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Sin prejuicios, sin ideas preconcebidas y con la mínima documentación previa. 
El cronista va con los ojos abiertos a la adusta y combativa capital de la comarca de Osona, en Barcelona, decidido —como decía el viejo Pla— “a ver las llamadas cosas inútiles del mundo, que son las únicas importantes”.

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LA PLAZA MAYOR

Sorprende la Plaza Mayor de Vic porque es un solar enorme por el que pasean, bajo el rácano sol, sus vecinos. Lo primero que llama la atención del visitante son las fachadas de las casas que la rodean: los balcones, las ventanas, todas sin excepción adornadas con decenas de esteladas, las banderas no oficiales que representan la independencia de Cataluña. Se trata de la senyera tradicional, pero con una estrella de cinco puntas que recuerda a la bandera cubana. No es una casualidad. Cuba se tomó como modelo por la Unión Catalanista y por los movimientos independentistas de principios del siglo xx que admiraban la isla por su batalla en pro de la independencia de España, conquistada en 1898. 

Vic es una estelada apabullante. Sus calles y casas albergan lo que parece ser la celebración de una festividad permanente, la de la independencia. No hay calle, portal o ventana que no luzca con orgullo su propia estelada de tamaños distintos, en formato de bandera, lazo o pegatina, como si el municipio se hubiera engalanado para recibir a sus deportistas locales procedentes de alguna hazaña olímpica. Vic es una bandera, es un pueblo remozado de esteladas, es una reivindicación permanente, casi un alarido estético. Anoto el asombro que me produce y pienso que solamente se entendería algo igual si su presencia respondiera a una ordenanza municipal obligatoria.

La Plaza Mayor de Vic, centro neurálgico del municipio, no es fea, tampoco es hermosa. Para el visitante atento que la contemple con tiempo, resulta una plaza inquietante, con demasiado espacio abierto, como si fuera la sala de espera de una revolución. La revolución pendiente. La gente pasea alrededor de la Plaza, muchos en círculo, chupando un palillo o un cigarro y mirando de reojo por si salen de una vez los gladiadores al centro de la arena.

Afueras de Vic

He llegado en AVE procedente de Madrid. En Barcelona, en la calle Caspe, Sagalés fleta cómodos autobuses, con reparto incluido de El Periódico en ediciones en castellano y catalán. Es una hora temprana y en el viaje me acompañan jóvenes estudiantes, mayoría de mujeres, que huelen todavía a ducha y acondicionador de pelo y que repasan las notas que sacan de la carpeta con una mano, mientras con el pulgar de la otra bombardean a sus contactos con mensajes de WhatsApp. Junto a ellas, varios informáticos teclean en ordenadores y tabletas sus diseños de programas. Hay una levedad en el ambiente que ameniza un cordial conductor tarareando canciones incomprensibles, mientras se desplaza por la autovía a velocidad de crucero atravesando la comarca de Osona hacia su capital. No es una zona de belleza singular, no es un territorio de asombrosos paisajes naturales, no rompe por su lirismo ni sus contrastes. Más bien al contrario. La comarca impone por la rotundidad fonética de los municipios que la custodian, de norte a sur: la Garrotxa, la Selva, el Vallès, el Berguedà o el Ripollès parecen los nombres de los hijos de ese patriarca orgulloso que es Vic, escondido entre páramos y montañas, cercado por una niebla y un frío que le protege de visitantes sospechosos como el que se bajará a la altura del cementerio.

Al llegar, la ciudad no dice absolutamente nada. Aparece de pronto entre nubarrones, en plena llanura, y resulta anodina, tímida, incómoda para el que llega. No te atrapa, no te seduce, no se abre de brazos como esos municipios que se anuncian con grandes carteles con el “Benvingut” correspondiente. No, Vic si acaso levanta una ceja inquiriendo un qué se le ofrece, amable pero seco.

 

EL CAFÉ

Hay que hacerse fuerte en esta ciudad que tan hostil parece; buscar aliados de inmediato que te orienten en este entramado de esteladas y senyeras. Grupos de hombres y mujeres de mediana edad se arremolinan en la plaza, en torno a guías que vociferan en catalán las bondades arquitectónicas de la zona. Me acerco un rato, pero no me interesa. No vengo a glosar su arquitectura, ni su arte, ni siquiera su gastronomía; vengo a entender una realidad que tiene a esta ciudad como punta de lanza en la marea más reivindicativa; dispuesto a comprender Vic, a saber qué está pasando. Esquivando la Plaza Mayor y rodeando el Ayuntamiento se abren las puertas del centro histórico y allí, en la Plaza del Pes, hay un minúsculo café con una pizarra en la que se registran más de treinta variantes de café de todo el mundo. La estudio con aire concienzudo y cuando elijo el más exótico y digo que con leche, la joven dueña, Meritxell, se ríe a carcajadas y me dice que si estoy bobo, que así le quito el aroma y que para eso me hace uno de máquina. Ya entonces nos hemos hecho amigos.

