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Jan Steen

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Cuando en 1657 Vermeer presentó su último cuadro, Muchacha dormida, los burgueses allí congregados movieron la cabeza ostentosamente, por fin tenían delante suyo al gran artista del catolicismo nórdico.

Entretanto, a pocas calles de distancia, otro pintor, Jan Steen, cerraba la taberna que había regentado hasta el momento, un tugurio de mala muerte y peor reputación conocido con el nombre de La culebra.

El vino tuvo la culpa de ambos acontecimientos: en el lienzo de Vermeer, los tragos matutinos que una joven ama de casa ingirió a hurtadillas y que la sumieron en un sueño desobediente con las labores del hogar; el alcohol a bajo precio que chorreaba por el escote de prostitutas y jornaleros, los clientes habituales de la bodega más canalla de Delft.

Se ha ensalzado de Vermeer su luminosa contención, la manera en que su pintura «detiene el tiempo». Sin embargo, frente a la prosopopeya de todos esos personajes que cosen, leen o reflexionan sobre los límites del mundo, viendo los cuadros de borracheras y jolgorios de Jan Steen, uno no puede sino recordar que donde verdaderamente se para el reloj es en ciertos bares, a ciertas horas y con algunas compañías.

A diferencia del vino tomado a dedales, como «quitagustos» o para olvidarse del cónyuge y la depresión, la ingesta caudalosa de caldos sin pedigrí no produce sueño, al contrario, eleva la sinceridad social y con ella las relaciones interclasistas. Esta celebración de la dicha y la desgracia —esta cualidad del vino que todo lo celebra— fue uno de los principales temas para la obra de Steen, cuyas escenas tabernarias, de reyertas entre jugadores y beodos, pueden mirarse hoy como el reverso de la alienación religiosa del Barroco, una chufla a la laboriosidad protestante del norte de Europa.

La historia de las ideas estéticas, siempre decantada hacia sus vértices jansenistas, ha ignorado a este pintor por considerarlo «demasiado explícito, sin condiciones para el misterio», algo totalmente incierto, sobre todo porque las parrandas representadas por Steen están llenas de enigmas no tan arcanos pero enigmas al fin y al cabo: ¿quién aguantará hasta el último minuto de la fiesta?, ¿qué lecho marital será traicionado esta noche?, ¿recuperará el viejo su lujuria perdida?, ¿sabrá el niño guardar un secreto?

Precisamente un proverbio holandés en torno a las cuestiones de la edad, «Lo que escuches es lo que cantarás», funesta traducción de «Como el viejo canta, el joven toca la flauta» (Zoals de ouden zongen, piepen de jongen), sirvió al artista para una de sus telas más logradas, donde vemos hasta qué punto la familia es una cédula de producción normativa, pero también un sitio donde correrse juergas apoteósicas.

La escena transcurre en un interior típicamente neerlandés, con la ventana situada a la izquierda y diversos símbolos que aluden al universo doméstico —el perro como icono de la fidelidad y un loro que señala el paraíso perdido—. Aquí terminan las concesiones de Steen con la pintura de género de la época, a partir de aquí empieza a brillar el pincel deslenguado de este artista.

No puede ser más estrafalaria la pequeña comunidad de individuos que protagonizan el cuadro: un anciano cuyo rostro recuerda a Orson Welles en F for Fake, una joven que alza la copa para que le sirvan, la suegra intentando leer algo y perdiendo de vista la línea adecuada, una madre sin el enigmático instinto maternal, que coge a su pequeña como quien agarra por primera vez un violoncello. Tampoco faltan la niña inteligente y avergonzada que mira al retratista a punto de decirle «esta panda de energúmenos son mi parentela», ni el adolescente comprometido con las actividades de ocio casero, que aquí se presenta tocando la gaita y esperando que alguien le alabe su maestría. Y, por último, vemos al propio Steen sonriente y fofisano, contraviniendo las normas básicas de la pedagogía y la salud paterno-filial, esto es, enseñándole a fumar a su hijo pequeño.

Nuevamente hay que referirse a los castos personajes de las pinturas de Vermeer, de quienes podría decirse que todos ellos aguardan la mirada y la aprobación de Dios, aunque lo único que consiguen —entretanto— es ser observados por el ojo omnisciente de un artista puritano. Justo al revés que los cuadros de Jan Steen, donde éste se autorretrata con la mayor contumacia, nunca fuera de escena o como un voyeur, sino siendo él mismo quien llena los vasos, quien corrompe a los menores y quien más ríe y bebe del guateque.

Ya hemos dicho que el vino barato induce a la franqueza y evita pugnas innecesarias con el Más Allá. También rejuvenece, o al menos eso se desprende de los lienzos de Steen, cuya cara apenas manifiesta el paso del tiempo, todo lo contrario que Rembrandt, su paisano.

«Como el viejo canta, el joven toca la flauta» no es una obra pintada desde el limbo de la ejemplaridad o el preciosismo, de ahí que exponga temas que no caducan con las sucesivas tendencias morales. La familia desestructurada que vemos en esta tela —una suerte de working class barroca— rebate los arquetipos matrimoniales bíblicos y las escenas hogareñas de los primitivos flamencos, instalándose en un tiempo que salpica y refleja. Lo popular, ese otro concepto evanescente y hoy sobre evocado, refleja entonces su lado menos modélico, quizás su fisonomía más exacta.

Desde la última cena de Viridiana (1961) de Luis Buñuel hasta The Birthday Party (1957), la obra teatral de Harold Pinter, sin olvidar Festen (1998) de Thomas Vinterberg, sabemos que cualquier celebración doméstica termina provocando una tragedia revolucionaria. Y es que la familia no está programada para este tipo de eventos insólitos. Además, marcar fechas en el calendario trae consigo expectativas y decepciones, gente que finge lo que nunca fue o que espera reconocimientos innecesarios. La normalidad jamás interesó a los artistas edificantes, mucho menos a quienes cuentan la Historia desde sus momentos estelares. Puede que éste sea el motivo por el que Steen le añadió al cuadro una «puntilla» de genialidad, ese clavo solitario que aparece encima de su propio sombrero, como una espada de Damocles o como queriendo decirnos que en aquella casa escaseaba el dinero o las obligaciones o las dos cosas a la vez, que allí nadie tenía almanaque ni porvenir, que la jarana estaba garantizada, era el pan suyo de cada día.

 
[1] Jan Steen, Como el viejo canta, el joven toca la flauta, c. 1668-1670, Mauritshuis, La Haya.
[2 y 3] Johannes Vermeer, Muchacha dormida, c. 1656-1657, The Metropolitan Museum of Art, New York. Jan Steen, El vino tiene espíritu burlón, c. 1663-1664, Norton Simon Museum, Pasadena.
[4, 5 y 6] Johannes Vermeer, La encajera, c. 1669-1670, Louvre, París. Johannes Vermeer, Mujer leyendo una carta, c. 1663, Rijksmuseum, Ámsterdam. Jan Steen, La pareja de baile, c. 1663, National Gallery of Art, Washington.
[7, 8, 9 y 10] Jan Steen, Autorretrato con laúd, c. 1663-1665, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid. Jan Steen, En alegre compañía en una pérgola, c. 1673-1675, Museum of Fine Arts, Budapest. Rembrandt, Autorretrato, 1640, National Gallery, Londres. Rembrandt, Autorretrato, 1652, Kunsthistorisches Museum, Viena.
[11, 12 y 13] Luis Buñuel, Viridiana, 1961. Harold Pinter, The Birthay Party, 1957. Thomas Vinterberg, Festen, 1998.