Madrid 2014
15M · neoliberalismo · El País · 11-M · gentrificación · mareas · privatización · marca-ciudad · 100 Montaditos · Barcelona · deuda · hipsters · pokeros · emprendimiento · coworking · underground
I.
La ambigüedad característica del Anticristo, retratado en El día de la bestia (Alex de la Iglesia, 1995) como un niño vagabundo que quizás traiga el Armaggedon, pero también la salvadora παρουσία, planea últimamente sobre la ciudad de Madrid, asolada por una depresión económica que algunos perciben como oportunidad y el resto, la mayoría, como desastre. Cualquier estado de la mente es transitorio, sin embargo, y los medios de comunicación pasan del pesimismo a la euforia —véase el caso de Podemos o del Atlético de Madrid— en menos que Herman Tertsch cambia de opinión sobre la prostitución en Eurovegas. ¿Cómo entender estos vaivenes de la opinión pública? Vamos por partes.
En octubre de 2013 El País publicó un reportaje de Rafael Méndez y Álvaro de Cózar sobre la decadencia de Madrid. El ABC respondió con un editorial donde decían que esta “gran capital europea” había sido la primera en salir de la recesión, que su renta per cápita es un 38% superior a la media nacional y que concentra el 68% de la inversión extranjera en España. Dejando de lado la referencia inútilmente performativa a la salida de la crisis, pensar que la realidad se ajusta a tus deseos o las declaraciones del gobierno es un síntoma de psicosis más que otra cosa. Los términos de la respuesta cavernaria tenían un punto claro de coña: la inversión extranjera, como muestra Thomas Piketty en Le capital au XXIe siècle, cumple una función menor en las economías boyantes y saneadas; concederle importancia demuestra hasta qué punto nos peleamos los españoles por las migajas del pastel. Y el dato de la renta per cápita no explica cómo se distribuye la guita y quien la ha ganado: Guinea Ecuatorial acumula 34.000 €, Madrid 31.500 €. Si no sumamos los apellidos de las grandes fortunas y restamos los porcentajes de desigualdad, estas cifras no dicen mucho.
No se hizo esperar la respuesta de la izquierda cuarentona madrileña, desalojada de las instituciones mucho antes del Tamayazo, pero notablemente revoltosa en las calles y en los textos desde que sus miembros tenían 20-30 años. Por ejemplo, con motivo del 11-M. Aquella manifa convocada vía SMS la noche previa a las elecciones generales de 2004 reclamando veracidad sobre los atentados de la estación de Atocha pasará a los anales del movimiento como paradigma de tecnología políticamente aprovechada. Nada menos que la Comuna de Madrid, según Toni Negri. O el No a la Guerra, que fue el momento de confluencia de una serie de luchas que sostuvieron durante la primera década del milenio agentes (en materia ambiental, política o cultural) como Ecologistas en Acción, Rompamos el Silencio o La Dinamo, por mencionar uno de cada palo. La respuesta izquierdista a El País, en realidad una precisión sobre las premisas sociata-liberales del reportaje, estaba firmada por el Observatorio Metropolitano, artífice, entre otros libros, de Madrid, ¿la suma de todos?, un estudio del paradigma madrileño de especulación inmobiliaria, cuya versión extendida para la totalidad del capitalismo hispano reciente (1959-2010) tradujo la New Left Review a raíz del 15M.
El Observatorio Metropolitano comenzaba subrayando la ausencia de una prensa local como factor central de la identidad madrileña, demasiado asociada con el gobierno como para distinguirse con una narrativa municipal propia. Y tenía razón. Pero resulta curioso que quienes más hicieron porque hubiera un sistema de publicaciones independiente de los beneficios comerciales y las limosnas autonómicas, ofreciendo libremente sus contenidos y generando contrapesos a la influencia de la publicidad en la prensa digital con suscripciones, crowdfunding o plantillas de personal mínimo —véase el pionero rebelion.org, que lleva desde 1996 sin gastarse una peseta, o eldiario.es, que se aplica el cuento de la transparencia y publica anualmente sus balances de ingreso y gasto: dos propuestas de información que terminan volviéndose modelos de emprendimiento capitalista—; resulta curioso, digo, que los miembros del Observatorio Metropolitano, que publican con Traficantes de Sueños, la editorial por excelencia del copyleft, no atribuyan la categoría de prensa local a todas las cabeceras que han ido surgiendo al calor primero de la cultura libre, principal campo de lucha contra el gobierno socialista (Ley Sinde) antes del estallido de la burbuja urbanística, y luego del contexto pos-15M. Son periódicos como Diagonal, Madrilonia o La Marea (por no hablar del canal de televisión vallecano TeleK donde se forjó esa bestia parda de las tertulias llamada Pablo Iglesias, junto con los habituales de La Tuerka CMI) los que han ido formando una narrativa madrileña subterránea sin necesidad del chovinismo pueblerino —siempre he pensado que la ventaja de ser madrileño y de izquierdas es ahorrarse el sentimiento de pertenencia de otras CCAA, que tu prensa local hable de cosas más allá de tu nariz— ofreciendo la información que permite contestar a El País con algo más que el sentimiento de superioridad que suele gastar el Observatorio Metropolitano con sus oponentes ideológicos.