—Claro, tú, hablando ahora, vas traduciendo del catalán.

—Sí, pienso en catalán. Me viene bien porque así no lo pierdo. Aquí no hablamos castellano jamás y así andamos, que se nos olvidan palabras. Se me dan bien los idiomas, hablo francés, aunque aquí la mayoría nos pregunta en inglés.

—Vendrán turistas sobre todo de Francia.

—Qué va, los que más, holandeses, fíjate qué curioso. No entiendo muy bien por qué. Tampoco te creas que hay mucho jaleo, ¿eh? Como en todas partes ha bajado el comercio muchísimo, que es de lo que vivimos aquí en el centro.

Meritxell luce con orgullo el nombre de la patrona de Andorra y es un torrente de palabras y vitalidad.

—Me encantaría —dice— poner mi negocio en Barcelona. Allí sí que hay movimiento. En la Rambla, ¿eh? De todas formas, es difícil que me mueva ya de aquí. No es nada fácil salir.

Me presenta a un par de amigos, Pol y David, estudiantes universitarios. Uno viene a diario de Barcelona y el otro se ha cogido aquí un piso por algo menos de mil euros. Les pregunto por la masiva presencia de esteladas. David guiña el ojo sonriendo:

—Un poquito de marketing, hombre, que también es necesario. ¿No lo hacen el Barça y el Madrid? Las esteladas se llevan incluso en las zapatillas de deporte. Aquí siempre se ha tenido un agudo sentido de la estética. Forma parte de nuestra manera de ser, de mostrarnos. Pero aquí somos muy tranquilos, ¿eh?

—¿Y eso?

—Bueno, lo del PP no tiene nombre. La brutalidad de los recortes sociales en países como Francia o Alemania no se permitiría. Aquí se aguanta todo. Además, están obsesionados con los catalanes. Cada vez que habla Rajoy salen más independentistas.

—Mi madre —tercia Pol, apasionado— se fue el otro día a Madrid a protestar contra Gallardón por el tema del aborto. No hay derecho.

—¿Se fue a Madrid?

—Sí —sonríe—, pero ha vuelto encabronada. Dice que no les hacen ni caso.

 

LA CATEDRAL Y EL AYUNTAMIENTO

Paseo por el casco antiguo, donde las calles empedradas se precipitan y retuercen sobre sí mismas detrás del Ayuntamiento. El carrer de L’Escola, el de Corretgers. Fruterías, pequeños restaurantes, las paredes de las casas pintadas en distintos tonos de marrones como si se vieran alcanzadas por la severidad tonal impuesta por el obispo. Me acerco a su terreno, a la Catedral, el palacio en el que vive y su famoso museo. Pero antes aparece el templo romano con sus columnas mordidas por el tiempo, patrimonio riquísimo que se levanta indolente entre las rejas creadas por el hombre.

Pido indicaciones a dos hombres de edad. Les incomoda responderme en castellano. Insisto. Uno de ellos vuelve la cabeza con fastidio; el otro, ante mi insistencia, traga y me indica el camino.

Vic es una ciudad con vocación de fortín; guerrera y adusta, seria y reservada. Concienzuda, con calles tristes, da la sensación de tener una pesada carga que alguien, no se sabe quién, le ha colgado en las espaldas. Por la zona antigua, los coches hacen virguerías para torcer en las esquinas. Hay casas que enseñan portales profundos donde los vehículos comparten espacio con los buzones. Tiene Vic una sobriedad que recuerda a ciudades castellanas. Quizá por eso tantas banderas, la insistencia del que quiere definirse y, sobre todo, diferenciarse. En la Plaza Don Miguel de Clariana surge la figura escultórica del “estudiante de Vic” de Joan Seguranyes con el empeño de mostrar al paseante el orgullo de una juventud académica propia. Vic quiere ser algo más que lucha, industria o comercio; quiere también ser cultura, la suya, imprescindible en la determinación de su propio camino.

Junto a la Catedral, para no perderla de vista, vive el obispo de Vic, Román Casanova. Es una casa rosada, literal, de un rosa profundo, que no llega a ser hortera por centímetros de estética. Un palacete ancho de señoriales ventanales y balcones refinados. Como muchas de las viviendas de aquí, oculta sus vehículos en un portal profundo sumido en las tinieblas. Nadie recibe al paseante, nadie contesta a los timbres y el recogimiento impuesto por la norma se ve alterado por el bullicio anacrónico de un colegio de la zona. Curiosamente, el único colegio que he visto se lo han colocado al obispo casi frente a su casa. Le debe de poner de los nervios.

