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A pesar de Obama

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Obama

El profesor Henry Louis Gates Jr., el sargento James Crowley y Barack Obama en los jardines de la Casa Blanca. Fotografía de Pete Souza. ©Gobierno de EE.UU.

 

Angela Davis  ·  Antagonismos y contribuciones  ·  Derechos civiles  ·  Discriminación positiva
Ebonics  ·  Encarcelación masiva  ·  Esclavitud  ·  June Jordan  ·  Jugar la carta de la raza
La ley de los tres golpes  ·  La línea del color  ·  Las “minorías”  ·  Lo políticamente correcto
Pensamiento post-black  ·  Racismo a la inversa  ·  Segregación  ·  War on Drugs

 

Un día de 1972, al volver a casa tras finalizar mi jornada laboral en la Sección de Referencias de Naciones Unidas en Nueva York, el portero de mi edificio me dijo: “Hoy los troques no me han dado breque y on top no me trabaja la boila”. De pronto, el spanglish de los nuyoricans o puertorriqueños neoyorquinos me hizo comprender que una parte importante del lenguaje urbano se me estaba escapando.

Imaginé el estupor que debían de experimentar los legionarios romanos cuando, lejos de la capital del imperio, se adentraban en tierras hispanas. ¿Qué pastiche del latín hablaban esas gentes? Tales pastiches darían nacimiento al castellano, al catalán, al francés, al italiano, esa serie de lenguas tan protegidas hoy por sus respectivas academias. El propio spanglish tiene desde hace diez años un diccionario oficial (Spanglish: The Making of a New American Language, de Ilan Stavans). Aunque me complace el hecho, confesaré que me parece un documento frágil. El flujo migratorio hispano hacia Estados Unidos es tan constante como diverso. Cada nacionalidad aporta la cosecha de sus voces indígenas. El spanglish, que comenzó siendo un fenómeno puertorriqueño, ha devenido una amalgama difícil de delimitar. Dudo que ningún diccionario pueda seguir el ritmo de su evolución.

En las postrimerías del siglo xx, cuando me interesé por el black english —también llamado ebonics—, tuve una reveladora conversación con June Jordan (1936-2002), ensayista y profesora de la universidad de Berkeley. Sus alumnos elaboraban a lo largo del curso una gramática del inglés negro. Treinta y siete millones de afroamericanos dependen de esa lengua para descubrir el mundo y dar cuenta de una cultura surgida en los intersticios de la sociedad norteamericana. Hay que revisar urgentemente la palabra “minorías”, pues pronto no responderá a ninguna realidad. La irrupción de la “minoría” latina, por ejemplo, ha roto el tradicional mano a mano entre blancos y negros que presidía el paisaje etnográfico estadounidense desde la práctica aniquilación de los indígenas.

En 2003 apareció Rediscovering America. The Making of Multicultural America (Redescubriendo América. Formación de la América multicultural). Su autora, Carla Blank, de origen judío, presenta en sus páginas el panorama interdisciplinar del siglo xx como un proceso interactivo entre diversos grupos confinados en los márgenes de la historia: mujeres, afroamericanos, nativoamericanos, asiáticos, latinos, radicales, etcétera. En lugar de subrayar los antagonismos, el libro integra las diversas contribuciones. Su tesis es clara: se trata de vivir las diferencias de forma fecunda.

El acceso de los afroamericanos a universidades de élite y cargos de influencia es un hecho. Sin embargo, marcha de la mano de una paradoja.

Aunque con Obama la política estadounidense ha empezado a reflejar la realidad de su composición étnica, todos los estudios sobre bolsas de pobreza del país demuestran que las llamadas inner-cities, sectores deprimidos y superpoblados de las grandes ciudades —también conocidos como ghettos—, son mayoritariamente negras y constituyen un legado directo de la esclavitud. El acceso de los afroamericanos a universidades de élite y cargos de influencia en la Administración y los negocios es un hecho. Sin embargo, marcha de la mano de una paradoja: el incremento del porcentaje de los mismos excluidos de la sociedad. Un número creciente de autores —desde Angela Davis hasta Michelle Alexander, y de Mumia Abu-Jamal a Ishmael Reed— analizan y denuncian una situación que ha dado lugar a una especie de apartheid. La encarcelación masiva (mass incarceration) ha comenzado a ser considerada como la tercera etapa de la historia afroamericana, siendo la esclavitud y la segregación las dos precedentes.