Hay que decir que el tiempo juega a favor de los prudentes, que esperan sentados en la puerta de su casa a ver pasar el cadáver del enemigo: los replicadores inmediatos de El País no podían prever que la imagen que ilustraba el reportaje, la Puerta de Sol hasta arriba de detritus, se volvería en cuestión de meses en un emblema del triunfo plebeyo. La huelga de basuras, una marea sin color. A todo esto, ¿cuál es el pigmento de la suciedad? ¿Verde moco? ¿Marrón mierda? ¿Amarillo grasiento? Tanto monta, el caso es que su victoria constató el poder de presión de la logística, el punto ciego de las economías dizque posfordistas, que todavía requieren de los servicios de transporte y de limpieza para seguir con las cosas de la iEconomy. El contraste con los mineros asturianos que lucharon y perdieron, a pesar de haberlos recibido la multitud con fuegos de artificio cuando marcharon hacia Madrid —cruzando en Moncloa el Arco de la Victoria Facha entre gritos de “Madrid / obrero / saluda a los mineros”— no puede ser más elocuente: desde el punto de vista del turismo, columna del desarrollo de Hispañistán, no todos los cuellos azules valen lo mismo.
Lo que sí resultaba predecible era el éxito de la marea blanca. A diferencia de su homóloga educativa, larvada por la sospecha de ineptitud que los alumnos suelen proyectar sobre unos funcionarios visiblemente desorientados por las tropecientas reformas de enseñanzas medias como hemos visto, mayoritaria y finalmente acomodados a la formación del mínimo esfuerzo —todo afecto y dogma, los psicopedagogos les enseñaron a enseñar sin tener antes que saber o aprender: malabarismo epistemológico a la altura del maestro ignorante de Jacques Rancière—, la marea blanca sí que luchó contra un atraco a mano armada. El modelo Alzira de privatización/externalización/partenariado. You name it: el hospital de Collado Villalba, cuya apertura estaba anunciada para 2012, sigue virgen mientras redacto esta frase y cuesta 9000 € cada mes que IDC Salud se embolsa por gestionar un edificio fantasma. El descalabro del copago sanitario, sin embargo, tuvo mucho de división interna del PP, cuya mano izquierda (extractiva) desconoce las operaciones de su mano ultraderecha (españolista). Que por mucho que César Molinas recurra a la palabra de Daron Acemoglu y James Robinson en Why Nations Fail?, las tan traídas y llevadas élites extractivas carecen de objetivos clasistas uniformes y quien se desea, se pelea. Así Javier Fernández-Lasquetty, barón de Sanitas y Adeslas en Madrid, decidió imitar el euro por receta de la Generalitat justo cuando los abogados de Marino lo estaban denunciando ante el Tribunal Constitucional por vulnerar la igualdad de todos los españoles (a buenas horas con esas) y el privilegio impositivo del Estado (a Mariano lo que es de Mariano). Conclusión: la capital del Reino, punta de lanza del movimiento soberanista contra el gobierno.
Están locos estos neoliberales.
II.