Cruzo al Ayuntamiento de Vic, a dar fe de mi presencia. Es un caserón de piedra, antiguo, una casa señorial que ocupa prácticamente una manzana entera. Reciben al paseante dos figuras gigantes, monumental talla de Ramon Amadeu que presenta el poder feudal en la figura de los Condes de Osona. Pregunto dónde está el poder ahora, y evidentemente me mandan escaleras arriba. Sin controles, sin obstrucción ni preguntas, me interno por pasillos de altos techos. Sebastià Raurell i Pujol es el director de comunicación de la casa. Alto, dinámico, con buena pinta. No llega a los cincuenta y conserva una perfecta cabellera con flequillo de colegial. Va correctamente vestido y me observa con exquisita sospecha.

—Ni tiene usted cita ni desea ver a nadie en particular. Pues no sé cómo quiere que le ayude. ¿Cómo? ¿Que quiere usted entender la realidad de Vic? Bueno, je, je (se retuerce las manos un poco incómodo), en eso estamos todos. Aquí, ya ve, esto es muy tranquilo. Sí, soy el responsable de comunicación, lo que pasa es que me coge desprevenido. ¿Y dice usted que viene de…? ¡Madrid! Ah, bien. ¿Y que es periodista? Ah, bien, bien. Pues si me perdona usted un momento…

Me voy del Ayuntamiento con una cita para tomar café luego con la primera teniente de alcalde que, alertada por la presencia del extraño llegado de la capital, prefiere echárselo a la cara y controlar lo que pueda estar pasando. Un detalle con el forastero.

Constato disgustado que la Plaza Mayor tiene menos bares de los que debiera. Hay tres o cuatro prácticamente juntos debajo de las arcadas que rodean el Mercadal, espacio que los sábados se convierte en el centro comercial y de intercambios de toda la comarca. Elijo cualquiera y me sorprende un fuerte debate entre los parroquianos ante la irredenta opinión del joven camarero, un firme ecuatoriano que afirma en voz alta:

—¿Los cerdos y la butifarra? ¡No son de aquí!

—¿Cómo?

—Los traen de Murcia. Alfonso Jiménez. ¿Habéis oído hablar de él?

Los vecinos se remueven inquietos. El joven está tocando un asunto clave en un territorio que exhibe con buenas dosis de vanidad la exitosa producción, venta y exportación de los famosos fuets, embutido por excelencia elaborado de forma artesanal con la selección más noble de su propia piara. Las fábricas de carne conforman buena parte de la actividad industrial de la zona. Los mataderos que rodean la ciudad no solamente dan trabajo, también son responsables del mal olor endémico que azota al municipio cuando sopla fuerte el viento.

—Sí, hombre, Piensos Jiménez —insiste el intrépido ecuatoriano—. Allí tiene granjas con más de cuarenta mil cabezas. ¿Eso lo habéis visto por aquí?

Hay risas y miradas de desprecio. Deben de ser todos conocidos porque están cómodos en la polémica a pesar de lo delicado del asunto. El cronista se esconde detrás de una caña de cerveza, pero el joven lo escoge por objetivo en su diatriba. Quizá porque el resto no se lo toma en serio.

—Mire —dice muy serio—. Llevo en España desde 2002 y antes estuve trabajando en Murcia en los mataderos. Allí sí que hay granjas y no esto de aquí. Se lo digo porque lo sé de buena tinta. Los cerdos no son de aquí, amigo, los cerdos vienen de Murcia. Luego aquí los transforman en la industria de la carne, pero no se engañe: la butifarra y el fuet que usted se come, ya sabe cuál es su origen.

—¡Pero qué dice! —tercia uno.

—¿Y las granjas de Lleida? —comenta otro.

El joven sigue empeñado en acabar con un mito de un plumazo.

—Los mejores cerdos, los de Murcia… se los traen para acá. Se lo digo yo.

 

EL JARDINET

El Jardinet es un restaurante cálido y amable. Con mucha clientela, la mayoría fija, de comida diaria. Se ven familias enteras atraídas por el buen yantar y un menú atractivo de 14 euros. La camarera pasa serios apuros para traducir al castellano. Me habla de “músculos”.

—Hombre, serán los muslos, los muslos del pollo —digo dándomelas de hombre de mundo.

Se ríe hecha un lío y sale corriendo farfullando una excusa. La carta está exclusivamente en catalán y, para el neófito, casi todo resulta ininteligible. El castellano es un idioma que en Vic casi está desterrado, incluso molesta, si bien el buen carácter de la gente les hace atenderte con esmero. Es mejor aceptar con naturalidad y en cada caso preguntar amablemente. Antes de comer presencio en otro local una escena violenta con un cliente que se levanta de la mesa y se queja al dueño de la imposibilidad de enterarse de lo que hay de comer.

