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La velocidad correcta

No hay prisa ninguna ni urgencia en casi nada. Uno no se encierra en una casa para escapar del mundo, es el mundo el que está encerrado detrás de la cara interior de la puerta. Y ahí está, encerrado y fuera.

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Fue hace ahora tres años y al principio a mí me parecía descabellado. Vivíamos en el centro de Sevilla, en un apartamento de techos altos, 700 euros al mes de alquiler. A cambio, te caías de la cama —cosa que cada vez nos pasaba más—, y si te descuidabas, te quedabas colgado en la copa de un árbol de los Jardines de Murillo. Los sábados por la noche la contaminación acústica era insoportable, es verdad, pero ¿quién iba a quedarse en casa a comprobarlo? Lo malo del edificio era que sólo podían pagar el alquiler estudiantes extranjeros que se dividiesen cada apartamento como buenamente pudieran. En sólo unos meses el edificio dejó de ser un edificio civil —la viejita del piso de arriba se fue con alguno de sus hijos, la pareja del piso de abajo se fue a dejar de ser pareja— y se transformó en un colegio mayor. Vikingas en el piso de enfrente, una manada de italianos en el piso de arriba, un coro rociero de japonesas en algún lugar, manifestándose siempre de madrugada. La noche en que llamaron al timbre y me encontré con un guiri que en vez pedirme sal o un sacacorchos me preguntaba si me sobraba un condón entendí que había llegado la hora de marcharse. Era absurdo pagar 700 euros al mes cuando apenas conseguíamos ingresar 1.000 entre mi mujer y yo. Por fortuna, los bolsillos de mi mujer siempre estuvieron bien cosidos, no como los míos, que son dos agujeros negros en los que nada de lo que entra vuelve a salir, cercándome además con una especie de aura sombría que no merece otro nombre que “ruina”. Tenía unos ahorros. Podíamos afrontar sin aspavientos —también es verdad que sin suficiencia, con una correcta gesticulación de quien puede que un día llegue a ser mendigo, pero todavía se salva— a un banquero. Vivíamos en el centro de Sevilla, en un apartamento de techos altos, 700 euros al mes de alquiler. A cambio, te caías de la cama —cosa que cada vez nos pasaba más—, y si te descuidabas, te quedabas colgado en la copa de un árbol de los Jardines de Murillo. Nadie daba ya el cien por cien del dinero para la compra de una casa, pero podíamos financiar hasta el treinta por ciento de la que estuviese dentro de nuestras posibilidades. Y nuestras posibilidades eran como los bases de baloncesto: 1,80. Alto para la vida corriente, bajito para el cruel deporte de la compra de casas.

La búsqueda de una casa de 180.000 euros (1,80, ya digo) nos llevó un año. Un año entero en que muchas veces yo quise apearme de la aventura y a punto estuve de hacerlo si no fuera porque siempre que lo decidía había un guiri llamando a mi puerta pidiendo las cosas más insospechadas, o sonaba el coro de rocieras japonesas, o había fiesta en el piso de los italianos obligándome a subir a pedirles que, ya que no iban a dejarnos dormir, por lo menos pusiesen música digna y no el racimo de horteradas que nos hacían escuchar. Mi mujer se dio de alta en todos los portales inmobiliarios que ofrecían casas en las afueras de Sevilla. Fuimos a ver unas cuantas. Nos asomamos a algunas historias de telefilme dominical, familias rotas, quiebras emocionales, malos rollos. Vimos una en San Juan de Aznalfarache que nos gustó. Le hice una oferta al dueño (1,80), y me dijo que tenía que consultarlo con su esposa. Menos mal que rechazó la oferta. Todavía estará arrepintiéndose el hombre. De vez en cuando entro en el portal donde cazamos esa casa, y allí sigue, bajando de precio cada tres o cuatro meses. Menos mal que rechazó mi oferta, ya digo, porque poco después mi mujer encontró la casa donde vivimos. Estaba —y hasta donde yo sé, está— en el centro de Mairena del Aljarafe, que fue lugar de veraneo de los sevillanos de postín en los años cincuenta y se convirtió después en ciudad-dormitorio, un pueblo blanco rodeado, como si fuera un flotador de grasa, de innumerables urbanizaciones. Es también sede de la última parada de metro de la única línea que cruza Sevilla, y la cruza como si la hubiera trazado yo mismo sobre un papel y hubiera activado a un ejército de ingenieros para cumplir mis deseos: comunica el pueblo en el que vivimos con la Universidad donde mi mujer trabaja, así que era perfecto. Para estar en el centro de Sevilla, donde antes residíamos, había que andar veinte minutos desde la casa —cinco en bicicleta— y el metro tardaba exactamente doce minutos en llegar a los Jardines de Murillo. Entre los inconvenientes de la casa, uno solo: estaba hecha polvo. En realidad nunca sirvió de vivienda a nadie. Era la casa de veraneo de una familia de Sevilla, que cuando llegaba la calor se venía al Aljarafe, llenaba la vivienda de colchones donde se apilaban primos, sobrinos, nietos, y dedicaba las horas a las grandes estrellas de la parcela: el naranjo, el peral, la parra, la higuera y la piscina. Como está ubicada en los últimos renglones del pueblo viejo, lo que hay más allá es puro campo, un Platero sin yo que de vez en cuando da noticias de su presencia con un rebuzno poco juanramoniano, y mucho descampado. También un camino que a veces te llama como una voz hipnótica: échate a andar. Estaba decidido: era nuestro sitio.

