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Una cuatro estaciones para llevar

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Hay muchas canciones dedicadas al perfume que Sevilla desprende en primavera. Yo no sé bailar sevillanas pero hago palmas como puedo tirando de mi sangre corralera, y desde niña me he visto obligada a reconocer que olía bien aunque el azahar sea una cosa muy poco indie.  Ahora os garantizo que lo que se aspira en esas calles no es del todo azahar. Es humo. Humo perfumado. Se agradece el ambientador pero el asfalto hiede más fuerte. El efecto es semejante al de un palito de incienso en un garaje.

Me he vuelto quisquillosa. El pasado noviembre se hablaba mucho del exquisito florecimiento que embriagaba mi ciudad natal gracias a un golpe de calor inesperado. Tuve que acudir a un mandado y cuando bajé del coche se me quedó la cara del pato Lucas. ¿Os parece una actitud relamida? Pues de eso hace ya unos meses. Mi abuela diría que menuda mística. Lo diría burlándose de mí, poniendo boquita de pitiminí.

Pero qué le hago. Aquí, en el campo, las estaciones son un asunto distinto, mucho más completo y refinado. Los degradados se perciben de una forma arrolladora que se te lleva por delante y te revuelca como una ola que te sume en la desorientación. El alquitrán y los motores, los edificios altos lo cambian todo. En la ciudad las estaciones  tienen más que ver con eventos y atuendos, como mucho coronados por algún aroma ocasional. Las cuestiones humanas y el curso de la civilización acaparan la mayor parte de la atención. Salgo a la terraza para ver la luna asomar y el contraste radical me muestra que no tengo ni idea de nada. Un sentimiento que nunca me había asaltado con tanta intensidad y que me está dejando grillada. Cómo puedo combatirlo si siempre lo había intuido de todas formas. Creo que es lo más parecido a la verdad que puedo alcanzar: un majestuoso encogimiento de hombros bajo el vacío abismal de la noche.

El cielo colorea nuestras cabezas y nuestros cinco árboles. Estos van gestando frutos que esperamos con pasión. No hay donde esconderse del olor de la tierra, de los troncos y las hojas. Los lugareños cultivan sus alimentos y crían sus animales tranquilamente porque claro, ellos tienen ya un doctorado. En cierto momento empieza a haber exceso de tomate y huevo. Tal vez pronto participemos también del jolgorio del huerto y las gallinas. Por el momento se me antoja tan difícil como cuando me enseñaron por primera vez una tabla de multiplicar.

Tarde o temprano ocurrirá. Pasaremos de curso. Aquí no llega Just Eat, amigos, hay que inventarse otras recompensas. Por mucho que introducimos el código postal a modo de chiste, no reparte nadie en muchos kilómetros a la redonda. Hay que hacerse de comer a diario. La feliz enseñanza que hemos sacado de esta necesidad aparece cuando vas de excursión y te comes una pizza. Porque la misma porción, la misma tapa, el mismo refresco que antes sabían a cuidado paliativo nos sorprenden con nuevos significados. Son el símbolo del paseo, de la recreación.

Antes, las viejas calles que tan bien conocía no eran más que caminos tortuosos hacia citas u obligaciones. Tenía cronometrados los minutos que tardaba en recorrer cada una y siempre iba con prisa. Solía ir raspada a todas partes. Anoche soñé que seguía trabajando en una tienda, con llegar medio tarde, con las operaciones rutinarias en torno a alarmas, cobros y verjas. Estaba muy enfadada en el sueño. Le iba preguntando a todo el mundo si yo no estaba en el campo, si es que yo no me había ido. Y me contestaban que sí, pero que sólo unos días, que no podía desaparecer por las buenas, como si nada. Tenía que estar allí cumpliendo un tiempo más. Pagar por mi libertad, que no era tan barata como había pensado.

Me he despertado aturdida y enfurruñada. La hierba, que empieza a poblarse de flores amarillas, relucía bajo la fina lluvia. Las nubes bajas ofrecían un paisaje de fantasía oriental. He proyectado unos dragones atravesando las colinas. Las rocas, esos duros huesos que componen la corteza del planeta, contienen reflejos violáceos.

Bernardo Soares dice en el ‘Libro del desasosiego’ que el campo resulta hermoso pero que es preciso alejarse para apreciar su virtud. También explica que en el campo se vive mientras que en la ciudad se piensa, y que los grandes malditos como él sienten que más vale pensar que vivir. El corazón de Pessoa pertenecía a la urbe, amaba los contraluces de la bella Lisboa, amaba incluso a sus habitantes, a toda esa gente ajena. Los transeúntes y los compañeros de oficina. Qué melancolía. Yo no albergo coraje suficiente como para cubrirme con el oscuro manto del malditismo.

Para mí ha ocurrido al revés. La ciudad es cara, extraña y exigente. A medida que crece su valor como catapulta al mundo, como sendero de oportunidades, aumentan también esas características. Supongo que no di la talla como ciudadana, que me resultó demasiado duro. Me perseguían la desubicación y la sensación de fracaso. Nunca logré acostumbrarme al calor de Sevilla. Algunas auroras son capaces de congelar la sierra pero lo llevo como un toro. No he conocido alivio comparable al de ver cómo mi personaje corresponde por fin a un escenario. Y es ahora, gracias a la distancia, cuando se manifiesta en plenitud la voluptuosa riqueza de una buena pizzita. 

Ojalá no me vea obligada a volver. En principio no tiene por qué ocurrir. La gente se va de aquí con pena y a mí se me parte el alma. “This is the life”, dice Tony Soprano cuando visita la finca del tío Pat, a años luz del terrorífico tránsito metropolitano en el que vive más inmerso, más implicado que nadie. Vosotros manejáis la mozzarella, vale. La mozzarella es un ancla que me impone mucho respeto. Pero eh, this is the life.