—¿Es que no me pueden dar una carta en castellano? —se queja visiblemente enfadado. Hay tensión. El dueño le pide que vuelva a su mesa para que le atienda el camarero. Se lo dice en catalán, sin inmutarse. El tipo regresa fatigado y tardan en tomarle nota.

En El Jardinet me atienden con normalidad y en castellano. Vuelve la camarera disculpándose, atractiva detrás de una poderosa dentadura.

—¡Son mejillones, no músculos, perdone! —dice riéndose y moviendo el pelo castaño recogido en una cola de caballo. Son guapas las mujeres de Vic; de aspecto recio, sólidas, mayoritariamente morenas, de sonrisa fácil y dispuestas a un discreto coqueteo. Pido un arroz con bacalao.

—Servidor, que aproveche —me dice luego al servirme un cordial camarero que se parece a José Antonio Labordeta.

Clase media alta la que frecuenta el restaurante. Amigas de edad tardía que cambian divertidas confidencias mientras despachan con alboroto la comida. Me trago Vic con arroz, cerveza de importación, escucho catalán tronando en las meninges y me siento extranjero en esta tierra amable, que condesciende sin rubor y te cuenta algunos de sus secretos. Estoy bien siendo extranjero, no me molesta, lo asumo. Pero conviene aceptarlo porque querrán hacértelo saber desde que llamas a su puerta. Aparte de su adscripción política, de mayor o menor autonomía, de cuotas o pactos fiscales, ésta es una tierra que se siente diferente, que se ve distinta, que se reclama, y lo hace con el poder fáctico que proporciona el idioma, barrera definitiva para hacerte comprender que estás en otra parte del mundo. ¿Podemos así entendernos?

—¿Quiere postre? —me interrumpe José Antonio Labordeta, recién bajado de los cielos para retirarme el arroz y conducirme a un postre que no sé pronunciar, pero que él me aconseja.

 

LA INDEPENDENCIA 

Las cinco de la tarde es la hora de los inmigrantes. Salen a la calle en tropel. Van en grupos, paseando, empujando el cochecito de los niños, haciéndose confidencias en voz baja. ¿Dónde estaban?, me pregunto. Es como si un árbitro hubiera dado el aviso de salida y la marcha verde decidiera tomar Vic por las buenas. Es asombroso. Hay 89 nacionalidades distintas contabilizadas en la ciudad. Y no es una estadística. Solamente en la Rambla, que con distintos nombres rodea la almendra central del municipio, me cruzo con marroquíes, senegaleses, colombianos, ecuatorianos, indios, chinos y una cantidad ingente de extranjeros llegados a Vic desde todos los rincones del planeta. Han venido buscando las fábricas, la industria cárnica, los mataderos y el trabajo en el campo, provocando además una ola de xenofobia creciente que aglutina una formación ultra que responde al nombre de Plataforma por Cataluña y que se ha hecho un hueco en la vida política de la comarca con un lema insolente y que va ocupando espacio en numerosos países de la Unión Europea: “Primero los de aquí”. Tienen 5 concejales de 21.

—Somos todavía un filón de trabajo y por eso nos llega gente. Fundamentalmente a trabajar en la industria de la carne —dice Anna Erra, primera teniente de alcalde del Ayuntamiento de Vic. Morena atractiva de media melena, vaqueros gastados y botines negros, que me ha recibido con amabilidad de media sonrisa y, de nuevo, la sospecha pintada en unos ojos oscuros e inquisidores que se van relajando a medida que le doy confianza.

—Pero hay un inquietante repunte de la xenofobia —apunto.

—No me gusta esa palabra. De todas formas es un fenómeno en retroceso. Gracias a la integración de los niños en las escuelas hemos impedido la existencia de guetos en la ciudad. Somos una ciudad tranquila y con muchos menos problemas de los que se han vendido.

—Tiene Vic un punto combativo.

—Forma parte de nuestra historia. También el estar detrás de las montañas imprime carácter, y además tenemos siempre niebla —dice riendo—. Existe la idea preconcebida de que somos cerrados, retrógrados. Somos conservadores en ciertas cosas, pero tenemos una ciudad preparada para hacer frente al siglo xxi. Si la gente conociera nuestra historia nos entendería, y comprendería por qué queremos ser un Estado.

—Bueno, la gente conoce, pero no siempre se entiende.

—¡Yo no sé la información que os llega a vosotros! Me quedo asombrada cuando el otro día me habla una directiva de la Caixa de un ejecutivo de Caja Navarra que tenía que venir aquí a instalarse y estaba aterrorizado. Bueno, me parece inaudito. Yo no sé si es que se piensan que aquí matamos a la gente o somos malos. No hay aversión contra España, es simplemente que hemos estado mucho tiempo juntos y ahora creemos que podemos ir por separado. Nos podemos hablar y querer igual.

—¿La independencia tiene viabilidad económica?