Había que pasar ahora por el proceso de evaluación del banco. Como en los aeropuertos, lo mejor es tomar aire, renunciar al yo —aunque el yo es precisamente lo que van a inspeccionarte— y rezar para que no se alargue mucho la cosa. La cosa, naturalmente, se alargó. Dado que yo no tenía ingresos fijos y que mis rentas anuales variaban de un año a otro —un año parecía que era utillero del Barcelona, al año siguiente del Xerez Deportivo—, el banco no se fiaba: yo era un problema. Entonces debió corroerme la culpa por estar acercándome a los cincuenta años sin tener ingresos fijos, y era enternecedor ver a mi mujer tratando de demostrarles a los bancarios que yo era alguien, añadiendo a la documentación que exigían enlaces de internet en los que podían comprobar que me habían concedido un premio importante o que yo les había dado una conferencia sin importancia a un alborotado público de seguidores limeños. Debió corroerme la culpa, pero qué va: si la culpa es algo que tiene que ver con el alma, yo vendí la mía hace tiempo y no la he echado de menos ni en las noches más frías. Me encogía de hombros, seguramente porque todavía no estaba seguro del todo de querer mudarme, de abandonar el centro de la gran ciudad para perderme en una calle de las afueras donde, a simple vista, la edad media de los habitantes era de 70 años. Tenía miedo, mucho miedo, de no saber qué hacer con mi tiempo. En Sevilla era fácil: bastaba bajar las escaleras y dedicarse a caminar. Ya me encontraría a alguien, ya entraría en la Librería Alejandría o me asomaría al río o me perdería por Triana. Pero ¿aquí? ¿Qué iba a hacer el montón de horas que paso solo al día? Una buena respuesta era “trabajar”. A lo mejor no quería mudarme sólo por eso, porque en Sevilla siempre encontraba una excusa para no sentarme a escribir.

Bodegón, por miki Leal

Finalmente, después de la inspección pausada y humillante —“tiene que traernos comprobantes de su tarjeta de crédito”, “las últimas diez declaraciones de la renta”, ¿que si fumo?, ¿un análisis de sangre para demostrar que no estoy malo?: fue humillante porque me hacían pagar tres veces de póliza de seguro lo que pagaba mi mujer, que es diez años más joven que yo aunque parece que tiene veinte años menos—, dieron el sí. Tengo un amigo notario; todo lo que pudiéramos ahorrar lo ahorraríamos. Él se ocupó del papeleo. Nos reunimos allí una mañana con la familia que vendía. En la casa había un ciervo. Un ciervo pacientemente hilado en estilo hiperrealista en un tapiz de tres metros por dos. Se habló fundamentalmente del ciervo. Los propietarios de la casa no se lo querían llevar porque no tenían dónde, pero le tenían mucho aprecio porque vio todas las siestas de sus infancias. Nosotros no lo íbamos a dejar en el salón ni hartos de vino, pero todavía no lo hemos tirado. Lo pusimos de cara a una pared de uno de los patios, y ahí sigue. La hipoteca nos salía, al mes, sólo por un poco más de la mitad de lo que pagábamos de alquiler en el centro de Sevilla. Algo habíamos ganado.

