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Espuma de cerveza, alivio de luto

Poco después de la muerte de mi amigo Lu me decidí, un mediodía de septiembre, a entrar por fin en un pub irlandés que había a dos manzanas de la que entonces era mi casa y que se llamaba The Clover. Me enteré de que clover significaba trébol, el hecho diferencial irlandés y los tréboles. Yo había escrito en un pequeño libro una broma subida de tono acerca de unos tréboles de espuma a los que comparaba con los pliegues de una vagina y el mundo no se había dado por enterado y lo más probable es que el chiste no funcionara salvo en el caso de Lu, que me llamó por teléfono y me dijo: «¿Qué es esto?, ¿intentabas ser poético?». 

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En este bar irlandés tenían puesto como hilo musical la página web Spotify y me parece que habían elegido una pista, o una selección, llamada Música para un pub irlandés de cualquier parte del mundo. Tenían detrás de la barra un par de cronómetros en los que mediante encadenamiento de lucecitas se mostraba una pinta de cerveza Guinness que tardaba 119,5 segundos en vaciarse. Había uno a cada lado y después de un rato de observación y unos cuantos quebraderos de cabeza pude comprobar que el cronómetro de la derecha iba cincuenta segundos por delante. En ningún momento me planteé la posibilidad de indagar a los camareros –mi intimidad, mi pequeño gran momento meditativo, el diálogo con la muerte– y finalmente me dije: «oh, es maravilloso, llevo quince minutos –Loosing my religionWho can it be now?, Sweet dreams– de mi preciosa y única vida mirando este par de segunderos de la marca de cerveza Guinness y mientras tanto mi amigo Lu, en tanto que persona reducida a cenizas, es incapaz de distinguir entre un segundo y ciento diecinueve segundos con cincuenta centésimas o entre una canción de tres minutos y medio y toda una eternidad porque con él ha desaparecido la noción de tiempo y para Lu ahora todo es lo mismo». De manera que segundo a segundo, entre canción y canción de la selección Música para un pub irlandés de cualquier parte del mundo, comenzaba a cristalizar en mi cabeza una duda recurrente y esencial: ¿perdía el tiempo?, ¿malgastaba mi vida y dilapidaba unos años presuntamente decisivos?, ¿y qué le parecería todo esto a Lu, que como suele decirse era una persona que hacía cosas y que ya no tendría tiempo para hacer nada, tanto si era una cosa útil como inútil? En la medida en que pude conocer al muchacho que mientras estuvo vivo fue Lu, me atrevería a decir que no le importaría nada levantarse de su tumba y verse de pronto en un bar irlandés mirando un absurdo segundero y escuchando canciones sueltas de REM o de Men At Work. Es decir, que le daría lo mismo.

La última vez que vi a mi amigo Lu fue en una clínica para enfermos de cáncer que hay al final de Madrid y al principio de Pozuelo, al otro lado de Aluche. Fui en metro hasta Colonia Jardín y allí me subí a un tranvía y tuve que pagar otro billete de un euro y cincuenta céntimos para recorrer una sola estación, algo así como quinientos metros. Aunque me sentí muy estafado, comprendí enseguida –manifestación evidente de una cierta grandeza– que éste era un asunto menor al lado de la cuestión de Lu, la inminencia de su muerte y la probabilidad de verlo y de hablar con él por última vez, como así fue. Mi grandeza duró muy poco tiempo –fue una grandeza breve– porque en cuanto estuve delante de Lu lo primero que hice fue llevarme la mano al bolsillo y quejarme por el euro y medio que me había estafado el Consorcio Regional de Transportes –por aquella época el Consorcio Regional de Transportes cumplía veinticinco años y era un mal momento para la publicidad así que la mitad de los carteles del Metro se dedicaban a recordar este gran acontecimiento: veinticinco años juntos– y Lu meneó la cabeza y se miró un rato los párpados, y cuando le dije que además la Comunidad de Madrid planeaba cerrar el Metro a las doce de la noche y reducir la frecuencia de los trenes, mi amigo, sin dejar de mover la cabeza, dijo:

–Son gilipollas.

