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¿Qué tal voy? (pregunta a los lobos)

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Ésa es una de las preguntas más comunes que hacemos las mujeres a los demás (especialmente a los hombres, los nuestros) antes de poner el pie fuera de casa. Siempre nos mienten; exigimos demasiado: sólo la verdad. ¿Es un atavismo?, ¿una desesperada petición de ayuda?, ¿un “fishing for compliments”?, o es en realidad una bendición pagana propia de cuerpos que nunca saben muy bien qué hacer consigo mismos antes del sacrificio final, que es, sin duda, exhibirse a la curiosidad general. Y eso ocurre todavía, entre mujeres guapas y feas, listas y tontas, ávidas o discretas, poderosas y marginadas. Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892), poeta rusa entre neoclásica y simbolista, de la que se dice que Mayakovski en un mal día de celos y vodka se burló riéndose, “Bueno, para lírica gitana ya tenemos a Marina”, tuvo una infancia cultivada, rodeada de mujeres muy bellas, pero su vida luego se torció por caminos atroces: guerra, exilio, miseria, tuberculosis, suburbios, ignorancia de sus propios correligionarios, listas negras, hasta que murió, ahorcada por otros, pues estaba sola cuando la encontraron en una casucha de Yelábuga, en Rusia, adonde había sido evacuada tras su vuelta a la Rusia Soviética y después de que su marido, el cadete Efron, fuera ejecutado por espía y su hijo Mur, encarcelado durante ocho años. Marina tenía cuarenta y nueve años en el momento de su asesinato por agentes soviéticos y era una escritora adorada y apartada. Ella, que siempre odió su cuerpo “de oso”, jamás hubiera elegido esta estampa final, entre grotesca y “lo nuevo” que ella detestaba; ese no estarse quieto del ahorcado. ¿Y tú como me ves?, habría preguntado toda su vida sin obtener casi nunca respuestas totalmente positivas o al menos esperanzadoras. De cara ancha, casi lapona, con pómulos altos y con un espeso flequillo cortado a hacha como el de una hospiciana; con bellos ojos un poco rudos y dementes al mismo tiempo. En sus propias palabras, ella era “inapropiada siempre”. Cuando sale de paseo con su hijo Mur para buscar en los suburbios parisinos una barata casa de alquiler, comenta: “Mur tiene un aire muy especial, el de un león atado .Voy convenientemente vestida, pero, lo repito, no aparento una dama, no me parezco a nadie, es fatal… Además de mi incamuflable y fatídico no-parecido con cualquiera, mi desamparo y mi familia han alejado a la gente de mí”. ¿Daban miedo? Ella así lo percibía. Afortunadamente las relaciones con sus hijos, “a los que temo muchísimo odiar”, de vez en cuando pasan por periodos de dulzura y hasta de humor. Tras un recital poético que ella da en un lugar elegante de París con gran éxito, su siempre condescendiente hija mayor, Ariadna, la encuentra bellísima “en el estrado”, pero enseguida Marina recuerda cómo la desprecia cuando la ve haciendo croquetas en la exigua cocina. Ríen. Hay más: recuerdan a un poeta ruso que, al amar el mundo antiguo y románico, los reconocía en el aspecto de Marina y su hijo: Tsvietáieva añade: “En la época de la Revolución decían de mí, ‘Diana llevando a su pequeño hijo de la mano’, y en la época de esa misma Revolución, en la estación , en cambio, exclamaban: ‘¡Un fraile ha secuestrado a un niño!’; y todavía en la época de esa misma Revolución, una muchacha en la calle, en voz alta, clamaba: “esa mamá me da pena, es horrorosa, ¿ve usted?’”.

Y siguen los oprobios débiles: “las mujeres que me desean el bien, a saber, sencillamente cada una, quieren teñirme a la fuerza: eso me disgusta. No puedo. Teñir tus cabellos grises es como pintarrajear una herida. Gustar, no quiero; incluso en la época no quería servirme del oro puro de mis cabellos, ¡ahora bien, utilizar la mediación de un peluquero! París me ha visto completamente sonrosada, pero no me verá maquillada”.

Toda esta correspondencia desde Francia, entre 1934 y 1935, dirigida a Natalia Hajdukiewicz, en Cartas de Wilno (1934-1935), está plagada de estas reflexiones sobre su aspecto, y trata de apuros domésticos y a veces con alguna dureza de la vida familiar. Pero ella, la “osa”, acosada por los lobos, consigue prendernos con su escritura saltarina, tremendamente minuciosa y forjada al fuego vivo. Leedla.

Nota bene:

Según cuenta Tellemant de Reaux, la condesa de Soissons dedicaba grandes cuidados y atención a sus manos, que eran de una rara belleza. Nunca las cerraba porque temía que al juntar las extremidades los dedos se volvieran “rudos”. En toda ocasión, buscaba subrayar esa belleza delante de su invitados, especialmente posándolas sobre cojines destinados a ese efecto. Incluso se hizo coser un cojín especial para que reposara el dedo meñique.

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.