La primera visita a la casa —ya solos, sin el de la inmobiliaria, sin los anteriores propietarios— nos llenó de euforia. La casa era una ruina, pero tenía muchas posibilidades. Sólo dos habitaciones, salón, cocina, baño, pero… un amplio patio donde reinaba una parra, una escalerita a una segunda planta que de momento era sólo una fantasmagoría de losas rotas, y otra escalerita a un segundo, mucho más amplio patio, con un naranjo que podía haber sido cubierta del Playboy de los naranjos, una higuera que se lo ponía fácil a cualquiera que del otro lado de la tapia quisiera escalar al interior de la propiedad, y sí, claro que sí, la piscina, desconchada, llena de fango, una promesa sólo, pero qué maravillosa promesa.

Déjenme que les haga dos preguntas. Una: ¿se han mudado alguna vez? Dos: ¿tienen seis o siete mil libros? Teníamos que ahorrar de donde fuera, así que nada de empresa de mudanzas. Haríamos la mudanza nosotros. Teníamos un mes para dejar el apartamento. ¿Cuántos viajes había que hacer? Calculamos que unos diez o doce. Fueron treinta y cuatro. Una cosa buena tuvo hacer una mudanza tan demorada y cansina: ni siquiera tuve tiempo de despedirme de mi vida anterior de paseante por la ciudad que coge el caminito al sol después de comer y vuelve a casa cuando atardece. Llenamos la vieja casa de cajas llenas y apenas cabíamos nosotros bajo el techo: pero teníamos los dos patios. Y en Andalucía se puede vivir a la intemperie casi todo el año, y era Semana Santa, Semana Santa de 2012, así que sin problema.

De amigos que se habían mudado escuchamos, con incredulidad, que después de ocho o diez años todavía tenían cajas sin abrir. Nosotros nos decíamos que a nosotros no nos pasaría eso ni de coña, que lo haríamos todo en una semana, plis plas. Bueno, dentro de poco va a hacer dos años desde que nos mudamos y ya sólo nos queda el cincuenta por ciento de cajas por abrir. Qué prisa hay.

Pronto descubrí que me gustaba mucho la vida de aquí. Comíamos al sol y nos mirábamos embobados y decíamos: ¿Lo escuchas? Sí, claro, lo escuchábamos: el silencio. Apenas interpelado por el canto de un pájaro. La propia casa, su estado ruinoso, nos iba contagiando su pereza. Hasta que no cayeran las primeras trombas de agua y se nos humedeciese el techo de las habitaciones no nos íbamos a poner en marcha, lo estábamos viendo venir. Se daba uno por satisfecho con los más mínimos esfuerzos. Tenía que enviarle un ejemplar de un libro a un amigo que me lo había pedido. Un día encontré el libro y ya me di por contento. Al día siguiente fui a una papelería a comprar un sobre acolchado. Hasta el día siguiente no fui capaz de meter el libro en el sobre, y cuando estaba a punto de salir para Correos, me dije: Bah, qué prisa hay, mañana se lo mando.

Las cajas tenían que ir desplazándose por la casa dependiendo de por dónde decidíamos empezar a meterle mano. Había que poner el suelo, encalar, desenlosar el techo y colocar la tela asfáltica para enlosar después, arreglar la piscina, podar la higuera, aprovechar la franja de tierra que había entre el naranjo y la higuera para plantar un peral, unas tomateras, un limonero. Empezamos por los suelos y las paredes del dormitorio. Seguimos por el salón. Montamos las estanterías y así pudimos sacar de sus cajas tres o cuatro mil libros. Otros muchos formaron montañas aquí y allá. En verano, a cuarenta grados, empezamos a desenlosar la azotea. Yo era partidario de hacer una segunda planta, pero mi mujer me convenció de que mejor acristalábamos el primer patio y me hacía allí un estudio. Eso obligaba a renunciar a la parra, que, la verdad, convertía en un lagar el patio. Ahora me alegro de no haber tenido dinero para contratar a nadie: no sólo porque me llene de orgullo haber hecho cosas que no pensaba haber hecho en mi vida, sino porque si esas cosas se hacen mal, se lo perdona uno con muy satisfactoria convicción. Había que darle una pestilente pintura negra al suelo una vez desenlosado para posteriormente colocar la tela asfáltica. Los vídeos de YouTube ayudaron mucho. También el vecino de al lado, que una tarde, al verme quitando losas con un punzón, puso el grito en el cielo. Primero pensamos que nos denunciaría —temiéndose que fuéramos a hacer obras que afectasen a su propiedad— pero qué va: le parecía un escándalo que con un solo punzón yo fuera a levantar todo aquel suelo de losas que debían tener cincuenta años. Me prestó herramientas, y la verdad es que si no llega a hacerlo, hubiera tardado medio año en completar la faena. Eso sí, tanto ímpetu puse en el empeño que la espalda me hizo crac. No sería la primera vez.

