Contenido

Tiranos y bromas

Modo lectura

¿O era tirando de bromas? Bueno, vamos a ver. Empiezo por la Antigüedad, que es mi momento favorito de la Actualidad. Por lo visto no es ningún secreto que el legendario Tamerlán, noble musulmán de origen turco-mogol y conquistador de Asia Central, no podía soportar una broma. Cualquier habilidoso bromista era inmediatamente asesinado si en presencia del tirano incurría en la más inocente de las gracias. Eso me lleva a pensar en la vertiginosa unión entre muerte y risa, muy parecida al irreprimible placer que produce morirse con una broma en los labios. Paso ahora a contar la historia (un ejemplo ilustre y bien acreditado porque hubo demasiados tristes y asombrados testigos) del ajusticiamiento del dramaturgo y humorista Pedro Muñoz Seca, en Paracuellos de Jarama, el 28 de noviembre de 1936. Don Pedro era un bromista de aúpa. Una de las cosas que pesaron en contra de él en aquellos días de jarana militar, aparte de ser monárquico y autor de fama, envidiado vividor y guasón, también amigo de Unamuno y Azorín (ninguno de los cuales era por cierto la alegría de la huerta), fue su celebrada obra, con llenazos diarios, titulada La oca, un acróstico de “Libre Asociación de Obreros Cansados y Aburridos”. Ya se sabe que las derechonas desprecian a los epicúreos, pero también que las milicias exaltadas carecen de sentido del humor. Don Pedro, que no era ningún energúmeno enemigo del pueblo, sino más bien un ser capaz de hacerte reventar a carcajadas en cualquier ocasión, incluso en la peor de su vida, demostró que era un humorista de cuerpo entero. Sin ir más lejos, se mantuvo en sus trece ante el pelotón de fusilamiento (formado por muchachos a los que se les suministraba una copa de cognac de barrica para espolear su valor) y ya con las manos atadas en un nudo flojo y sucio, pero sin bozal que pudiera contenerle (no creo que en las madrugadas mortíferas nadie quisiera decir ni pío), se dirigió a sus verdugos y les tranquilizó: “La vida me la podréis quitar, pero el miedo no”. Al parecer, algunos, antes de empuñar el fusil, le pidieron perdón, pero Muñoz Seca, ya un poco harto de la pamema, tuvo todavía arrestos para un último renglón: “No se apenen, ya sé que ustedes no tienen intención alguna de incluirme en el círculo de sus amistades”. Nadie rió. Pero esta última risa silenciosa del que jamás morirá en serio es la más alta expresión de orgullo de un ser humano. Luego Muñoz Seca se calló. Dispararon los otros y el invencible satírico cayó: pura cuestión de orden ortográfico. El miedo, que pertenece por igual al que empuña el arma como al que siente el fogonazo en su corazón, era de Muñoz Seca, y nada ni nadie se lo podía arrebatar, puesto que en él fue su última broma. El miedo teme hacer el ridículo porque ¿hay algo más bochornoso que quitar la vida al otro? Así se pone de manifiesto algo que todos ya sabíamos, pero que conviene repetir: hacer el ridículo es la marca de identidad de los poderosos. Y es que tienen miedo de todos y a todo, especialmente a aburrirse. Pagan a bufones para asegurarse de que sus gracias son trabajo esclavo y no pensamiento libre. Para evitar el tedio, hacen el ridículo a sangre y fuego. Eso les viene de su infancia, como a Tamerlán: aquello de que la letra con sangre entra. Hubo un tiempo en el que el escritor Jorge Luis Borges, que apenas veía ya, trabajaba empleado en una biblioteca pública. En 1946, Juan Domingo Perón llegó al poder y le “ascendió” a inspector de gallinas y conejos en el mercado; fue una humillación que no obtuvo respuesta. Años después, preguntado Borges con cierta mala baba (porque se le tildaba de peronista) sobre su opinión acerca del marido de Evita, apenas alzó la voz con aquel acento angloporteño que tan bien le salía y respondió a la pavada con un remilgado: “¡Ay! Vea usted, es que a mí los millonarios me resultan TAN aburridos”.

Poderosos sin sentido del humor, con miedo a la risa, los hay a centenares; casi estoy por asegurar que es uno de los rasgos de carácter que comparten entre ellos. Volvamos a Tamerlán, ¿El Serio?, que nació en un sitio digno de figurar en alguna exótica aventura de Tintín, denominado Transoxiana, un lugar que a duras penas puede uno deletrear sin que los labios le cuelguen hasta las nalgas. En ese preciso instante debió prometerse que jamás, jamás, persona alguna se lo tomaría a chacota. “Tamerlán en Transoxiana”. ¡Me falta ese tomo! Él lo sabía, ¡ese impronunciable nombre era el hazmerreír del mundo!, y lo guardaba celosamente en el fondo de su pecho sanguinario. Tamerlán, encima, es un nombre que hoy en día suena a lavavajillas milagroso, y es más propio de, pongamos, un dragón de Komodo; algo feroz, pero que te da la risa antes de darte el zarpazo. He estudiado las fechas del nacimiento y muerte de Tamerlán, 1336-1405. Quitando los diez primeros años de rabietas y presagios divinos, nos quedan, vamos a ver si lo calculo bien, ¡casi sesenta años de malhumorado servicio a la humanidad, conquistando y masacrando sin descanso. ¿Y cuántas personas, ignorantes o no de su drama, murieron por aventurar un sarcasmo o esbozar una sonrisita de simpática conmiseración? Ese cómputo (cómputo es una palabra que siempre hace reír a la animosa infancia y enrojecer a las somnolientas nannies) casi juraría que no lo ha afrontado ninguna empresa de ordenadores “non stop”. Pues que se pongan. Yo paso en este mismo instante a hablar en serio. Por ejemplo, de Baudelaire, cuyo ensayo Lo cómico y la caricatura, es en realidad la única excusa que os ofrezco para haber llegado hasta aquí.

Leed: “Es necesario añadir que uno de los rasgos más característicos de lo cómico absoluto es el de ignorarse a sí mismo. Esto es visible no sólo en ciertos animales de lo cómico en los que la gravedad es parte esencial, como en los monos, sino en algunas caricaturas esculturales antiguas, y también en algunas monstruosidades que tanto nos regocijan y que tienen mucha menos intención cómica de lo que generalmente creemos. Un ídolo chino, aunque sea un objeto de veneración, no difiere mucho de un tentetieso o de un monigote de chimenea”. ¡Pobre Tamerlán!, ahí tieso, sobre el aparador.

*

Nota bene:

1. El 17 de abril de 1782, en Londres, una tal Madame Fitzherbert, fue a ver al teatro La ópera de tres peniques. El público estalló de risa ante la aparición del célebre cómico Bannister. La señora también estalló en carcajadas, pero no pudo parar. Antes del final del segundo acto, y dado que continuaba tronchándose a pleno pulmón, le sugirieron que abandonase el teatro. La representación tuvo lugar un miércoles. Ya en casa, rió durante toda la noche, siguió riendo a lo largo y ancho de la mañana siguiente sin parar, y murió el viernes por la mañana temprano. (Anónimo).

2. “Tal vez yo sepa por que sólo se ríe el hombre: sólo él sufre tan profundamente que ha tenido que inventar la risa. El más desgraciado y melancólico de los animales es, naturalmente, el más jovial.” Friedrich Nietzsche.

Dibujo de Fátima de Burnay.

María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.