Los reporteros de El País manifestaban su preocupación porque “Madrid tampoco tiene una marca, una postal que identifique la ciudad, un relato que la haga conocida e interesante”. Es una llorera habitual. El ideal regulativo de la ciudad-postal parecía reclamar la existencia a fines del siglo pasado de edificios elevados que los guiris puedan siluetear y mandar corriendo a sus parientes. Los cuadros del Museo del Prado satisfacían la máxima de Horacio, entretienen enseñando y lo hacen en voz bajita, pero está visto que no daban la talla como skyline. Una vez tuvimos los deseados rascacielos, Florentino Pérez mediante, las élites se vieron en el brete de tener que rellenar de contenido ese páramo norteño llamado Business Area, donde las hienas acechan día y noche. Llegó la obsesión por el storytelling. Si no podemos ser NYC, la ciudad del cristal puesto en vertical, tengamos un concepto de pertenencia indefinido como el “I Am Sterdam”. Así podría reconstruirse la sinapsis neuronal que lleva a Oliva Muñoz-Rojas, la experta en ¿sociología? que entrevistan para el reportaje de El País, a decir que “Madrid es cool en sí misma” precisamente porque carece de toda pretensión. De toda narrativa.
Quizá tenga razón. El frenesí cultural berlinés posterior a la caída del muro debe mucho a la falta de interés en planificar que mostraron los dirigentes políticos, demasiado ocupados con los problemas de unificación administrativa y transición a la economía de mercado como para molestarse en desalojar a los okupas que se hacían cargo de los edificios abandonados. Íbidem puede decirse de Nueva York: la acuñación del I (love) NY por Milton Glaser, inspirado por la campaña publicitaria del Estado de Virginia —que desde 1969 buscaba ganarse las pingües visitas de los hippies con el lema “Is for lovers”—, lejos de reflejar el triunfo del verano del amor, constataba su decadencia: en 1977 las finanzas de la alcaldía estaban en quiebra mientras los clubes empezaban a vencer el pulso que tenían con los conciertos típicamente sesenteros. Los logos para turistas, igual que la lechuza de Minerva, levantan el vuelo demasiado tarde. El caso más extremo de desfase tuvo lugar en los años 50, cuando algunos anglosajones siguieron comprando la imagen de París, metrópoli de la vanguardia, y aguardaban cruzarse con Ernest Hemingway en la rivera izquierda cuando este andaba en su periplo taurino por España y aquella, la maltratada vanguardia, se la habían vendido a los neoyorquinos a cambio de una victoria aliada. ¿Y qué es la Movida Madrileña sino la rentabilización política de una efervescencia sociocultural que viene de mucho atrás y que Tierno Galván no inventa sino simplemente instrumentaliza a su favor?
Sin embargo, los articulistas parecen molestos porque lo más reconocible de la capital sean los azulejos de imitación del 100 Montaditos. Madrid = ciudad de franquicias. Valorar esta asociación como algo negativo en nombre de alguna especie de mística del pequeño comercio, más celebrado cuanto menos concurrido, suele ser signo de hipocresía, como si la cerveza barata que los 100 Montaditos ofrece tirada en jarra no fuera un signo de la integración europea, exótica cara a la galería, que reclaman las agencias de viajes para España. Nos tragamos nuestras propias patrañas: curiosamente, los consumidores preferenciales de estos establecimientos son población nativa, lo que constata que una mentira contada dos veces se vuelve realidad. Al menos para el mentiroso.
La comparativa con Barcelona es inevitable, porque aquella se vende como una ciudad hasta arriba de bares customizados donde puedes estar tomando birras hasta altas horas de la noche, frente a los estrictos horarios madrileños. Nada más lejos de la verdad: si hay una alcaldía paranoide con el civismo en el espacio público, esa es la de Barcelona, que desde mucho antes de los Juegos Olímpicos apostó por extender un modelo de plaza dura que facilitara la circulación, evitando los trapicheos ocultos de las zonas ajardinadas, lo que supuso la inmediata conversión de la ciudad en un skatepark mastodóntico. Fue peor la cura que la enfermedad, al menos desde el punto de vista del vecindario, porque la oleada masiva de skaters puso al alcalde en una situación comprometida. Podía apoyar a los skaters, consumidores ostentosos y nuevo emblema de la ciudad, o a los habitantes de la ciudad, que en última instancia son los que votan cada cuatro año y le renuevan en el puesto. La solución de compromiso consiste en estipular penas de hasta 1.500 € por patinar que nunca se aplican, apenas sobre cuatro chivos expiatorios. Madrid va a la zaga en la conversión del espacio público en un solar donde grabar spots de publicidad, pero buena parte de la deuda de 7.000 millones de euros que dejó como legado Gallardón se invirtió en soterrar autopistas y calles para dejar espacio a la tierra prensa y el granito, como es el caso de Madrid Río o el Paseo de la Castellana.