En los años que llevábamos viviendo en Sevilla no había ido nunca al médico, y ahora, en sólo unos meses, ya tenía que ver cómo se las apañaban en un consultorio de ladrillo visto, al lado de unas urgencias donde nada parecía urgente y entre serenos ciudadanos que lo mismo podían estar esperando un autobús que un apocalipsis, con la certeza de que ninguna de las dos cosas iba a cambiarles mucho la vida. Ciática, me dijo la doctora que me atendió: Se recomienda, desde hace algún tiempo ya, que al ataque de ciática no se le premie con una baja laboral. Me lo dijo así y mi narcisismo entendió: Te lo dice así porque te ha reconocido y sabe que eres escritor. Qué va, creía que era cualquier otra cosa y había ido sólo a pedirle una baja laboral, y resultaba que desde 2008, año de inauguración de la crisis, tenía encomendado no dar bajas laborales más que a quienes de verdad se estuvieran muriendo. No imagino cómo puede un barrendero trabajar con un ataque al nervio ciático producido por un pinzamiento en las vértebras, pero si hubiera sido barrendero, aquella mujer no me habría dado la baja laboral. Por desgracia no soy barrendero, pero mientras duró el dolor, que duró lo suyo, no dejé de pensar en un barrendero que tuviera que trabajar con él encima. Lo combatí con analgésicos —una tarde el dolor fue tan tremebundo que tuve que tomarme Nolotil del que se inyecta, amargando un vaso de agua, cosa que según el farmacéutico era una bestialidad— y una manta eléctrica que mi mujer me regaló. Imaginaba al barrendero con la manta eléctrica, enchufándola a los árboles, y eso me hacía sentir un quejica. Cuando ya iba saliendo y poco a poco me atrevía a volver al tejado para quitar más losas antes de fregar con brea todo aquello para colocar la tela asfáltica, se produjo el segundo crac. Por culpa de un gato. Un gato con cascabel. Un gato al que algunas noches escuchábamos en nuestro patio. Se veía que, después del abandono de la casa como lugar de veraneo, el animal había hecho suyo el naranjo, la higuera, el patio entero. Y todavía hacía sus excursiones con los nuevos propietarios. Nos hacía gracia, no lo espantábamos. Hasta que llegó Explorer a nuestras vidas.

Autor: Miki Leal

 

Una noche, al volver de la universidad, mi mujer me dijo: Mira, Juan. Y salí a la puerta. Un gatito de rayas nos miraba como pidiendo explicaciones. Que tenía hambre estaba fuera de toda duda, así que saqué un poco de mortadela y ésa fue su cena. A la mañana siguiente llamó el cartero. Me ha traído ya tantos paquetes que el hombre se sabe mi DNI de memoria. Total, que le abrí la puerta y, al hacerlo, el gatito de rayas se metió dentro de la casa. Pero éste, dónde se cree que va, dije yo. Ah, no es tuyo, dijo el cartero. No, no es mío, le respondí. Pues él cree que sí. Lo saqué una vez. Dos veces. Tres. Cada vez que tenía que abrir la puerta se colaba. Por la noche esperaba su ración de mortadela. La segunda noche apareció tras ella —era una gata— un gatazo negro de ojos verde limón que le hizo exclamar a mi mujer: Vaya, ése debe ser el Brad Pitt de los gatos. Pero la gatita ni caso, se lo llevó por ahí para alejarlo de nuestra puerta y, aprovechando que era mucho más rápida que él, volvió corriendo a por su loncha de mortadela. Una tarde, haciendo la compra, nos perdimos en el pasillo de comida para mascotas. Ya no había vuelta atrás, aunque nos decíamos: Le damos comida, pero no la dejamos entrar. Cuando llegamos a casa, al descargar las bolsas, se me ocurrió abrir la de comida para gatos, y Explorer se lanzó de cabeza dentro de la bolsa. Y así fue como entró oficialmente en nuestra casa: con la cabeza metida en la bolsa de comida.

