La depresión de los pescaderos
Esta es mi vida. Con menos de treinta años ya he publicado varios libros y gozo de un currículum con cierto gancho, pero la experiencia me ha llevado a concluir que en España te dicen “escritor joven” hasta que te salen ojeras espantosas en los ojos y tu decimosexta novela acaba de salir a la venta. Ahí —me digo— debe de comenzar la vida del escritor de verdad.
Cuando era aún más joven y escribía con la desesperación de asomarme a ese lugar que nunca había pisado —y que me explicaba de algún modo, por fin, quién era yo—, tuve que trabajar durante un tiempo despachando pescado en una conocida cadena de centros comerciales, los preferidos de las viudas ricas. Era un trabajo solitario. Allí dentro hacía un frío espantoso. Mi labor consistía en coger aquellos paquetes congelados y encajarlos en el espacio de unas vitrinas en las que nunca cabían. Reponer y envolver, en un bucle interminable. Yo sabía que la hermana de una de mis compañeras escribía poesía y que, no hacía mucho, había quedado finalista en un premio literario de provincias. Lo había hecho con un poemario ciertamente espantoso, como tuve ocasión de comprobar. Mi compañera pescadera, entusiasmada con que yo escribiera a diario, me lo había entregado a escondidas en la penumbra de un almacén siniestro, lleno de sepias y de langostinos. Al comprender que quizás podía darle un bofetón a mi realidad laboral, comencé a explorar en Internet en busca de algún premio que se ajustara a mis pretensiones. No fue fácil elegirlo, puesto que en esa época en España se contaban por miles. Esto da cuenta del absurdo país en el que vivimos: un escritor puede ganar cuatro veces más dinero en un certamen de provincias que firmando el contrato con una editorial prestigiosa por un manuscrito que le ha llevado años terminar. Lo sé porque he acariciado ambas caras de la moneda.
Escribí una historia en la que un mago, harto de su trabajo, tal y como yo me harté de las lubinas y de los percebes, decide tirarlo todo por la borda. En la última función de la tarde, delante de un montón de niños sonrientes, saca a una mujer de su sombrero y le hace el amor furiosamente sobre la mesa. Es muy posible que no estuviera hablando ahí del sexo acrobático y de la hechicería, sino de algo más profundo: de la vocación y de la entrega.
Tras releer aquella historia y concluir que, por primera vez, ahí se había sembrado un cambio radical en mi escritura, y que no sólo funcionaba sino que además me parecía bastante divertida, decidí presentarla a uno de los premios que había hallado en internet. El galardón llevaba un nombre heráldico, bruñido, como de atalaya a punto de ser tomada por hunos gordos y sedientos de sangre: “Premio Villa de Periana para Jóvenes Autores”. Meses después, me había olvidado ya del asunto cuando recibí una llamada de teléfono. Me costó muchas respiraciones asmáticas creerme que acababa de ganar mucho más dinero del que había percibido en mis conversaciones con las gambas. Recuerdo que era diciembre y que viajé a un pueblo del interior de Málaga, y que allí, en un salón de actos forrado de maderas nobles, me hicieron sentarme enfrente de un montón de miembros del jurado. Leyeron el acta del fallo del concurso y fue como si yo me desdoblara en otra persona, alguien muy avergonzado que súbitamente se contemplaba desde fuera de su cuerpo y no entendía nada de lo que le estaba pasando. Todos los adolescentes del instituto del pueblo estaban presentes en la ceremonia. Noté que algunos me miraban como si quisieran destriparme con alguna herramienta de arado. Luego tocó la banda de música.
Después de aquel premio vendrían otros, y con ellos más viajes en autobús que me llevaron por toda España. He estrechado la mano de concejales y responsables de Cultura en pueblos, villas, diputaciones y pedanías de toda la península. Calculo que hasta la fecha habré ganado más de cuarenta. Pero he de confesar, no sin cierta vergüenza, que si me preguntan por mis méritos sólo nombro cuatro o cinco, los que considero más respetables.
