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White Monday
El que avisa sí es traidor. Yo me atengo a lo que sigue para que nadie me tome por una emperingotada misántropa o una enferma imaginaria (aunque me tienta, creo que ya lo he contado unas 189 veces, aquel personaje real de la Tante Léonie de Marcel Proust, encastillada en su cama, a la que apenas unos sorbos de agua de Vichy la obligaban a dos horas y cuarto de dolorosa y fatigante digestión). Así que allá vamos, y hasta aquí mismo llegamos con cierta avaricia, para adherirnos a esta vigorosa advertencia: “Soy un miembro de esa minoría que se niega a ser parte de ninguna minoría declarada oficialmente”. Esta amenaza con aire de boutade dieciochesca es en realidad fruto de alguien en la otra orilla del confort literario, el poeta y ensayista Charles Simic, nacido en Belgrado en 1938 y que emigró a Estados Unidos en 1954. Un intelectual con humor desprejuiciado y hasta matón que DEBÉIS leer ya. En cuanto a mí, lo acabo de descubrir gracias a que me ha regalado mi cuate Laura García Lorca, mientras nadábamos en unos someros cócteles de champán, un libro suyo de cuadernos titulado El monstruo ama su laberinto (Vaso Roto Ediciones, 2015).
Tal y como reconoce en su epílogo otro grandísimo poeta y Nobel, Seamus Heaney (1939-2013), “abriendo su cuaderno sobre la vida y la muerte, su imaginación aparece bailando sobre las ruedas de los pies, rebosante de salud coloquial, haciendo de «sparring» del mundo. Recoge el lenguaje llano de aquí y ahora y comienza a hablar: su ars poética se resume en «hacer reír a tus carceleros»”. Dadas todas las explicaciones, no excusas, ahora por fin, acolchada entre estos dos titanes, me atrevo a decir y a jugar, a cambiar fichas-palabras en mi cerebro encapotado; a “escribir”, es un decir, en mi cuaderno vacío de obligaciones intelectuales, y me dejo arrullar entre palabras, que según los griegos eran las auténticas “deidades momentáneas”. Lo fastidioso (para vosotros) es que no será solamente un momentito de nada, sino el día entero. En concreto, el “lunes en blanco”, que es una institución casera a la que me entrego con ferocidad de novicia escardadora. Lo practico todos lo lunes sin remisión y sin mala conciencia (ese invento para fastidiarnos cuando estamos en las nubes). Ya se sabe que hay toneladas de cosas por escardar, y ése es principalmente el encanto de mis lunes. ¡Que no, y no, y no! Y tampoco hay simetrías; nada de blancos edredones de plumas de ganso; ninguna cajita llena de gomas de borrar de nácar heredada de mi ágrafa bisabuela; ni un mísero vasito de leche de avena (que tengo entendido es la única que no te quema el arriscado píloro). Encapsulada en mi habitación este día hermético, “en lunes” nada funciona, salvo yo y mis “deidades”. No hago nada. No me lavo, no me peino, no me quito el pijama, ni me cambio la venda del dedo roto del pie que ha quedado tumefacto gracias a que mientras buscaba algo en el Diccionario Etimológico, un tomazo de aquí te espero, que efectivamente me esperó, cayó sobre la falange segunda del segundo dedo —los diccionarios tienden a la exactitud alevosa, ya se sabe—; no leo, por supuesto, ni ingiero mis amadas píldoras de todos los colores; ni como cosas blancas, ni siquiera tengo a mano, para un momento de confusión, la tan acreditada “página en blanco” para que me cause ese pequeño terror nauseabundo del escritor amenazado por un plazo inaplazable. Nada, no hago nada; bueno, hay una pequeña excepción: me regodeo en la eternidad del día inutilizado, cambio las almohadas de lado y siento una vaga alegría de senectud cuando se me duerme por entero la mano izquierda. Desde este no hacer nada reconocible, útil, elevado, etc., etc., percibo con placer discreto, y a pesar de unos ligeros tapones de rosada vaselina algodonosa (un detalle conejil que me conforta), el ululante timbre de las novedades políticas, o sinfónicas. Aunque sin absoluta confianza, dejo entonces que esas “deidades” (acordaos, las palabras) suelten su miel y me enreden en una malla en la que no hay nada que hacer salvo esquivar la bala perdida, que, perdida y todo —una teoría que la policía no comparte conmigo—, siempre acaba incrustándose limpiamente en su culo, el de la guardia montada, me refiero: comprendo que no es fácil aceptarlo, pero es un hecho, y no despreciable: ¡es una cuestión de puro tacto lo de la dichosa bala!
*
Nota bene:
Como es lunes cuando retomo estos papelillos, no buscaré nada acerca del color blanco, ni de las Noches Blancas, ni del oso blanco. Y ni soñéis ni por asomo con que os proporcione la verdadera receta de la merluza en blanco. Por no dar en el blanco, pero para no ser absolutamente sombría, os obsequio con unas notas de Charles Simic:
“El poeta es como un charlatán compulsivo en un entierro. La gente le da codazos y le ordena callar, él se disculpa, dice que sí, que no es el sitio adecuado, etc., etc., pero es incapaz de cerrar el pico”
“Mi conciencia: una niña con un vestido blanco de comunión, desplomada en una pensión de mala muerte”
“Nada que hacer esta noche salvo escuchar como crece el pelo en mi cabeza”
Dibujo de Fátima de Burnay.