La llamamos Explorer porque por entonces no nos funcionaba el famoso navegador. En realidad, apenas teníamos conexión, porque siempre que llamábamos para ponernos el wifi nos decían que nuestra calle no aparecía en el mapa, que no podían llegar hasta nosotros, así que nos aviamos con un pincho de esos de Orange que en cuanto descargas un par de documentos se ralentiza como si lo hubiese ideado el monje más budista de todos los monjes budistas. Así que llamamos a la gatita Explorer y a su pretendiente, Mozilla.

La cosa es que una tarde, encorajinada sin duda porque le estaban disputando el territorio, el gatazo del cascabel atacó a Explorer —a la que ya habíamos dado de alta, colocado un chip, esterilizado, puesto las vacunas, sacado un carné con su nombre y, a voleo, según las dotes adivinatorias de la veterinaria, calculado su edad: diez meses—, que se defendió como pudo y vino luego corriendo hacia mí, que me encontré de cara con dos gatas, la mía y la perseguidora, tan alentada ésta por su propia furia que no pudo echar el freno antes de quedar a mi alcance. Practiqué el fútbol con ella y la patada le acertó en un costado, pero también consiguió que mi espalda hiciera crac. Ah, los años, animales extraños. Tampoco esta vez me darían la baja.

Explorer se ha convertido en la dueña de la casa, un poco a su rollo, pero dándonos un sosiego extraño. A veces llegamos cabreados con el mundo de ahí afuera, o incluso con el que nos llega por la pantalla del ordenador, y basta salir al patio, ver cómo van las naranjas o ponerse a jugar con Explorer para que todo quede achicado. Ha cambiado lo que importa y lo que no: ahora lo que importa es que la ciclogénesis explosiva que ha examinado nuestra tela asfáltica no nos pinte humedades en el techo, que la higuera no crezca demasiado para que no sobresalga demasiado de la tapia y ofrezca facilidades —e higos— a quien pase por la calle —pero las higueras son indomables, por mucho que las recortes, lo que crecen son las raíces, y el vecino ya se nos ha quejado porque dice que una de las raíces le está levantando una losa—, que el peral nos dé peras, en fin, esas cosas. El referéndum en Cataluña nos deja fríos. La lista de las mejores películas del año, también. Cuando la gata quiere que le haga un poco de caso y que la persiga o pelee con ella o vayamos al patio, se sube en un cajón que tengo ahí detrás y se alza sobre sus patas traseras para darle un manotazo a un libro y tirarlo al suelo, con lo que me pone en acción de inmediato. La primera vez vi que el libro que tiraba era una primera edición de Borges, así que la cambié de sitio y le he puesto una novela muy mala de un autor muy actual que ya ha quedado como el libro de la gata. No me importa nada que vaya al suelo una y otra vez.

Son pocas personas aún las que han venido a la casa: algún que otro amigo y técnicos de cosas que no podíamos hacer nosotros —instalar el wifi, cambiar un fusible de fuera porque durante una semana se nos iba la luz puntualmente a las ocho de la noche y volvía a las once, y nada, era sólo un fusible vago—. Todos dicen lo mismo al entrar y ver que todavía las cosas no están en su sitio y hay montones de ropa esperando que armemos los armarios que compramos hace ya unos meses, o que abramos las cajas que nos quedan por abrir y que de momento hacen de muebles en algunas zonas de la casa: Poquito a poco. El primero que vino a vernos fue el de la inmobiliaria. Nada más entrar dijo: Todavía no estáis viviendo aquí, ¿no? Ahora, al recordar esos dos primeros meses, la verdad es que nos parece mentira que nos las arreglásemos para vivir dentro de la casa, con todas nuestras cosas ocupándolo todo como refugiados de un temporal en un pabellón de deportes con las paredes echas polvo y los suelos llenos de mellas. Después de tanto mundo recorrido, de tanto insomnio, de tanta historia, de tanta búsqueda de qué, de tanta tontería, qué bueno haber llegado aquí. El primer verano lo aguantamos huyendo a la playa alguna semana, y las que no podíamos huir, comprándonos una tienda de campaña para dormir en el patio. Estamos hablando de cuarenta y tantos grados durante el día y veinticuatro o veinticinco en las horas punta de la madrugada. Se despertaba uno bañado en sudor, gateaba casi sin conciencia de lo que hacía hasta la piscina, y se dejaba caer. Yo creo que me quedé dormido flotando más de una vez, y eso que aguanto bien el calor.