Para el que lo haya probado, el universo de los concursos literarios españoles tiene algo de lumpen absurdo, de proletariado de la escritura que en algún momento no te llevará más que a un páramo desierto. Sin embargo, no deja de ser una vía útil de iniciación a la vida profesional del escritor. Para mí han estado siempre ahí, como un paraguas lleno de flores frescas. La razón es sencilla: he estudiado y me he formado, pero por desgracia pertenezco a una generación de empleos cada vez más precarios. Ni siquiera me ha desalentado que la mayoría de premios reduzcan cada año su dotación tras los mordiscos de la crisis, a la vez que el número de participantes se multiplica por múltiplos terroríficos. En este territorio embarrado, todo el mundo se bate en duelo e impera una lógica darwinista, aunque hay algo todavía más evidente: la mayor parte de las obras participantes no vale ni para envolver aquellas toneladas de gambas que yo manejaba y entregaba a las viudas. Y esto no resulta una desventaja sino todo lo contrario, pues el oficio siempre gana contra la energía histérica. Por otro lado, siempre es necesario elegir, seleccionar y discriminar los premios, tanto los dedicados a jóvenes creadores como los de categoría general. Para ello he usado a menudo lógicas absurdas que, de una forma que ni yo mismo comprendo, parecían funcionar. “Éste va al norte, pues es triste”. “Éste otro al sur, donde tienen mejor humor”.
De todos modos, los premios son sólo un paso en el camino, ciertamente menos importante que presentar los propios originales en las editoriales que uno tenga bien presentes. He tenido suerte en este aspecto y, hasta la fecha, he publicado en sellos de mi gusto, con editores magníficos que han confiado en mí, hasta la última coma de mis extrañas y oscuras historias.
El problema de abrirse camino, a pesar de todo, persiste. Nadie de mi generación, y en particular nadie que se dedique a las artes, lo duda: estamos en un país que es como un casero borracho y metomentodo, busca cualquier excusa para ponerte las cosas difíciles. La cultura importa cada vez menos, las ventas de libros no hacen más que descender y la media de un anticipo por un libro inédito en una editorial mediana o pequeña ronda los seiscientos euros, con suerte. Hay que descartar filosofías erróneas. La primera de todas, que vivir de este trabajo realizado en solitario, a veces durante dos o tres años, sea la razón por la que la gente como yo se dedica a esto. Al fin y al cabo, los escritores jóvenes españoles llegamos a este panorama de incendios sin ninguna de las prebendas de los años noventa, donde las cantidades pagadas por un libro eran mucho más altas, ya no digamos las colaboraciones periodísticas o los bolos. Sólo hemos conocido la receta humilde de la pasta con yogur. La pasión no alimenta pero la pasta con yogur sí, mucho, como le escuché una vez a un dibujante.
Si ahora tuviera que dar consejos a un veinteañero que huele a colonia Rayuela y fantasea con un poemario guardado en el cajón, diría que, si uno desea escribir, y lo desea de verdad, una opción a tener en cuenta es buscar trabajos antigravitatorios. Los trabajos gravitatorios tienen obligaciones que pesan y no dejan un sólo momento de respiro a tu cráneo. Acaban en depresión, en conversaciones imaginarias con las gambas de la pescadería o incluso en el abandono de la escritura. En cambio, los trabajos antigravitatorios que muchos escritores han ejercido se practican en la oscuridad, dejando que las obligaciones se eleven sin peso alguno y su cerebro se convierta en un ariete. Por eso, yo os saludo, encargados nocturnos de parkings, empleados de gasolineras solitarias, cuidadores de ancianos a las puertas de la muerte. Yo os saludo con el mayor de los respetos.
En ese inmenso bosque que es encontrar apoyo material para escribir libros, si tienes lucidez de superviviente puedes intentar colgarte de ramas distintas a las de los certámenes literarios. Aunque parezca mentira, incluso sobrevivir. Una buena amiga, bajo amenaza de bofetón, me prohibió decir jamás en su presencia “beca para creadores”, así que ella y yo usamos cierto sonido gutural para referirnos a ellas.
—¿Cómo va la fggggggaaaa?
—Bien, fenómeno.
