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Remolonear

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Pasa el día, el mes, el año, el siglo empieza a mediar, y yo sigo demorándome, que es como morar (habitar), pero en eterna espera de que las cosas se hagan por sí mismas, por su plácida voluntad de ser y no por ese humillante estar al servicio del tiempo. Y lo que es aún peor, ¿por qué habrían de estar además a nuestro caprichosa disposición personal, siempre a mano? ¿Por qué todo, tijeras, citas con el otorrinolaringólogo, amores imposibles, trenes, agorafobias o charlatanería, el que consideras tu lápiz favorito, deberían permanecer firmes e incorruptibles? ¿Por qué merodear y buscar, ordenar y decidir, perder y ganar? ¿Por qué no reconocer de una vez por todas que el orden y el desorden son las dos caras de una misma perversión? El control universal.

Abreviando, que soy una morosa, y en ese amor por dilatar no solamente la acción sino la contemplación futura y muy lejana de esa acción, las cosas, a su antojo y no al mío, cobran una vida mucho más animada. No se trata de que tú no estés para ellas, ¡enorme vanidad!, sino de que ellas han cambiado de lugar y de opinión. Uno de los signos de su vida inestable es que varían de aspecto, se me escurren ante la mirada o se hacen tan irreales como novias a la espera, más que de un marido, de un ramo de peonías a poder ser imperecederas. ¿Viven para mí?; sí, de algún modo, pero por puro azar, desde el lápiz de pintarme la raya del ojo, hasta la página del Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, al que le ha salido ya una barba tan espesa y blanca como a esos copos de nieve, ¡los pobres!, atrapados a veces también por la espera indolora, resbalando tras el cristal sigiloso.

Yo no creo que lo que tardo en hacer, lo que pospongo sin pensármelo dos veces, cause un sufrimiento irreparable, por ejemplo, en la espumadera o en el mismísimo rodaballo, aunque, eso sí, el momento del encuentro, si se da, suele ser conflictivo; por eso cada día salgo más a comer fuera de casa y a escondidas. Me he vuelto furtiva. Pero es que resolver los asuntos y hasta asumir el perfil amado de tu perra Kimi (¿os acordáis de aquella película de Jerry Lewis que se titulaba Tú, Kimi y yo?) es una labor que no está a mi alcance. De ninguna manera. Distingo o penetro por fin algo cierto —ha sucedido hace poco y sin casi darme cuenta— en la traslúcida delicadeza de una postal de Chardin. Después de mucho merodear he conseguido reconocer, sin género de dudas, una tabaquera, una esbelta pipa y una jarra para beber de porcelana holandesa tornasolada: eso sí es arte sin género de dudas. En cuanto a una máscara del África Negra que llevará unos veinte años con nosotros (y que cuando nos robaron ni los propios ladrones se atrevieron a tocar porque, como ¡ellos sí! tienen un ojo raudo, comprendieron que era una máscara funeraria y les iba a dar un mal fario del copón), he conseguido sacarle un vago parecido con una vieja tía mía que murió loca y que se llamaba Julia. Era de Zazuar, ¿o de Zanzíbar? No pondré la mano en el fuego.

La demora consciente y soberbia ha creado un estado de política de fronteras en la casa donde habito: casi todo se pierde. Después de una enconada batalla para descubrir en qué lugar se oculta la funda de las gafas, o la tapa de cristal que protege a los Nicanores de Boñar del ejército de moscas —es justamente lo cristalino lo que se esfuma antes que nada, imagino que por vengarse de mi mirada perezosa—, he llegado a un acuerdo mudo, no sé si mutuo; a una cierta paz o agravio sin humillación gracias al cual, en vez de agotar mis débiles nervios y el atardecer inservible en denodada búsqueda, todo lo pospuesto o retrasado acaba apareciendo siempre que yo no me empeñe en perseguirlo. Es un buen método para los “atrasadores” como yo. No diría que somos mala gente, pero cómo justificar que jamás te pones a escribir más que en el último momento, y son únicamente las palabras y sus pactos íntimos las que al final, lo confieso, escriben por ti. Yo, mientras tanto, ni idea de lo que va a pasar. No puedo ocultar que tal vez la palabra exacta para explicarme esta vida aplazada que arrastro sea, sin más, el “regodeo”.

Nota bene:

Ya que aún permanece bajo mi volátil control y queda aún luz suficiente para leerlo, atrapo, esta vez con rara determinación, a ese templo de sabiduría minuciosa, ingenio y chamarilería variada; a esa obra imponente que es el Breve diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas. Puede valer para que este desvarío mío tenga al menos su explicación. Dice Corominas:

«REGODEARSE, 1605. Fue primeramente palabra jergal derivada de godo, rico, persona principal, con el sentido de vivir como un rico, divirtiéndose y sin trabajar. “Godos”, llamaban los rufianes a los nobles y a los ricos, por alusión a la frase “hacerse los godos”, “pretender que uno desciende la gente de esa raza”.»

Y más abajo añade:

«REGODEO, 1605. Díjose también “godeo” y godearse” y de ahí, en jergal, “godería” o “convite de gorra y borrachera”.

Aquí interrumpo esta agotadora lectura porque el diccionario, mientras me preparaba un Martini, ha desaparecido. No sé si ponerme a cantar, ya que estamos casi en fecha, “Pobre de mí, pobre de mí, que ya se han acabado las fiestas de San Fermín”.

 ¡Y pensar que en la escuela nos obligaban a aprendernos de memoria la lista de los reyes godos!

La pedagogía siempre yerra.

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.