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Vino. Viñetas. Balas.

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Ahora, casi todo el mundo que se tiene por alguien, es propietario de un viñedo, o pone su etiqueta a un “caldo” de cosecha restringida, o bien, lo “viste” con una golilla que no puede ocultar el verdadero carácter de su autor. Y eso por no hablar de los temidos “maridajes”. Dejémoslo ahí: nunca recuerdo quiénes de mis amigos (si los borrachos o los pamplinas) se dedican a hacer estas enormidades, cuando en realidad los amigos están para beber vino y no para que el vino les preste una sensual aureola de cosmopolitas. Antes de pasar a menores, a la gota de vino que colma el vaso (los mexicanos aseguran que cuando crees haber vaciado una botella, aún quedan en su interior once gotas del líquido, ni una más, ni una menos, y yo lo sigo ensayando siempre con gran éxito, porque así pasamos de once bebedores a doce apóstoles), y para que no haya suspicacias, les brindaré una de las mejores viñetas acerca del asunto. Para darle alcance y gracia tengo antes que meterme en etimologías (que alguien no muy cercano del que no desvelaré su nombre califica de “tus incesantes etil-ologías”). No es completamente cierto, lo juro. Vamos allá. “Viñeta” viene de la palabra vino, y de ahí en francés vignette, el recuadro mínimo donde se cultivan las vides, que ya en racimo, dibujados o grabados, sirven para ornamentar algunas cubiertas de libros. Viñeta en castellano significa sello y orla. En inglés, un idioma que se apresura en todo, las viñetas de las artes gráficas son los bullet points, es decir balas; la ley seca no se andaba con dibujos… En 1925 salió el primer número de la revista The New Yorker. Fue sólo tres años después de que T. S. Eliot publicara La tierra baldía. Tengo la sospecha de que si el poeta hubiese esperado apenas un poco, su tierra habría sido, al menos simbólicamente, menos desértica. Cuenta la leyenda de las redacciones, directores y autores, que Robert Mankoff, actual editor de las viñetas del New Yorker, entonces recién llegado, brindó a un sediento y culto público este instante heroico en la historia cruzada de vino, viñetas y balas. La viñeta representa a un editor muerto de risa frente al aplomado autor, que nada teme ante el entusiasmo del otro. En el escueto pie del dibujo se puede leer: “¡Divertidísimo, de verdad! Pero, francamente, creo que al final no vamos a publicar su ensayo «Cómo beber y conducir»”. No recuerdo si en el siguiente “panel” el editor aparece muerto. Cuando acabé de reírme, no pude por menos de recordar aquel estribillo de una canción muy popular en la España del Seat 600 que servía de acicate a excursionistas y ¡niños!: “Para ser conductor de primera, acelera, acelera./ Para ser conductor de segunda, cierra el ojo derecho en las curvas./ Para ser conductor de tercera, sáltate de la carretera. Chin pum”.

Pero hay que insistir en la delicadeza un poco misantrópica y melancólica de la viñeta y sus autores; esa especie de “in vino veritas” que casi nadie quiere oír. La otra noche “echaron” (puras miguitas para gallináceas) por la televisión un reportaje que se me hizo muy corto sobre la importancia de los dibujos en The New Yorker. Hablaba una de las ¿caricaturistas? (encuentro, la verdad, que es difícil distinguir a unos de otros y más fácil aún separarlos, pero voy probando); explicaba cómo en toda viñeta hay un instante de desconsuelo sin el cual no llega nunca la sonrisa redentora. Ella insistía en que fue una niña rara, nada popular en su instituto, con gafas y metida en carnes. Sufría y dibujaba. Luego se integró en la selva del las publicaciones culturales y satíricas y se la ve contenta. En realidad, es una batalla cruzada entre personas que viven en un mundo cerrado, se conocen y se admiran. Los humoristas no son alegres, sino amigables, una cosa que requiere mucha mayor finura intelectual, y que contagia a los jefes y hasta a las señoras de la limpieza. Puso un ejemplo de esta endogamia practicada, precisamente, en medio de las balas. Cuando las Torres Gemelas fueron abatidas el 11 de septiembre de 2001, The New Yorker anunció a sus viñetistas que no publicaría ningún dibujo a propósito. Sin embargo, unos días después sí salió una viñeta que emanaba una aislada desolación. Era una mujer sentada en un cuarto, tal vez herida o abandonada o viuda. A su lado aparecía un perro, ni vivo ni muerto; y, cerrando en círculo de la incongruente maldad, un violín descansaba en el suelo, dispuesto en la forma correcta, cuando hay que dejarlo de lado, inútil ya para su trabajo de alegrías. La verdad es que lloré. Para reponerme volví a las viñetas de Michael Maslin, uno de los grandes. Es una en la que el librero ha decidido ordenar su librería “según los anticipos que ha recibido cada escritor”. Otros a esto lo llamarán “lenguaje histriónico”. ¿Y no será icónico?

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Nota bene

1. Harvey, un notario inglés muy admirado en el siglo XVIII, considerando que su trabajo durante el día no estaba suficientemente bien remunerado, adjuntó a su habitual factura algunas horas más de la noche, puesto que ¡había soñado! con los aspectos más arduos de su trabajo, y encima ¡tenía dibujos para probarlo!

2. Un caballero examina superficialmente el plato en el que apenas la cabeza de una langosta sobresale de una masa verdosa. En la carta figura como “Homard épuisè”. “¿Se trata de una venganza?”, le pregunta al inconmovible maître. (Viñeta anónima, hacia 1987).

3. “Lo cómico sólo puede ser absoluto en relación con la humanidad caída, y así es como yo lo entiendo” (Baudelaire).

Dibujo de Fátima de Burnay.

María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.