Poquito a poco, dijo el fontanero que vino cuando descubrimos que en el techo había una tubería de plomo —prohibidísima— que filtraba aún agua de 1954 o de la Edad Media: olía a eso, a posguerra o al Mío Cid. Poquito a poco dijeron los electricistas que vinieron a ver por qué cojones se iba la luz todos los días tan puntualmente. Poquito a poco dice un amigo que pasa por aquí alguna tarde a tomarse un café. Poquito a poco dice el vecino cuando le devuelvo las herramientas que me prestó para levantar el enlosado. En fin, se ha convertido en nuestro lema, poquito a poco. Es lo mejor de la casa, aparte de la piscina y el naranjo y la gata: la sensación de que hemos llegado a algo de veras nuestro, y que ya no hay prisa ninguna ni urgencia en casi nada, que la velocidad correcta para seguir adelante es ésa, la del poquito a poco, que no es que nos hayamos encerrado en una casa para escapar del mundo, sino que el mundo se ha encerrado detrás de la cara interior de nuestra puerta y detrás de la tapia que escala nuestra higuera, y ahí está, encerrado y fuera. Porque contra la idea primera que me hice de que la casa sería una cárcel —cuyos muros estaban ahí para que yo no pudiera salir—, he acabado, poquito a poco, convenciéndome de que es un refugio, y los muros están ahí para que el mundo de fuera no pueda entrar o entre lo menos posible, sólo cuando es imprescindible. Claro que hay que ganarse la vida, y eso hago, eso hacemos. “Nos ocupamos del mar / cada uno según es nuestro talante / Yo lo que tiene importancia / Ella todo lo importante”, cantaba Alberto Pérez en mi adolescencia. -Yo traduzco alguna novela o escribo alguna cosa que me encargan aquí o allá (y si no entra nada, vendo un poco de pasado, primeras ediciones que a otros les hacen ilusión y de las que no me duele prescindir), mi mujer da sus clases y traduce unos tomos que hablan de cosas muy raras, de abstracciones pictóricas, de vete a saber qué. Hay veces en las que estoy tentado de escribir un poema sobre la quietud y la paz interior y shalalá, pero pongo el telediario y se me pasan las ganas enseguida. Los días se derraman dentro de un pozo ciego; si te asomas, al fondo se ve el suelo del tiempo: esto es una estrofa de una bulería que debí escuchar de niño. Me la repito mucho últimamente. Porque, en efecto, los días se derraman uno tras otro, y el suelo sigue seco. Hay semanas que sólo me doy cuenta de que han pasado porque pongo el televisor y dan Modern Family, y me digo: Joder, ¿ya es otra vez lunes?

Debajo del naranjo he puesto una silla cómoda. Como aquí hace sol casi siempre, da gusto sentarse todas las mañanas a leer o a ver cómo crece la hierba. A veces, en medio de un párrafo que me saca del propio libro donde lo he recaudado, me quedo mirando los soles naranjas que llenan la copa del árbol —una constelación tan misteriosa como otra cualquiera— y me digo: Después de tanto mundo recorrido, de tanto insomnio, de tanta historia, de tanta búsqueda de qué, de tanta tontería, qué bueno haber llegado aquí y estar sentado tranquilamente sobre el metro cuadrado donde un día, ojalá que dentro de un montón de años, se quedarán dormidas mis cenizas.

Juan Bonilla

Juan Bonilla (Xerez, 1966), como todos, quiso ser futbolista, y como todos, acabó siendo escritor. Ha escrito un libro de relatos repartido en seis volúmenes, uno de poemas en cuatro, otro de ensayos en cuatro, y cinco novelas. Los últimos son Prohibido entrar sin pantalones y Una manada de ñus.  

Acuarelas de Miki Leal