Los medios de comunicación nos han permitido conocer la transformación de la imagen de la comunidad negra en el subconsciente colectivo: primero, sumisa; luego reivindicativa; finalmente, y a pesar de Obama, delictiva. Si el camino del movimiento por los Derechos Civiles fue largo y arduo, el que ahora se anuncia lo será más. Ya no se reclama igualdad para un colectivo injustamente discriminado, sino reformas que descriminalicen a un sector percibido como indeseable. En el curso de sus vidas, tres de cada cuatro afroestadounidenses se enfrentan a la probabilidad de ingresar en el sistema judicial debido a la “ley de los tres golpes” (three-strikes law), en alusión al número de infracciones menores (portar marihuana, por ejemplo) que pueden conducirlos a la cárcel, con las consiguientes secuelas: dificultad para encontrar empleo, pérdida de ayudas sociales, revocación del derecho al voto…

La encarcelación masiva es el resultado directo de la operación War on Drugs, iniciada en 1982, durante la era Reagan. Una “guerra” que tiene como principal escenario los barrios pobres. Cuantos más arrestos realiza una comisaría, más recursos recibe en forma de vehículos, armas y dinero federal o estatal. Buen negocio para la industria del armamento, primera del país. Y gran estímulo para su principal beneficiario, el complejo industrial penitenciario, en parte privatizado y cuya cotización en Bolsa experimenta un constante incremento gracias a la disponibilidad de una mano de obra barata y deslocalizada.

 

A raíz de la abolición oficial de la esclavitud en los estados del Sur (1865), los exesclavos se encontraron de la noche a la mañana sin la protección de sus amos —precaria, pero protección al fin— en una sociedad que les negaba cualquier tipo de derechos, incluidos educación y propiedad privada, y apenas les brindaba trabajo en épocas de cosecha. Por supuesto, el Gobierno de la nación nunca cumplió su promesa de proporcionar a cada familia negra un trozo de tierra y una mula como base para su arranque económico. Entre 1910 y 1929, un mínimo de dos millones de afroamericanos se trasladaron desde las tierras agrícolas del Sur a las ciudades industriales del Norte, única salida factible a su frágil situación. Dicha etapa es conocida como The Great Migration (La gran migración). Pero las fábricas no pudieron absorber a todos, y los barrios negros se convirtieron en guetos perpetuadores de la pobreza, desprovistos de colegios, ambulatorios, medios de transporte y cualquier posibilidad de movilidad social o laboral.

Hoy día, superado teóricamente el problema de la línea del color —the color line, expresión acuñada por el filósofo y activista Du Bois en 1903—, pobreza y negritud siguen estando alarmantemente vinculadas en Estados Unidos. El desastre de Nueva Orleans (2005) dio testimonio de ello. La catástrofe no afectó al conjunto de la ciudad, sino a los barrios negros, cuyos diques no habían sido reforzados porque no ofrecían el menor atractivo a los especuladores inmobiliarios. Hasta 1968, año de tramitación del Fair Housing Act, blancos y negros ni siquiera podían vivir legalmente en los mismos barrios; por tanto, los últimos se veían obligados a ocupar las zonas desfavorecidas. En Nueva Orleans, tales zonas eran también las más peligrosas. De ese modo, el huracán Katrina puso al descubierto un caso de racismo heredado.

Cuando en 1964 fue aprobada el Acta de Derechos Civiles contra la discriminación racial, muy pocos se atrevieron a esperar que mejoraría el acceso de la población afroamericana a universidades de élite o puestos de influencia, ni que favorecería la aparición en su seno de una nutrida clase media. Sin embargo, ocurrió así. Ahora bien, todos esperábamos que, cincuenta años después, los barrios de las ciudades norteamericanas estuvieran plenamente integrados y la pobreza en retroceso. Como sabemos, ha sucedido lo contrario.

