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Semana XXIII: La 405 / Ausencia de mercurio

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Los plazos se han reducido. El Herrador continúa, en esta sección semanal, la confesión ritual de sus actos, decisiones y reflexiones antes de estar muerto.

 
Mi compañero de habitación ingresa en el hospital el viernes. Somos enfermos adosados, dos inmuebles pareados en un barrio desierto y sucio. El domingo se dirige a mí por primera vez, me dice: “Me llamo Bruno”. Y al rato: “Dibujo cómics”. Sus palabras (pocas y breves, no puedo dejar de acompasarlas al goteo del suero) se encierran en bocadillos clásicos, al estilo de las décadas doradas de los tebeos de Bruguera. Globos elípticos de líneas de pluma antigua, fondo blanco y letras temblorosas de Olivetti coja.
 
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Llevo ocho días en la 405. Mi hijo me trae cada tarde sonrisas y acuarelas. Paula me enseña una mirada de hambre y recogimiento y me deja un perfume de viuda anticipada. Me duele su voz de amor y ocaso. Cuando se marchan, no puedo dejar de pensar en que siempre hice con mi vida algo parecido a lo que intento hacer ahora con esta serie de textos: construirla utilizando las premisas y los deseos que otros decidieron por mí.

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Pero mi ánimo es irreductible. Me enfrento a las bandejas de alimentos sin sal con una sonrisa sódica. Las medicinas me dejan en un estado vaporoso y diletante, me duermo sin darme cuenta y me despierto sin abrir los ojos ni la conciencia, me escucho hablar desde el otro lado del biombo y me sobresalto al percibir los pasos de un celador, o la cisterna de la 404, o esa alarma que suena en todas las calles del mundo, puntualmente, a las dos de la madrugada.

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Tras la rutina de gasas, esparadrapos y pastillas, la tarde se deja caer resistiendo el ruido de las visitas que se reúnen, charlan y ríen en el pasillo. Las carcajadas de uno de ellos me despiertan violentamente. Mi sobresalto hace reír también a Bruno. Y se ríe mucho, quizás demasiado. Me mira y se ríe. Y después cierra los ojos y orienta su nariz al gotero pero enseguida gira noventa grados su diminuta cabeza y me mira, y vuelve a reírse.

“Disculpa. Discúlpame”, me dice. “Has estado un rato murmurando y… (pausa, viñeta en proceso) te has incorporado con una cara divertidísima”. Le digo que no pasa nada, pero insiste en acabar su historieta: “Estabas feliz mientras dormías y… (pausa, bocadillo, onomatopeya: ¡Zas!) de repente te has acojonado y has puesto una cara de susto muy, muy… (pausa, ausencia de espacio en la página, rótulo de FIN sobrescrito) graciosa. Graciosísima”.

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Bruno respira con ritmo lento. A veces imagino sus viñetas con la misma cadencia de sus frases, y las veo demorándose en aparecer sobre las páginas y permitiendo al lector (¿cuándo se extinguirá esta especie, la del lector?) imaginar la continuación de cada escena. Una enfermera entra en la habitación con dos termómetros digitales, y me provoca una inexplicable nostalgia por el mercurio. Entre sueños, Bruno dice algo sobre la tinta de los termómetros.

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Antes de que nos sirvan la cena, busco en Google la definición de “termómetro digital”:

“Los termómetros digitales son aquellos que, valiéndose de dispositivos transductores, utilizan luego circuitos electrónicos para convertir en números las pequeñas variaciones de tensión obtenidas, mostrando finalmente la temperatura en un visualizador.

Características: (…) No contamina el medio ambiente debido a la ausencia de mercurio. El termistor es un dispositivo que varía su resistencia eléctrica en función de la temperatura. Algunos termómetros hacen uso de circuitos integrados que contienen un termistor (…)”.

Transductores es una palabra de posibilidades infinitas. Tras la revelación del secreto de los termómetros digitales (traductores del idioma del mercurio a la lengua de la tinta apócrifa), busco la expresión “termómetros de tinta” y encuentro esto en el periódico digital noticiasdealmeria.com:

El próximo miércoles no será un día que pase desapercibido en Antas, porque el aire de la capital del Argar se cargará con los versos de Amaia Barrena, poeta de una generación que está consiguiendo que la poesía esté cobrando un auge desconocido y calando, como lluvia de primavera (y gerundios, añado), en corazones ávidos de sentimientos.

Amaia ha ganado un puñado de premios literarios y la admiración de poetas como Marwan o Ignacio Martín Lerma, autor del prólogo de ‘Cafeína para insomnios promiscuos’, una colección de versos que su autora, acompañada por Julián Borao y Javier Irigaray, presentará en el espacio ameno de La Gintonería, en Antas.

Ignacio asegura que ese libro contiene versos que “dan, sin fallar, en la diana de los sentimientos (sic). Para la autora, “la poesía no es más que un termómetro cargado de tinta”.

Y este texto me conduce al citado prólogo de Martín Lerma, con el que completo este trayecto del mercurio a la poesía.

“Los que hayan vivido una situación similar a la que estoy viviendo -ojalá sean pocos- seguro que entienden bien este prólogo y lo que supone no sentirse deshabitado en momentos como éste. Pero, sobre todo, escribo estas letras buscando agradecer la gran compañía que está significando el sentirte tan cerca, en forma de mensaje diario, de verso o de poema. Tú misma lo dices: “A veces la poesía no es más que un termómetro cargado de tinta, que cuando osa medir el cariño escandalizado sugiere hospitalizarme.”

Veo salir el sol por la ventana. Parece que llega un nuevo día. Nos comunican que hoy podemos volver a casa. Pero te seguiré llevando conmigo, Amaia. Tus versos se han convertido en mi mejor anestesia.”

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Las ruedas del carrito de la cena suenan a alarma carcelaria. Es hora de enfrentarse al insomnio.

Bruno apaga la luz, y luego la apaga.

[Continuará…]

 

En portada, Cruz naranja (PG, 2016).