cortadas, librar al equipo a su suerte (que fue adversa ya sin él), suprimirse ante las evidencias delatadas en el control antidoping, adelantarse con su eliminación personal a lo que fue la eliminación argentina.
Pero, ¿para qué evocar esas tristezas? Ahora viene el mundial de Brasil. Y Argentina va con Messi, que no es demasiado argentino (lo es, incluso, laboriosamente, o un tanto abstractamente, a distancia, por deducción); es argentino en la medida justa y necesaria para que sus jugadas y sus goles, hechos siempre bajo una impronta automática, cibernética, instintiva, sin pensar, avalen sin matices las ambiciones descomunales de la argentinidad en pleno. ¡Ser los mejores, tan luego en Brasil!: en la tierra, en las canchas, de los que pretenden ser los mejores, apenas con un puñado de argumentos laxos (cinco mundiales, Garrincha, Pelé). ¡Ser campeones contra Brasil, ser campeones en el Maracaná! ¿Podría haber alguna demostración más acabada, alguna comprobación más absoluta, de la fabulosa grandiosidad argentina? Tal vez no. Aunque habrá que admitir, empero, que esa hazaña de gigante la alcanzó justamente Uruguay, allá por 1950; Uruguay, el paisito, el vecinito cordial; ese que los argentinos acostumbran a pensar en pequeño, queriendo así persuadirse de ser grandes. Ya lo hizo, ya lo logró, y no lo eximimos del diminutivo por eso. Fue dos a uno y con gol de Ghiggia.
Martín Kohan
Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) es escritor y profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Ciencias morales (Premio Herralde 2007), Cuentas pendientes y Bahía Blanca son sus últimas novelas.