Al territorio de esta clase de ayudas llegué por puro azar; no por persona interpuesta sino por creadora interpuesta, una amiga escritora a la que conocí por Facebook y que desde ese instante se convirtió en mi auténtico oráculo de Delfos, quien discernía entre la negrura la posibilidad más cierta. Siempre he sufrido múltiples neurosis respecto a la limpieza y honorabilidad de estos asuntos, así que cuando ella me explicó que existía la Fundación Antonio Gala, un monasterio en Córdoba donde todos los años se ofrecía a veinte elegidos la posibilidad de vivir allí con las necesidades básicas solucionadas —comida, techo y amigos—, creo que boqueé como un pez y me tiré el café por encima. Me dio además todo tipo de consejos sobre cómo debía enfocar el proyecto, qué clase de información omitir y cómo no dar impresión de poeta resabiado con olor a colonia Rayuela. A mí me gusta bastante equivocarme. Puesto que no tenía la menor idea de cómo se embarcaba uno en este tipo de aventuras, y además mis neurosis ya estaban crecidas y habían ido a la universidad, escribí varios proyectos de exposición árida y lectura aburrida. Siendo honesto, me atrevería a decir que se trataba de futuros libros en los que yo mismo no creía en lo más mínimo. Era mejor que no fueran escritos porque no habían nacido de dos razones fundamentales para encamarse con la Literatura: la verdad y la obsesión. Al tercer intento, descubrí que no sólo tenía que creer en una historia: el proyecto mismo de narrarla tenía que ser contado como una historia. Una buena, además. Yo conté la mía. Hablé de mi familia, de secretos bien guardados, de violencia, de que ahí podía nacer un libro si yo hurgaba con un palo hasta encontrar el oro.
Enterré entonces el problema de la subsistencia, pero brotó de nuevo como una mala hierba. Después de escribir un año con tranquilidad de asceta, el más feliz de mi vida, me encontré desesperado por lo que la gente llama tener un trabajo de verdad. Esta vida de creador nunca está libre de esa clase de melancolía, un cadáver muy pesado de cargar a la espalda. Durante años he padecido ese síndrome oscuro que consiste en pensar que otros ejercen profesiones más seguras y honorables que la mía; más útiles, en definitiva. Hace algún tiempo, ejercí como redactor publicitario. El que era en mi jefe me citó en su despacho una mañana para hacerme la entrevista por la que conseguiría ser becario precario en la agencia.
—Pero, pero… si no tienes porfolio y no has estudiado Publicidad —nótense las órbitas de sus ojos cada vez más nerviosas—, ¿entonces qué has hecho?
—Bueno, para mí, haber pasado por la carrera realmente era como estar cabreado todo el tiempo. No me gusta sentirme inútil. Pero escribir, la verdad, he escrito bastante. He publicado dos libros y en unos meses saldrá el tercero. No sé, es largo de explicar.
—Explícamelo, ¿de qué vive un escritor?
—Qué sé yo. El año pasado conseguí una beca en una fundación de artistas para escribir un libro. No me pagaban, pero me daban de comer y dormir.
—¿Pero a ti te gusta la publicidad? ¿Tú sabes que es un trabajo que va a devorar tus horas y el cariño de tu madre?
Le respondí que tenía toda la razón. Algún tiempo más tarde, este exjefe mío y ya amigo me aseguró que tenía mucha suerte de poder dedicarme a esa araña monstruosa que es la propia vocación. Ya lo sabía entonces: tenía mi escritura, que otros deseaban, pero en absoluto iba a tener lo que otros poseían. ¿Qué iba a tener, entonces? Mi terquedad. Soy terco como Napoleón, aunque un poco más alto.
En España, son pocos los mecenas, pero así y todo, existen algunos ángeles de la guarda. La Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, en Córdoba, me regaló la luz de aquel monasterio y una puntualidad espartana para las comidas. En Barcelona, hace menos de un año obtuve la Beca Han Nefkens, dotada con un sueldo para escribir una obra y la posibilidad de publicarla. Quizás la mejor beca de creación que existe ahora mismo en este país.
Europa y América son algo más generosas a la hora de engordar a sus huestes de artistas jóvenes. En Estados Unidos son muy conscientes de que hay buenos libros que no hubieran sido escritos si sus artífices, embutidos en pijamas espantosos, no hubieran bajado a desayunar a la sala común. Los programas de Escritura Creativa o las estancias en residencias culturales son parte fundamental del sistema de ayudas. Fuera de aquí, en la decaída Europa, existe una red de residencias artísticas en Suiza, Alemania o Italia que pueden servir para cultivar la soledad y el humor de perros que provoca empantanarse en una novela o un poemario.
