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Un amor incurable

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Era un maltés color nieve recién caída. Nieve nueva sin hollar como su corazón de perro lívido y valiente. Era febrero. Estábamos en el Cimitero di San Michele de Venecia, en la alegre y nada aparatosa zona acatólica a la que solíamos acudir para visitar la tumba de Ezra Pound. Su nombre emergía simplemente grabado en una placa de mármol, tamaño folio quizás, casi hundida entre hiedra salvaje, junto a la que crecía un arbusto: un laurel bien podado. Yo robaba hojas cada vez del prieto y severo arbolito, aceradas y pujantes como puñales sin estrenar, ¡o quién sabe!, sin estremecer, que me recordaban a su propia barba de viejo diabólico y ya acosado por una ¿furia razonable?; ésa que propinan los beneméritos intelectuales cuando alguno escapa del redil. Es un triste episodio muy conocido. A Pound ya le habían mantenido preso en una jaula de madera años atrás, por propaganda antiamericana. Era una jaula muy parecida a las que se usan o usaban en Guantánamo; hay imágenes, podéis encontrarlas. El poeta comenzó a clamar imprudencias, y ya nada volvió ni a importar ni a encajar con los planes de bondad universal. No era un tipo fácil y sí muy peligroso porque tenía el don de las salmodias. Pero no todo en su Venecia fue desaforado: la pobreza y la humedad sí (en uno de sus poemas se queja de que las góndolas están muy caras), pero hubo también una preciosidad dorada para el anciano impropio, la cantante Patty Pravo (recordadla con las cejas depiladas y minis estrepitosas cantando aquello de “No, ragazzo, no, tu non mi metterai tra le dieci bambole che non ti piacciono più, oh no, oh no”). Poco antes, todavía niña, paseaba por le Zattere hasta la casa de su abuela, que era amiga de Ezra y le invitaba a tomar el té por las tardes; Patty lo recuerda siempre y dice que le parecía un mago y que tenía manos de hortelano —un huerto en Venecia es un asunto efectivamente de orden sobrenatural—.

Por fin, me hice con algunas hojas del laurel, de ésas que los amigos esperaban como homenaje lírico y sinceramente sentido, y que en casa, sin embargo, nos servían principalmente para dar aroma a las lentejas: cada cual a lo suyo. Mientras tanto, el perrillo extenuado seguía al otro lado limpiando y rascando “su” lápida , moviendo el morro como un quitanieves de juguete y haciendo con ella una especie de muralla china alrededor del mármol veteado; tal vez era rosado, no me acuerdo. Cuando sus ojos negros eran ya tan febriles como el agua de la laguna, movió el rabo, saltó la tapia inconsistente (o no tanto porque las gélidas temperaturas pronto la convertirían en algo mucho más sólido que el llanto humano), se tumbó encima de la lápida, la lamió y cubrió con su cuerpo el nombre de su ama: “dueña” no hubiera sido una palabra privada. Del nombre sí me acuerdo: “Margaret”. De allí nos fuimos con el alma en un puño, yo casi a rastras, y dejamos solo al animoso guardián, cubrecama o manto nupcial de “Margaret”. Él, desde el momento en el que consiguió acomodarse sobre las letras grabadas, se convirtió en una piel de oso o un vendaje de algodón no exactamente limpio. Inmóvil, podría ya estar dormido. Preguntamos por él; nadie nos dijo nada. Los barqueros en Venecia suelen ser adustos y hasta de la piel del mismísimo Caronte. Además, “ella no era de La Laguna”; otra extranjera con una de esas barcas a motor que hacen saltar los ríos de la ciudad y tambalearse los palos que sujetan los embarcaderos. Esos maderos pintados de franjas azules y blancas, como chupa-chups, que alegremente ignoran el fatal futuro de esta ciudad, ya nada serenísima. Mientras tanto endulzan sus venenosas aguas. Fondamenta degli incurabili tituló Iosif Brodskij su libro sobre Venecia. Y qué ojo tuvo: gran ojo de pez monstruoso que todo lo ve menos la que le echaba encima: un infarto. “Si hay algo que el arte nos enseña es que la condición humana es privada”, escribió. Venecia Incurable: ya lo creo que sí. Del aluvión turístico, de los famosos visitantes. Incurable Ezra Pound; incurable ese perro del que no hay porqué averiguar su nombre. Incurables y privados.

Nota bene: ¿Qué arrastrar a la tumba? De los deudos no hay que fiarse. Ellos te amortajarían con los fondos de riesgo. Pero yo preferiría un fabuloso topacio, como el que se llevó al otro mundo una afamada cortesana veneciana. Según San Francisco de Sales, los topacios tenían la propiedad mágica de amortiguar los ardores de la concupiscencia. ¿Un poco tarde, o no? Siempre nos quedará el infierno. No me extraña que en nuestros días se atribuya a esta piedra preciosa una mala suerte imposible de esquivar. Pero yo no creo tanto en las malas rachas.

 

Imágenes en orden de aparición: dos dibujos de Fátima de Burnay; la autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín; Ezra Pound caminando por Venecia en marzo de 1964; otro dibujo de Fátima de Burnay.