—Desde luego, somos un país como el resto de países que tienen problemas económicos y salen adelante. No nos da miedo en absoluto, pero sabemos que es difícil. No se nos entiende, y ni siquiera nos dejan una cosa tan sencilla como que votemos. Y si votamos y el pueblo no lo quiere, algunos quedaremos decepcionados, pero lo asumiremos como demócratas. Creemos que tenemos todos los atributos y queremos ir solos.

Me enseña orgullosa el Ayuntamiento, edificio gótico del xiv abarrotado de obras de Josep Maria Sert (1874-1945), muralista destacado de su época y con obras por medio mundo, como en el edificio de la Sociedad de Naciones en Ginebra o el Rockefeller Center de Nueva York. Hablando de dinero, otro amable funcionario me explica que en 1583 se creó en Vic la Taula de Canvi, es decir, la “casa de cambio”, lo que se entendió como el inicio de la banca privada.

—Los ciudadanos depositaban en el Ayuntamiento, entonces conocido como la Casa de la Ciudad, todo su dinero en onzas para que se lo gestionasen y lo invirtieran, y luego lo iban pidiendo según lo fueran necesitando. Entretanto el Ayuntamiento llevaba una triple contabilidad: la de la gente, la de la ciudad y la de sus inversiones.

 

LA UNIVERSIDAD

A Jacinto Verdaguer le llamaron “El Príncipe de los Poetas Catalanes” y estudió en el seminario de Vic. Ahora, una gigantesca figura escultórica en su honor, de Andreu Alfaro, preside lo que podríamos llamar “la ciudad universitaria”. En 1600 Felipe III concedió a Vic el privilegio de graduar a los estudiantes en Artes y Filosofía. Nació lo que se conoció como Universidad Literaria, vigente hasta que un siglo después, y en represalia a la Guerra de Sucesión, Felipe V mandara suprimir todas las universidades catalanas. Ha pasado algo de tiempo y todavía no se lo han perdonado. Posteriormente se fundaría el ya citado seminario de Vic, lo que implicó el retorno de los estudios superiores y la presencia de estudiantes célebres como el propio Verdaguer o el filósofo y teólogo Jaume Balmes, cuyo lugar de nacimiento y muerte son reclamos culturales y turísticos de la ciudad. Balmes, por cierto, da nombre a la Fundación Universitaria que rige este centro de naturaleza pública y gestión privada.

—¿Cuánto cuesta la Universidad? —pregunto a un grupo de estudiantes.

—Cinco mil euros el curso.

—¿Os llega el debate político, se implican los estudiantes?

—Muchos no toman partido. Vienen además a estudiar chicos de fuera, y cuando un alumno pregunta en castellano, el profesor cambia de idioma inmediatamente. El que es independentista que lo sea, y el que no, pues muy bien.

 Cae la noche, las facultades están en las afueras y todo el frío de la comarca se traslada a un campus desangelado.

Ester Busquets i Alibés es directora del Departamento de Salut i Acció Social de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Vic. Tropiezo con ella y tras un rápido intercambio de impresiones, lanza un discurso contundente y combativo.

—Esto que estamos viviendo es un movimiento social y no político, no te confundas. Un movimiento masivo, pacífico y respetuoso con lo español que se ha desatado con una fuerza inaudita.

—¿Por qué ahora?

—El movimiento independentista deriva de dos vías: por un lado está la tradición, el arraigo, las raíces, y por otro la percepción que tenemos de la crisis económica. Entendemos que Cataluña paga más de lo que recibe, y en una situación de crisis como ésta, somos los más desfavorecidos; y además, agredidos. Esto se ve con los mayores. Mi padre nunca fue nacionalista y ahora nos ha pasado por la izquierda y la derecha y tiene un discurso inconformista ante el atraso que la situación nos está produciendo a todos. El movimiento tiene la grandeza de que ha incorporado a todas las edades.

—Desde luego aquí en Vic se les ve implicados.

—Fíjate en la presencia por doquier de las esteladas; yo las llevo hasta en las zapatillas, siempre cuando estoy fuera de la Universidad. Y a las puertas de mi pueblo hemos puesto una bandera independentista y ni uno solo de los 5.000 vecinos se ha quejado. Mira las ventanas, los balcones: es un sentimiento general y masivo. ¿Y qué me dices de la cadena humana del 11 de septiembre?

—Y entre los profesores, ¿no hay gente más escéptica?

—No, aquí no. Incluso en el claustro de profesores bromeamos sobre cómo vamos a articular los grados cuando seamos independientes. Soy catalana, hablo cuatro idiomas, viajo por el mundo y no tengo nada contra España, pero he estado en Madrid y se han negado a llevarme en taxi al oírme hablar catalán. Hay una hostilidad evidente y eso se nota, y estamos hartos de sentirnos agredidos cuando no queremos el mal de nadie, sólo queremos irnos. Pensamos que nos puede ir muy bien sin España.