Las luchas por los derechos civiles —que forman parte de la historia norteamericana tanto como la guerra de independencia— codificaron nuevas normas y actitudes sociales. Pero como afirma Richard Thompson Ford, “es el momento de darse cuenta de que esas leyes ya dieron de sí todo lo que podían”. Hemos llegado así a lo que algunos consideran la era post-black. Se trata de redefinir el vocablo “racismo”, porque, si bien el prejuicio abierto ha remitido, se han desarrollado formas nuevas y más sutiles de discriminación. Hay que dejar de prestar demasiada atención a las arbitrariedades aisladas y dejar de hablar de conspiraciones racistas. A cambio, es preciso reexaminar los conceptos de “discriminación positiva” (affirmative action: imposición de una cuota de presencia de las minorías en las instituciones), “racismo a la inversa” (reverse racism: la creencia de que la discriminación positiva constituye una desventaja para los blancos), “inculpación racial” (racial profiling: sospechas basadas en el color) y “carta de la raza” (the race card: acusaciones interesadas de racismo).

Lo que está en juego en la discriminación positiva es la movilidad de clase. Aunque algunos grupos consideren que se trata en realidad de un racismo a la inversa, otros —entre ellos, Colin Powell— la ven como una forma de reparar la herencia del racismo. Por su parte, la inculpación racial se caracteriza por culpabilizar a alguien por el simple hecho del color de su piel. La cuestión del racial profiling saltó a los noticiarios internacionales a raíz del arresto en 2009 del historiador y ensayista Henry Louis Gates Jr. A la vuelta de un viaje, descubre que se ha olvidado las llaves y fuerza la puerta de su propio apartamento. Una vecina avisa a la policía, que detiene al profesor de Harvard a pesar de sus protestas. Agentes blancos destinados en un barrio acomodado y mayoritariamente blanco aceptan automáticamente el testimonio de la mujer blanca. Podrían mencionarse multitud de casos similares, protagonizados por afroamericanos que no tienen la coartada de ser famosos. Tales sucesos son tan habituales que el presidente estadounidense decidió hacer un gesto meridianamente visible: invitar a tomar una cerveza en la Casa Blanca al agente de policía y al profesor universitario. De manera amable, mostraba oficialmente la existencia de un estereotipo racial. Randall Kennedy se ha referido al racial profiling como el impuesto que tienen que pagar los negros por el hecho de serlo.

La fórmula “jugar la carta de la raza” cobró relieve mediático con ocasión de la primera campaña presidencial de Barack Obama, de quien no puede decirse que haya jugado precisamente esa carta. Tres años antes, en junio de 2005, Oprah Winfrey, la conocida presentadora afroamericana de televisión, se acercó al 24 Faubourg Saint-Honoré, sede de la casa Hermès en París. Lo hizo diez minutos después de que la tienda hubiera cerrado, aunque todavía quedaban clientes en el interior. Oprah intentó que autorizasen su entrada para hacer una compra rápida. Sintiéndose discriminada por la negativa, dio publicidad a lo sucedido. Sabemos que las casas de lujo abren sus puertas en días festivos a compradores VIP. Sabemos que si hubiese pretendido entrar en la tienda alguien cuya imagen resultase reconocible para los empleados —Victoria Beckham o Beyoncé Knowles, por ejemplo—, no le hubiesen denegado el acceso. O sea, que de lo que realmente se quejaba Oprah era de haber sido tratada, a pesar de su enorme influencia, como una persona corriente. Oprah jugó la carta de la raza.

Una década antes, en 1995, tuvo lugar el juicio a otra estrella nacional afroameriana: O. J. Simpson, acusado del asesinato de su esposa. El caso dividió al país en dos bandos: blancos y negros. No se trata de ningún eufemismo. La repercusión mediática no obedecía sólo a la celebridad del jugador de fútbol americano, ni a su fortuna, ni a su atractivo físico, ni a su trágico matrimonio. Casado con una mujer blanca —a pesar de lo cual era apreciado por los WASP— y desenvolviéndose exclusivamente en ambientes blancos, Simpson había dado casi la espalda al hecho de ser negro. ¿Por qué eligió entonces para su defensa a un abogado negro? ¿Por qué en la portada que le dedicó el semanario Time (27.06.94) aparecía más oscuro de lo que en realidad era? ¿Por qué su abogado consideraba tan importante demostrar que determinados policías implicados en el caso habían actuado de forma racista en algún momento de su carrera? Las implicaciones del juicio iban más allá del esclarecimiento del crimen. Cuando O. J. fue declarado inocente, la mayoría de la población negra lo celebró: el fallo significaba una condena simbólica de la violencia policial y de las injusticias históricas del sistema judicial. Sin embargo, la población blanca, que había considerado culpable a Simpson ya antes del juicio, lo lamentó. Ambas comunidades jugaron la carta de la raza.