En los últimos años he sacrificado posesiones materiales y estabilidad. He descartado vidas que no puedo tener. Además de mis libros, he escrito terca y obstinadamente decenas de propuestas de novelas y libros de relatos para diferentes becas de creación. De algún modo, es otra literatura malograda y secreta que nadie sabe que me ha ocupado noches sin pegar ojo. Por suerte —o por terquedad— dos de estas becas me han permitido escribir libros enteros sin ni siquiera tener que pensar en la gravedad o la antigravedad, más allá de la que produce en tus piernas teclear durante horas. El escritor joven sólo necesita que la palabra mudanza signifique muy poco para él. Bastará con llenar dos cajas con un poco de ropa y las obras completas de Bernhard y Rimbaud bastará —a pesar de escribir ficción, para mí la poesía es la rama más alta de la que, como homínido, quiero colgarme—. Entre lágrimas, quizás tengas que convencer a tus padres o a tus compañeros de piso de que no te vas a Alemania, a ese edificio lleno de artistas, a practicar bacanales entre gente desnuda. Te vas a trabajar. No hay que confundirse con esto.
En fin, parecería que este futuro del escritor joven tiene la suavidad del anuncio de ese osezno tan perturbador, pero obtener una de estas becas o ayudas no es en absoluto sencillo. Como decía, me he postulado para un buen número de ellas, bastantes más de las que he conseguido. El que conozca los procesos sabe lo terriblemente frustrante que resulta escribir un proyecto sólido, que esté entre los primeros, con opciones reales; y que acabe por llorar a solas su condición de finalista. Lo he vivido en carne propia. Debes exigirte una profesionalización irrenunciable. Soy una persona enfermiza, llevo gafas, y si estuviéramos en un campamento de verano de los Boy Scouts sería el primero al que devorarían los osos. Me temo que, para mí, competir para estas becas no es distinto a la peor entrevista de trabajo. He tenido que entrenar para explicar mi poética, el libro que deseo escribir por encima de todo, y conseguir hacerlo desde lo subjetivo y lo creativo, asuntos regidos por leyes extrañas. Presentación impecable y explicación imbatible, como suelo decir. Que al ojo que te escudriña no le quede ninguna duda de que apuesta por un caballo ganador. Además, existe otro problema: la competencia es aterradora. Tus contrincantes, hambrientos artistas jóvenes, llevan cotas de malla de la mejor calidad y te han descabezado antes de que te des cuenta con un currículum que tiene el grosor de un tomo de la enciclopedia británica. Son letales porque, al igual que tú, tienen mucho que perder si su proyecto no es seleccionado. Tendrán que esperar un año entero a una nueva convocatoria, y, lo que es peor, repensar el qué será escrito y el cómo se escribirá.
A veces me pregunto cómo me he ganado la vida estos últimos años y siento un escalofrío en la nuca. No tanto por lo borroso del futuro, cada vez más inestable y privado de oportunidades como por esa heladora sensación de seguir en pie. Al fin y al cabo mi existencia es bastante frugal y no hace falta más que eso. Un trabajo fijo también me arrancaría de estas fauces tan hermosas de la escritura, y no niego que posiblemente claudicaría encantado y lo aceptaría. Por desgracia, a mis casi treinta años, deberían ver qué rostro de gamba del Pacífico se le pone al encargado de recursos humanos al que alguna vez he tenido delante para contarle mi historia. Tampoco puedo dar respuesta a las plegarias de mis padres, o a los que no saben en qué consiste realmente dedicarse a escribir y me dicen lo bien que vivo. Ni siquiera a esa misma duda, que asoma los tentáculos cuando estoy a solas: ¿Volverá la gravedad y me arrastrará con ella? En mis pesadillas llenas de hielo, ¿habrá gambas?
Matías Candeira
Matías Candeira (Madrid, 1984) es autor de los libros La soledad de los ventrílocuos (Tropo, 2009), Antes de las jirafas (Páginas de espuma, 2011) y Todo irá bien (Salto de página, 2013). Ha publicado en la antología Última temporada. Nuevos narradores españoles (Lengua de Trapo, 2014). Actualmente reside en Barcelona y escribe una novela gracias a la Beca de Creación Literaria Fundación Han Nèfkens.
Ilustraciones de Toño Fraguas, (Madrid, 1975), licenciado en Filosofía y máster en Periodismo, coordinó la sección digital de Cultura en El País . Hoy colabora con medios escritos (La Marea, Vanidad y Grazia, entre otros) y en la Cadena SER. Debuta como ilustrador en El Estado Mental .