—Usted que se mueve fuera de Vic, ¿tiene la impresión de que realmente Europa observa con simpatía su objetivo?

—Hay mucha gente en Europa que dice que nos comprende y que nos apoya, pero que no pueden decirlo en voz alta. Artur Mas es un político comprometido y lo que dice que va a hacer, lo hace. Ya no es un tema de pacto fiscal. Es el camino hacia la independencia. No sé cuál será el desenlace, sólo sé que si la gente aguanta, si no se cansa, esto es imparable. Y lo mejor, insisto, es que se trata de un movimiento pacífico. Si no fuera así, yo misma me bajaría de inmediato.

Se ha cerrado la noche sobre Vic. Ester habla con una pasión inusitada. Le explico que tengo la sensación de que los jóvenes tienen una actitud mucho menos combativa.

—Estamos en una sociedad instalada en la queja. Los jóvenes ven que sus mayores se quejan; se quejan de la situación económica, del gobierno, del recorte de libertades, de la falta de seguridad. Pero se quejan, sólo se quejan. Los chicos han conocido eso, esa protesta tibia que es más una queja de sala de estar. Y se quejan también de un futuro incierto, pero no salen a pelear. Tampoco por la independencia.

Me acerco a la Facultad de Periodismo donde encuentro a Eulàlia Massana Molera, adjunta al decano y jefa de estudios de la Facultad de Empresa y Comunicación. Es otro perfil.

—Soy catalanista de nacimiento, y creo sinceramente que el tema de la independencia está manipulado de una y otra parte por los partidos políticos. Creo que son otros los tiempos.

—Se lo toma usted con más filosofía. Lo digo porque aquí, en Vic, casi que van por delante visto el grado de movilización popular.

—Soy de una familia con mucho arraigo en Cataluña y mis hermanos también forman parte de ese perfil combativo por la independencia. Y no discutimos, porque yo lo observo todo con distancia y pienso que quizá tenemos ahora otro tipo de problemas muy profundos que deberíamos resolver.

—Y si hubiera un referéndum, ¿qué saldría?

—Creo que saldría el sí, pero por muy poco. Hay una bolsa de inmigración enorme, sobre todo en la zona metropolitana de Barcelona, que no está por la labor, que no le interesa. Insisto en que soy catalanista de toda la vida y absolutamente convencida, pero no estoy demasiado apasionada con el tema de la independencia. Creo que es muy difícil.

Camino pensativo cruzando la estación del tren. El viento de la noche corta la piel y los cierres de comercios compiten en velocidad, como si estuviéramos en la “ley seca” y los últimos tragos hubiera que echarlos en el trastero. Rezagados cochecitos de niño vuelan en busca de cobijo y el bullicio de la tarde se convierte en calles desoladas, en frío y en vacío. El refugio del Casino es un fiasco, por sus rancios sillones y tristes mesas con mujeres aparcadas en el tiempo, cruzando naipes. Un antro tan aburrido que ni Leo Harlem haría que las abuelas levantaran la cabeza. Es difícil encontrar en Vic el bar adecuado de caña amiga. El nacionalismo aquí no cuida el alterne y se echa en falta una buena “esquerrotaberna” donde calzarte chupitos a euro bajo alguna que otra mirada hostil. Veamos el mundo de la noche en Vic.

 

LA BUTIFARRA, DICKENS Y ORFEO

El sitio es el icono de las butifarras y el vino a granel. Las mesas se reparten como jugadores de rugby y dos camareras estilo Thelma y Louis se pasean por los estrechos pasillos moviendo lo que no hace mucho tiempo fueron espléndidas caderas.

—¿El vino de la casa?

Se ríen.

—Es vino a granel.

—Trae una frasca.

La butifarra aquí es una cuerda correosa y exquisita de carne picada de cerdo condimentada con sal y pimienta picante que hay que comer despacio, para finalmente rendirse a un botellín de agua que apague las llamas de la garganta.

El local parece un saloon del oeste, con una lámpara de araña presidiendo el caos. Nos rodean miles de botellas vacías y los restos de algún cabezudo desvencijado. Truena Boney M. por los viejos altavoces. El ambiente es insólito, el sitio al que se escaparía de incógnito Keith Richards si estuviera de gira por la zona.