En el ámbito musical, el crítico musical Víctor Lenore ha subrayado la decadencia y recuperación del hipsterismo madrileño, articulado en torno a locales como el Würlitzer o la sala Maravillas, abierta de nuevo esta última después de varios meses cerrada por rentabilidad deficiente. Un eterno retorno medio zombie del elitismo gafapasta que Lenore contrapone a sitios como Fabrik, la discoteca poligonera por excelencia, de forma un tanto maniquea. Hay que recordar, como señala Eloy Fernández Porta, que los llamados hipsters, lejos de ser aristócratas que humillan a los situados inmediatamente después en la cadena social, es gente que ha comprado su vuelo de ida a la clase media a través del consumo ostentoso de ropa y cultura. Pero hay algo de verdad. Sinónimo de bondad clasista para todo aquel que conceda carta blanca de autenticidad proletaria a los pokeros, es cierto que Fabrik ha pasado sin pena ni gloria por la prensa musical española a pesar de obtener repetidas veces la distinción de mejor sala tecno del año en Europa que concede la revista DJ Mag.
Nos gustaría hablar de espacios underground en la estela de La Faena II, un garaje en el barrio de Suanzes donde se hace patente la teoría de David Byrne sobre los espacios —que cada música tiene el suyo—, pero se trata de un caso aislado. La novedad de Madrid es la falta radical de espacios musicales con menos de treinta años a las espaldas, una carencia que tiene unos efectos particulares. A falta de espacios públicos para escuchar música, la gente suele practicar el llamado sodcasting, escuchar música a todo tren desde el móvil. Lo que ha generado respuestas como el movimiento MEMPEC (Métete El Movil Por El Culo) o el Semilla Boombox en Villaverde Alto: un sistema de altavoces en una cancha de baloncesto donde puedes reproducir música desde tu móvil. El problema es que la gente que quiere escuchar el “Cara al Sol” existe y no son una minoría; durante varias semanas estuvo sonando de manera ininterrumpida el himno de la falange. Dentro del apartado sonoro también estarían proyectos como SoundReaders, que intentaron recuperar la memoria auditiva del Matadero, una vez convertido en avanzadilla de la gentrificación hipster en el barrio de Arganzuela, entrevistando a los jubilados que trabajaron como matarifes en el edificio: una reflexión sobre la reconversión industrial española varias décadas después de las medidas de Solchaga.
El mínimo común denominador de la escena cultural emergente madrileña seguramente sea la mentalidad empresarial, revestida del discurso de la knowledge economy. Un ejemplo sería el Vivero de Iniciativas Ciudadanas, que pretende poner en contacto iniciativas barriales de apropiación del espacio público con el mismo espíritu de las Credital Default Swaps de Wall Street. Otro caso serían los espacios de coworking: solo seis años del arranque del fenómeno, somos el tercer país con más centros de este tipo, 10 más en Madrid que en Barcelona, y se calcula que hay unos 7.000 freelances y startups, nombre finolis para el autónomo y la pequeña burguesía de toda la vida. Uno de los centros de coworking más concurridos está pared con pared con el MediaLab Prado, un espacio de trabajo multimedia que encarna todas las tensiones irresueltas de lo que se llama el procomún. Tachado de neoliberales y promotores de la irresponsabilidad estatal por los apocalípticos (en el sentido de Umberto Eco) de la revista Brumaria, los defensores del procomún suelen sacar adelante proyectos empresariales con externalidades culturales positivas. En el caso del MediaLab, puede haber en paralelo una fiesta de Mahou y un congreso de Sociología Ordinaria montado por Amparo Lasen y Elena Casado. Todos estos sitios se venden como plataformas de acumulación de capital social, motores del networking colaborativo, pero los rendimientos económicos de tanto brainstorm están todavía por demostrar; por ahora solo puede decirse que la gente paga para no estar sola y obligarse a quitarse el pijama. Como pasa con el gimnasio, el coworking es la cara B de una vida sedentaria marcada por los contactos personales de superficie.
Ernesto Castro
Ernesto Castro (Madrid, 1990) es autor de Contra la postmodernidad (Barcelona, 2011) y Un palo al agua. Ensayos de estética (Murcia, 2016). Ha coordinado El arte de la indignación (Salamanca, 2012) y colaborado en Red-acciones (Valladolid, 2010), Tenían veinte años y estaban locos (Almería, 2011), Humanismo-animalismo (Madrid, 2012) e Indignación y rebeldía (Madrid, 2013). Tiene un tumblr: ernestocastro.tumblr.com