Y esto me hizo ser optimista por unos segundos o en realidad por unas décimas de segundo: «No es posible que una conversación sobre el Consorcio Regional de Transportes sea el final de todo, no puede ser que esto sea lo último que hagamos Lu y yo. Un momento. ¡De ninguna manera! ¿Cómo puede ser que después de una conversación sobre el nuevo horario de metro no haya nada? ¿Entonces?, ¿entonces qué?». Pero en lugar de hablar sobre todo este asunto yo le hablé a Lu de un nuevo trabajo en el que andaba metido, dar clases de español a inmigrantes obviamente no hispanizados, y Lu me dijo que consideraba que enseñar idiomas era una cosa verdaderamente difícil, mucho más de lo que nadie podía imaginarse. También me quejé del calor, así que Lu me dijo que abriera la ventana. Corría mucho aire y le dije a Lu, que estaba ya consumido por el cáncer y la quimioterapia y pesaba cuarenta y tantos quilos, que se agarrara fuerte a la cama si no quería salir volando, y no puedo decir que se riera a carcajadas pero me pareció escuchar un ronroneo metálico –Lu tenía ya varias prótesis allí dentro, yo me las imaginaba como pequeñas cavidades de hojalata– parecido a una risa y, dado que un segundo antes de decir esa frase yo había pensado que tal vez no era una frase muy oportuna, mi alegría fue doble al ver que mi chiste había funcionado porque, desde luego, era entonces o nunca, y quiero decir ahora que es maravilloso cuando un chiste tuyo funciona y creo de verdad que este sentimiento mueve el mundo y que las personas somos capaces de cualquier cosa por conseguir que un chiste nuestro funcione, y el hecho de que ese chiste funcionara con Lu, en aquellas circunstancias obviamente penosas, todavía ahora me reconforta.

–Bueno, hasta luego.

Desde la salida del hospital ya se veía Madrid, se veía el tramo de carretera que había que recorrer para entrar en la ciudad y, dado que la ocasión era tan solemne, decidí ahorrarme un euro y medio y eché a caminar por un arcén y atravesé un par de raquetas y a veces me pasaba por debajo de la nariz, como un estofado que viene de la cocina, la idea de que tal vez yo estuviera dándole a todo demasiada trascendencia y comportándome como el hombre al que se le va a morir un amigo y, en definitiva, sobreactuando en el papel de hombre que vive.

Hablaremos ahora de la última vez que vi a Lu fuera del hospital. Fuimos a un concierto del grupo americano The Jayhawks. Digamos que no estaba escrito que yo fuera a ese concierto y que Lu y un amigo llamado Gerardo habían comprado entradas para el Madrid Arena, aunque es probable que este Madrid Arena se llamara ya entonces sala Marco Aldany, como las peluquerías. Digamos también –sigamos toda la vida diciendo cosas– que Gerardo no pudo ir a ese concierto porque tenía que mediar en la compraventa de un hotel de cinco plantas en la calle Atocha (la idea de que mis amigos o los amigos de mis amigos sean parte necesaria en un asunto como la compraventa de un hotel de cinco plantas me produce una cierta melancolía). No hará falta explicar que ese concierto de The Jayhawks fue una gran explosión de amor en plena calle Princesa. No quisiera abundar en esto ni hacer inventario de las emocionantes canciones que sonaban mientras la gente movía la cabeza de un lado a otro y todo el mundo amaba a todo el mundo, porque creo que eso no sería honesto –sería un truco– y prefiero, por ejemplo, acordarme de que en esta sala Marco Aldany daban una de las peores cervezas del mundo con el agravante de un precio disparatado y sin embargo, una vez dentro, y dado que Lu no había querido coger mi dinero por la entrada que su viejo amigo Gerardo no iba a utilizar, me abalancé sobre la barra y pedí la cerveza más grande que había para que Lu y yo la compartiéramos, y aunque en aquella época Lu ya había dejado de beber cerveza, entre otras razones porque era algo que no le apetecía en absoluto, el caso es que pegó unos cuantos tragos a esta cerveza que al final sería nuestra última cerveza (juntos) y ahora está llena de significado, al margen de que fuera una horrible cerveza muy probablemente de la casa Heineken y servida en uno de esos vasos de plástico que antes sólo se usaban para el granizado de limón.

Ah, toda esa cerveza.

Durante una época, en los años noventa, mi amigo Lu se fue a vivir a Chile y yo fui por allí, a ver qué se cocía. Fanchop, eso es lo que se cocía. Eso es lo que hice en Chile durante el otoño –primavera austral– de 1994. El fanchop era, es, una cerveza de barril mezclada con Fanta de naranja y cuando eres joven es difícil sustraerse a la idea de que entre la cerveza y tú hay una relación especial, un bello vínculo, de modo que descubrir una nueva forma de beber cerveza es algo parecido a descubrir una nueva puerta de acceso a la trascendencia. Ahora bebo mucha menos cerveza que entonces, esto es lo único que puedo decir, y el que piense que todo esto es un duelo –elaboración del duelo– por el fin de mis días como bebedor más o menos legendario (autolegendario) de cerveza está muy equivocado y no ha entendido nada o ha entendido demasiado. Yo no elaboro duelos de ningún tipo y me duele la cabeza sólo de pensar en una cosa así. También me duele la cabeza sólo de pensar en la cantidad de cerveza que bebía entonces y que muchas personas de mi edad todavía son capaces de beber. Desde luego, considero que son personas muy afortunadas. Muchas de esas personas aún son amigas mías, ¿qué se han creído?, ¿qué otra cosa puedo decir?