Me encanta el lugar; me hago amigo de las camareras y cuando pido la cuenta me insisten en que me acabe el vino tranquilo; el vino a granel, la frasca que me observa desafiante junto a la escuálida botella de agua. El ambiente en El Petricó es tan tórrido que se me funde el móvil y también el cargador y durante un instante me siento un náufrago en la isla de las butifarras. La gente es distante pero al trato cálida, y si pronuncias una palabra amable te la devuelven con fuerza. Son orgullosos de lo suyo, implacables, rudos, curtidos por los vientos de las montañas y el olor fétido que a ratos se hace dueño del ambiente creando una atmósfera incómoda. Se les ve satisfechos de su condición y mantienen la distancia con el forastero y también con el inmigrante, que parecen coexistir en una dimensión distinta en la que comparten espacio físico y, sin embargo, no se tocan. Tengo que salir de aquí y andar la noche fría de Vic para resucitar mi estómago y dar aire a los pulmones. La conversación sube enteros, la música es tan hortera que ya no la reconozco. La camarera lleva unos vaqueros imposibles, no aptos para una edad determinada; pero en este lugar todo vale y somos felices, viajando entre la grasa de cerdo, la escalibada aceitosa y la frasca de vino que no admite estómagos delicados. En Vic funciona la ley del más fuerte.

Recorro la ciudad de noche, aterido y sin compañía. No hay ni gatos por las calles y sus gentes se esconden detrás de muros no accesibles para los de fuera. Han desaparecido todos. Aquí no hay ni malos que aparezcan por la esquina y te ofrezcan caramelos de morfina. Ni putas paseando sus carnes desabridas, ni borrachos vomitando; es una ciudad impasible en su gesta histórica de abrir la senda de un nuevo Estado independiente y, por lo que se ve, formal. Junto al templo romano hay un bar que se llama Dickens, donde tomo cerveza negra de alta graduación y charlo con sus dueños. De vuelta a la calle abordo a dos mujeres que transitan a buen ritmo y me acogen divertidas llevándome con ellas a un concierto. Son de edad indefinible, entre jóvenes y no tanto, y tras ellas entro a una sala oscura con un escenario en el que un grupo de chavales imita con acierto a los Oasis.

—Ahora tocan nuestros amigos —me dice una de las chicas con la boca muy pintada.

—Bueno, yo me voy a tomar una cerveza y luego vengo a verlos —miento.

Orfeo es el sitio de la noche. Con carteles de Springsteen, Clapton, Lenny Kravitz y hasta de Kiko Veneno. Un garito escondido entre grandes muros con grafitis enormes de preciosos dibujos. Aquí no hay esteladas ni senyeras. Hay, eso sí, una camarera que sonríe descarada y a la que dan ganas de preguntarle por su propio sentido de la independencia. Cae de golpe una madrugada helada en Vic y asumo que me va a costar un rato encontrar de nuevo el hotel.

 

EL MERCADO

El mercado de Vic es para una foto aérea. Uno diría que está ante esos viveros de Almería donde se protegen del sol y la sal con plásticos eternos. Aquí los mercaderes llegan advertidos y los puestos buscan protección ante la lluvia. Vienen a vender de toda la comarca y cada uno paga al Ayuntamiento por su lugar. Tiene que haber una buena recaudación, porque son cientos los puestos que inundan la Plaza Mayor y rodean la Rambla. No hay que hacer grandes listas, ya se sabe que hay de todo. La Plaza Mayor tiene prioridad para el catalán, para el de aquí; hay un mercadillo de segunda división, que es el que ocupa la Rambla. Pero destaca la presencia de puestos de gastronomía local: salchichón, somalla, trufa negra, cebolla vicense, patata del bufet, pan de Osona, garbanzos de Oristá, alubias de Collsacabra, robellón, níscalos… la comarca se compra y se vende entera. Un tipo de Torelló se queja amargamente de que este año la aceituna se ha quedado encogida por el frío y pesa menos que nunca. Ésta es tierra de fenicios, de negociantes; se dan voces y el trasiego es trepidante, dejando al forastero en su tercer fuera de juego porque pregunta en los puestos y aquí casi no hay tiempo para perderlo con traducciones y explicaciones si no hay billetes rápidos de por medio. Te pierdes en estos puestos de carácter endogámico. La Plaza Mayor tiene prioridad para el catalán, para el de aquí; hay un mercadillo de segunda división, que es el que ocupa la Rambla y en el que los inmigrantes ponen sus puestos de bolsos y los gitanos de ropa. Tiene Vic, con todo, cierto aire clasista forjado en tiempos pretéritos y da la sensación de que quisiera preservarlo, pero siempre garantizando una envidiable vitalidad comercial. Deambulo y charlo con los mayores porque llama mi atención la proliferación de andaluces de la tercera edad, todos con historias parecidas.

—Me vine como todos, buscando trabajo porque allá ya no lo había —cuenta el cordobés José Cuenca, de 76 años—. Primero probé en la construcción y luego me empleé en una fábrica de piel, donde me jubilé. Han cerrado ya, pero era una fábrica estupenda. Había, entonces, mucho trabajo en la piel, los mataderos y la fábrica de carne. Luego, ya le digo, me jubilé y aquí me he quedado. Se está bien. Allí en Córdoba hace mucha caló. Llevo aquí 45 años.