María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.
White Monday
El que avisa sí es traidor. Yo me atengo a lo que sigue para que nadie me tome por una emperingotada misántropa o una enferma imaginaria (aunque me tienta, creo que ya lo he contado unas 189 veces, aquel personaje real de la Tante Léonie de Marcel Proust, encastillada en su cama, a la que apenas unos sorbos de agua de Vichy la obligaban a dos horas y cuarto de dolorosa y fatigante digestión). Así que allá vamos, y hasta aquí mismo llegamos con cierta avaricia, para adherirnos a esta vigorosa advertencia: “Soy un miembro de esa minoría que se niega a ser parte de ninguna minoría declarada oficialmente”. Esta amenaza con aire de boutade dieciochesca es en realidad fruto de alguien en la otra orilla del confort literario, el poeta y ensayista Charles Simic, nacido en Belgrado en 1938 y que emigró a Estados Unidos en 1954. Un intelectual con humor desprejuiciado y hasta matón que DEBÉIS leer ya. En cuanto a mí, lo acabo de descubrir gracias a que me ha regalado mi cuate Laura García Lorca, mientras nadábamos en unos someros cócteles de champán, un libro suyo de cuadernos titulado El monstruo ama su laberinto (Vaso Roto Ediciones, 2015).
Tal y como reconoce en su epílogo otro grandísimo poeta y Nobel, Seamus Heaney (1939-2013), “abriendo su cuaderno sobre la vida y la muerte, su imaginación aparece bailando sobre las ruedas de los pies, rebosante de salud coloquial, haciendo de «sparring» del mundo. Recoge el lenguaje llano de aquí y ahora y comienza a hablar: su ars poética se resume en «hacer reír a tus carceleros»”. Dadas todas las explicaciones, no excusas, ahora por fin, acolchada entre estos dos titanes, me atrevo a decir y a jugar, a cambiar fichas-palabras en mi cerebro encapotado; a “escribir”, es un decir, en mi cuaderno vacío de obligaciones intelectuales, y me dejo arrullar entre palabras, que según los griegos eran las auténticas “deidades momentáneas”. Lo fastidioso (para vosotros) es que no será solamente un momentito de nada, sino el día entero. En concreto, el “lunes en blanco”, que es una institución casera a la que me entrego con ferocidad de novicia escardadora. Lo practico todos lo lunes sin remisión y sin mala conciencia (ese invento para fastidiarnos cuando estamos en las nubes). Ya se sabe que hay toneladas de cosas por escardar, y ése es principalmente el encanto de mis lunes. ¡Que no, y no, y no! Y tampoco hay simetrías; nada de blancos edredones de plumas de ganso; ninguna cajita llena de gomas de borrar de nácar heredada de mi ágrafa bisabuela; ni un mísero vasito de leche de avena (que tengo entendido es la única que no te quema el arriscado píloro). Encapsulada en mi habitación este día hermético, “en lunes” nada funciona, salvo yo y mis “deidades”. No hago nada. No me lavo, no me peino, no me quito el pijama, ni me cambio la venda del dedo roto del pie que ha quedado tumefacto gracias a que mientras buscaba algo en el Diccionario Etimológico, un tomazo de aquí te espero, que efectivamente me esperó, cayó sobre la falange segunda del segundo dedo —los diccionarios tienden a la exactitud alevosa, ya se sabe—; no leo, por supuesto, ni ingiero mis amadas píldoras de todos los colores; ni como cosas blancas, ni siquiera tengo a mano, para un momento de confusión, la tan acreditada “página en blanco” para que me cause ese pequeño terror nauseabundo del escritor amenazado por un plazo inaplazable. Nada, no hago nada; bueno, hay una pequeña excepción: me regodeo en la eternidad del día inutilizado, cambio las almohadas de lado y siento una vaga alegría de senectud cuando se me duerme por entero la mano izquierda. Desde este no hacer nada reconocible, útil, elevado, etc., etc., percibo con placer discreto, y a pesar de unos ligeros tapones de rosada vaselina algodonosa (un detalle conejil que me conforta), el ululante timbre de las novedades políticas, o sinfónicas. Aunque sin absoluta confianza, dejo entonces que esas “deidades” (acordaos, las palabras) suelten su miel y me enreden en una malla en la que no hay nada que hacer salvo esquivar la bala perdida, que, perdida y todo —una teoría que la policía no comparte conmigo—, siempre acaba incrustándose limpiamente en su culo, el de la guardia montada, me refiero: comprendo que no es fácil aceptarlo, pero es un hecho, y no despreciable: ¡es una cuestión de puro tacto lo de la dichosa bala!
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Nota bene:
Como es lunes cuando retomo estos papelillos, no buscaré nada acerca del color blanco, ni de las Noches Blancas, ni del oso blanco. Y ni soñéis ni por asomo con que os proporcione la verdadera receta de la merluza en blanco. Por no dar en el blanco, pero para no ser absolutamente sombría, os obsequio con unas notas de Charles Simic:
“El poeta es como un charlatán compulsivo en un entierro. La gente le da codazos y le ordena callar, él se disculpa, dice que sí, que no es el sitio adecuado, etc., etc., pero es incapaz de cerrar el pico”
“Mi conciencia: una niña con un vestido blanco de comunión, desplomada en una pensión de mala muerte”
“Nada que hacer esta noche salvo escuchar como crece el pelo en mi cabeza”
Dibujo de Fátima de Burnay.