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La estrella Sirio

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Así llamaban los latinos a una estrella muy pequeña, la “canícula” o, digamos, “la perrita”, que salía a la misma hora sobre el horizonte coincidiendo con el sol (¿tal vez para coquetear?) durante los primeros días de agosto, “caniculares”, y como no es mucho lo que yo hoy podría escribir, creo que su delicada y luminosa compañía me será de mayor ayuda para empezar a hablar de perros. Los descomunales San Bernardos y otros, os lo aseguro, me dejarían con el bofe colgando. Sobre todo, no perder las formas.

Los nervios, en cambio, sí. Os lo cuento. He pensado que, en un día de fiebre y lluvia como éste, acurrucada en la cama y acorazada por libros sobre chuchos y gozques, la mayoría estampas y retratos, pinturas y dibujos, también cuentos y, desde luego, el conmovedor libro de un Nobel muy recio, Thomas Mann, que dedicó Señor y perro a la existencia del suyo, un perdiguero llamado Bauschan, lo atinado sería tirar el termómetro (que asegura mi fiebre en ¿29 grados?; es un chisme digital, de gran imprecisión, el pobre, porque no contiene el fascinante y venenoso mercurio) y, después de tomarme la tensión y comprobar que ¡magia potagia! la máxima es de 5 y la mínima de 19, solamente me apaciguaré haciendo lo que me dé la real gana: dedicarme a los perros; la mía, Kimi, una bulldog inglesa tan reconfortante como una sopa de tortuga, aquí enchufada a mi brazo, y esos libros de arte sobre ellos y a alguna otra cosa sin mayor trascendencia emocional, como “El guarda de caza Freeman del Conde de Clarendon, etc., etc.”, firmado por George Stubbs. Mi único comentario es que el perro cazador es de color melaza comestible, y su hocico y testuz exhiben una tonalidad entre nata montada y farola de borracho. Ya veréis, que la fiebre y la quietud dan para mucho. Y también empiezan a darme hambre.

La salud mental, sin embargo, de un ciudadano americano conocido como “El Perro Boomer”, cuyo nombre ha querido cambiar por su verdadero, que era Gary, ha quedado en entredicho y se le ha denegado su petición, juicio mediante, a pesar de que él se siente perro desde niño, lleva su collar todo el día y va vestido con una especie de mono fabricado en casa con cintitas de papel bicolor que le ha costado 8 dólares. Debajo lleva una camiseta color carne para que no le pique: es un detallista. Él eligió la costura casera porque las piezas que se compran por ahí en la comunidad de furries, o “fursonas” en traducción macarrónica, llegan a cifras locas y, aunque son más convincentes, resultan muchísimo menos Freddie Mercury. Los atuendos, “que no son disfraces”, llegan a sumas estratosféricas. Gary parece un chaveta inofensivo, pero también con sus principios económico-morales: “La sociedad no está preparada para esto, para seres humanos que desean ser animales; hacemos convenciones y yo trabajo en la radio, porque los perros tienen pocas oportunidades laborales, en cambio yo en la radio SÍ puedo trabajar sin molestar a nadie”. Cuenta los problemas que encuentra en su entorno anti-furrie: “Yo perdí mi empleo porque un ‘mapache furrie’ se lo contó a mi jefe”, remacha con amargura. “Se trata de un estilo de vida diferente; no somos agresivos y tenemos sexo no únicamente homosexual, como insisten las comunidades intolerantes”. Tengo entendido que el apodado “Tío Kage” les hace la contra y les desacredita. Lleva una bata de científico y bebe continuamente algo de color rosado que yo sospecho NO es champán. Y me pregunto: ¿Qué daño pueden hacer unos cuantos peluches (han aumentado en 2.000 desde los años 90 en que se estrenó El Rey León) cuando circulan para presidentes tipos ¿disfrazados? de pavo de acción de gracias (D. T.)?

Como ya he conseguido que al menos la tensión arterial entre en razón, paso a otra estampa más reconfortante. En realidad se trata de uno de los libros adorados por los amantes de perros. Su “científico” autor, Walter Emanuel, y su ilustrador, el impagable Cecil Aldin, lo lanzaron al estrellato absoluto en 1902. Se llama A Dog

Day, or The Angel in the House y está escrito en primera persona, el ladrido de un perrillo casero, que lleva un diario. Y en él nos cuenta cosas, que nunca imaginaríamos, como éstas. Es decir, que les gusta fastidiar al servicio, y no sólo a los gatos.

9.50 Pensamiento glorioso. Deprisa hasta arriba me enrollo una y otra vez sobre la vieja colcha de la criada. Gracias al cielo, el barro estaba aún húmedo.

10.16 En la cocina. Mientras la cocinera observa cómo pasa el regimiento a través de la ventana, juego con las chuletas y les arranco grandes trozos. La cocinera, que está muy triste por el paso de los soldados que se van, vuelve a cocinar sin darse cuenta del estropicio.

10.20 hasta 1.00. Cabeceo y dormito.

1.00 Ceno.

1.15 Me ceno la comida del gato.

6.15 Me adelanto a los gatitos en el pasillo de la cocina. Los muy cobardes salen huyendo.

6.20 Las cosas brillan: he ayudado al ratón a escapar.

*

Nota bene

1. En Berlín existen dos cementerios para perros, uno para los perros protestantes y el otro para los perros católicos. Miedo me da pensar qué harán con los perros musulmanes. ¿Cocinan sus cabezas para humillarles?

2. “Bajo la lluvia siempre habrá un perro abandonado que me impedirá ser feliz” (Rudyard Kipling).

3. “En Sirio hay niños” (Federico García Lorca).

Dibujo de Fátima de Burnay.

María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.