Sigamos con la cerveza y sigamos con Lu. Una noche, un jueves, antes de Chile y cuando todavía éramos estudiantes además de inmortales, fuimos Lu, el resto de los chicos y yo a una cervecería que había en la calle Santa Cruz de Marcenado porque había una oferta especial y la caña de cerveza valía cincuenta o sesenta pesetas. Recuerdo muy bien que la iniciativa partió de Lu o que era Lu el que se había enterado de esta oferta o en cualquier caso fue Lu quien me llamó y me convocó, dado que vivíamos en la misma calle, pero sé que nunca conseguiré acordarme del precio exacto –cincuenta o sesenta pesetas– y eso hace que me hunda en un estado de tristeza y confusión: nunca volveré a ser un joven bebedor de cerveza. Esa misma noche robamos un barril de cerveza que el camión de reparto había dejado en la puerta de un bar cerrado y lo metimos a toda prisa en un coche y luego ese barril acabó en mi casa porque yo era el único que no tenía padres en un sentido estricto: tener padres y no tener padres era por lo común un estado temporal, una figuración. Se decía que alguien no tenía padres cuando sus padres se habían ido de viaje el fin de semana o algo por el estilo. Entonces, esa persona estaba sin padres o no tenía padres pero al lunes siguiente los volvía a tener, lo cual no era mi caso. Por razones obvias, esa expresión no me era simpática. Pues bien: la última cerveza que compartí con mi amigo Lu fue aquella infracerveza de la que he hablado antes, durante el concierto del grupo americano The Jayhawks, pero luego cruzamos la calle Princesa y nos metimos en uno de esos bares donde ponen rock de todas las épocas, pero nunca una música tan emocionante como para que digas “¡Ah!”, y yo pedí una cerveza y Lu pidió uno de esos zumos de la marca Pago que toma la gente cuando las cosas se ponen verdaderamente feas y de hecho saben que se van a morir de un momento a otro, y luego la conversación basculó entre la pequeñez de mi trabajo de entonces –dependiente de temporada en La Casa del Libro– y algunos pormenores fisiológicos de la enfermedad de Lu que no hará falta detallar aquí: ese pequeño infierno cotidiano de la gente que está enferma-enferma y cuya principal ocupación consiste en estar enferma sin solución de continuidad. Vayamos de una vez al meollo del asunto. Este bar donde ponían rock de todas las épocas estaba en la misma calle que ese otro bar en el que durante la época en que éramos estudiantes –Lu, los chicos y yo– pasamos una noche bebiendo cervezas casi gratis a cincuenta o sesenta pesetas. Me doy cuenta de que esto nos acerca peligrosamente al campo del pensamiento mágico, pero dado que al fin y al cabo todo es cuestión de espacio y de tiempo y dado que lo que me separa ahora de Lu es una combinación nefasta o al menos desafortunada de espacio y tiempo, ¿cómo no pensar, al menos durante unos segundos, que una vez franqueada la distancia espacial y cerrados los ojos pudiera uno volver veinte años atrás, como en una película sentimental con voz en off? Todo eso está muy bien, pero el resultado de estos experimentos suele ser una calamidad: al final le entran a uno ganas de llorar porque ese viaje en el tiempo no es ningún viaje, sólo es un movimiento de cámara o una ensoñación, y el resultado es que estás en un sitio y un tiempo muy distintos a los que te habías prometido. Yo aún diría más: si franqueas esa distancia y te sitúas en el punto exacto en que ocurrió aquello que tanto te interesa, comprobarás enseguida que el tiempo se dilata y que la distancia temporal que te separa de aquello es todavía mayor que cuando estabas en la otra punta de Madrid (bueno, o del planeta). En lo que se refiere a la espuma de la cerveza, conviene ser claro por una vez. Es importante pero no es tan importante y desde luego no es definitivo. La cerveza, y esto incluye aquella infracerveza de la casa Heineken, aquella última noche con Lu en el concierto del grupo americano The Jayhawks, es cerveza en cualquier parte y en cualquier ocasión. Mejor dicho: era cerveza.  

Fernando San Basilio

Fernando San Basilio (Madrid, 1970) es escritor.  Ha publicado las novelas Curso de librería y Mi gran novela sobre La Vaguada en Caballo de Troya, y El joven vendedor y el estilo de vida fluido en Impedimenta. En 2013 la editorial Metropolisiana agrupó algunos de sus cuentos y notas de viaje en el volumen Una pequeña reunión. Su último libro es Crónicas de la Era K-Pop (Impedimenta, 2015).