 

Richard Thompson Ford advierte de que semejante estrategia puede tener un efecto boomerang y poner en peligro el apoyo público a los derechos civiles y a los programas de equidad social. Un año después de la absolución de Simpson, California —¿a modo de represalia?— aprobó una ley que prohibía la discriminación positiva tanto en la Administración como en la educación pública. El juicio de Simpson supuso el inicio de la era postracista, del pensamiento post-black. Obligó a los americanos a pensar en las cuestiones de la raza como no lo hacían desde la marcha a Washington liderada por Luther King en 1963. No obstante, en aquella ocasión las lecciones fueron claras e inspiradoras, tanto en el orden político como en el orden ético. Ahora eran confusas y desorientadoras, sujetas a todo tipo de consideraciones circunstanciales e interpretaciones subjetivas. En resumen: las herramientas tradicionales de la lucha contra el racismo habían quedado desfasadas.

En la era postracista, el racismo no queda circunscrito al pasado, sino que se torna más contradictorio y complejo. 

En la era postracista, el racismo no queda circunscrito al pasado, sino que se torna más contradictorio y complejo. Por mucho que las injusticias raciales perduren, está claro que la mayoría estadounidense considera que el racismo es algo moralmente injusto y se siente comprometida en su desaparición. Entretanto, fuimos testigos del nacimiento de lo “políticamente correcto”, que antes de extenderse a otros ámbitos, tuvo como punto de partida las llamadas a la cortesía y a la imparcialidad a la hora de tratar cualquier tema relacionado con la raza. Es ilustrativa la anécdota de un universitario que, habiendo olvidado el nombre de uno de sus profesores en presencia de otro, trataba de describírselo: edad aproximada —que era la de la mayoría de los profesores—, forma de vestir —chaqueta de tweed, como todos—, hasta que añadió tímidamente que era negro. La fórmula de corrección política utilizada por el alumno no hizo más que poner en evidencia su incomodidad respecto al color.

Un análisis de 139 páginas publicado por la ONU en diciembre del 2008 aseguraba que “aunque la esclavitud haya sido legalmente abolida en todo el mundo, sigue siendo un componente difundido y arraigado en la sociedad contemporánea. Desde el tráfico humano hasta la explotación infantil, pasando por la servidumbre sexual y los trabajadores hipotecados”. Un año más tarde, Orlando Patterson, catedrático de Sociología de Harvard, se preguntaba: “Barack Obama, que tan delicadamente se sitúa entre el mundo de la inmigración exitosa y la identidad negra, ¿será capaz de ampliar la inclusión de los afroamericanos? Estamos observando y esperando”. Desde ambas perspectivas, la llegada de Obama tiene un efecto balsámico. Testimonia la capacidad de sobrevivir y avanzar en el seno de una sociedad hostil. Su elección ha alentado la esperanza de alcanzar, en el terreno del color, una igualdad sin traumas, violencias ni resentimientos.

Pero, a pesar de todo, Angela Davis afirmaba a finales de 2012, en el prólogo al primer libro de June Jordan traducido al castellano: “Como todos quienes tuvieron oportunidad de conocer a June Jordan y ser iluminados y conmovidos por sus escritos, la echo terriblemente de menos. Me di cuenta de hasta qué punto echaba de menos su visión política aquella noche de 2008 en la que supimos que Barack Obama había sido elegido para la presidencia de Estados Unidos. Pero la echo aún más de menos en este difícil momento, en el que June sabría expresar exacta y simultáneamente la decepción de pasadas e incumplidas esperanzas y la ilusión respecto al futuro. Sabría cómo decir que ya es hora de dejar de proyectar nuestro poder colectivo sobre individuos que parecen exceder la propia vida. Tal como ella escribió: ‘Es a nosotros mismos a quienes hemos estado esperando’”.

Mireia Sentís

Mireia Sentís (Barcelona, 1947), periodista, artista y codirectora de la Biblioteca Afroamericana Madrid (BAAM), es autora de Al límite del juego y En el pico del águila. Una introducción a la cultura afroamericana, ambos en Árdora Ediciones. Vive y trabaja en Madrid y Nueva York.