—Y usted, don José, ¿se siente independentista?

—¡A mí me da igual! No me molesta nadie. Ni los que son ni los que no. Ahora, eso sí le digo, a pesar de todas las banderas que ve en los balcones, si pone usted a tender una camiseta, le denuncian, porque aquí eso está prohibido.

Me he apartado un poco del bullicio y tomo notas de pie sobre una pila de mesas, cuando tengo una visión divina. En medio del jaleo, ante un puesto de flores, se recorta una figura femenina, delicadísima, ensimismada, balanceándose de una pierna a otra, como en otro mundo, ante un ramo de flores que observa absorta. Es una monja. Muy joven. Cuando se vuelve me descubre unos ojos azules de un brillo fulgurante. Es misionera. Se llama Fidelis. Le doy conversación, se ríe y coquetea. Dentro de un orden, claro.

—Fidelis significa fiel y es el nombre que elegimos cuando nos ordenamos. Soy de la congregación del Verbo Encarnado, que es argentina, aunque yo soy de Brasil. En realidad me llamo Luciana y nací en São Paulo.

—¿Y qué haces en Vic?

—Llevo aquí ocho meses, pero antes ya había estado en Santa Cruz de Tenerife y también en Madrid. En realidad nosotras somos misioneras y venimos aquí porque el obispo ha reclamado a nuestra congregación.

—Para alguien de fuera y en tu situación, ¿estás al corriente del llamado conflicto catalán? ¿Esto cómo lo observas?

Se ríe. Duda.

—Sí, estoy al corriente. Como para no estarlo aquí. No tengo opinión porque es un tema político. Pero sí me da la sensación de que todos quieren tener a la Iglesia de su parte. La Iglesia no entra en estas cosas. ¿Y hasta cuándo dices que te quedas?

Ya me estoy yendo de Vic. Pero no sin antes comprar un décimo de lotería en la administración que vendió el gordo del 72. Tiene suerte Vic con el dinero y ha recibido varios premios importantes que han empujado a muchos vecinos, a los comercios y a los negocios.

Voy a despedirme de mi amiga Meritxell, pero me tropiezo con un puesto de la Assemblea Nacional Catalana.

—¿Qué hacéis?

—Estamos recogiendo firmas —me explica Jordi en perfecto castellano y con una sonrisa radiante— para pedir al Parlamento que ejerza la consulta en la que pregunte a los ciudadanos de Cataluña si quieren ser independientes.

—¿Y si el Gobierno dice que no es posible?

—Pues entonces que los representantes políticos declaren la independencia. Hay que hacer la declaración de independencia. De esa forma Europa se pronunciará a nuestro favor.

—¿Tú crees?

—Seguro. Esto es como un matrimonio antes de divorciarse. El amigo de los dos, el tercero, no se pronuncia, no toma partido por ninguno hasta que la separación es un hecho. Ese hecho lo tenemos que ratificar. Entonces estarán de nuestra parte.

—¿Veis imposible la convivencia con España como hasta ahora?

—Totalmente. Esto es un hecho. En Madrid se quiere ignorar la fuerza de este movimiento. Estamos hartos de la manipulación que ejerce el PP y también el PSOE. Nos venden como si fuéramos terroristas. Yo soy arquitecto y un día, en un despacho de Madrid, el tipo que tenía delante me dijo tales cosas que me marché dando un portazo. ¿Y sabes qué le dije?

—¿Qué?

—Le dije: “Ándate con ojo porque ahora, como terrorista, te voy a poner dos bombas”. Tú verás, yo, que soy arquitecto. ¿Te enteraste el otro día de lo de Sala-i-Martin en Davos?

—¿El economista? No.

—Estaba en una cena-coloquio con el presidente de la Comisión Durão Barroso y le dijo: “Parece mentira que vosotros aceptéis en Europa a serbios o croatas, que son independientes tras guerras sangrientas, y a nosotros que la planteamos de forma pacífica nos la neguéis”.

Me despido de Meritxell, como una maravillosa butifarra con judías en el restaurante Amagatall y me voy despacito, meditando, a la estación. La fuerte tramontana trae de nuevo ese tufillo a matadero que tanto desconcierta a los visitantes.Hace frío, cae la niebla y la tarde empieza a cerrar.

Antonio Mérida

Antonio Mérida (Madrid, 1964) es periodista en medios como Cadena SER, Telemadrid o el diario As, y autor de las novelas Fuera de juego y La gran noticia.

Fotografías de Juande Jarillo (Granada, 1969). Vive en Barcelona. Como artista ha participado recientemente en The Marvelous Real, Museum of Contemporary Art Tokyo, y en Presència, Galería Joan Prats, Barcelona. Como fotógrafo colabora asiduamente con diseñadores gráficos, artistas y centros de arte.