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Pajaritos fritos
Estas son dos palabras, salseadas o no, las cuales, unidas y recitadas con jovial despreocupación por seres de grosera fantasía, no solamente me paralizan al ánimo, sino que me despiertan una furia aerostática. Representarme a esos volátiles zascandiles (“los pípis, los pípis, ya han llegado al nido”; así, con luminosa alegría, recuerdo cómo los recibía en su casa de campo de Jalón el pintor y arquitecto Juan Navarro Baldeweg), a esos pilotos audaces que todo lo han perdido menos la pasión de ver el mundo a “ojo de pájaro”; encontrármelos de golpe, quietos y reducidos a grasa, en vez de mantenerse plumíferos y ligeros, y a punto de ser desmembrados como herejes, ¡que lo son!, me devuelve mi propia y mortecina imagen de razonada cobardía. ¿Es que a alguien en sus cabales se le hubiera ocurrido volar, con lo arriesgado y solitario que es? A ellos, al Pájaro Loco de mi niñez pongo por testigo. Chesterton viene al quite, como suele, y me consuela al reflexionar por libre: “Si uno discute con un loco es extremadamente probable que salga malparado, porque en muchos sentidos su imaginación se mueve mucho más deprisa, ya que no está limitada por el buen sentido. No la entorpecen el sentido del humor, ni la claridad, ni las ramplonas seguridades de la experiencia. Es tanto más lógico en cuanto que ha perdido determinados afectos sensatos. Desde luego, lo que suele decirse a propósito de la locura resulta equívoco. EL LOCO NO ES ALGUIEN QUE HA PERDIDO LA RAZÓN. EL LOCO ES ALGUIEN QUE LO HA PERDIDO TODO EXCEPTO LA RAZÓN”. Penetrante lector del Quijote, mi gordinflón favorito acierta.
¿Y qué hacen con los que conservan la razón a cambio, en realidad, de poca cosa, la vida? Mirar al cielo. He dicho mirar, no surcarlo. Con sus manos, muy parecidas a garritas de pájaro, José Bergamín se tapaba la cara cada vez que (eran muchas) un refugiado político le pedía asilo en su diminuta buhardilla de la Plaza de la Ópera. Había aprendido de las aves a desparecer y a salir volando. Vivía allí, tras muchos exilios, libros, impertinencias (como era creyente y de izquierdas y esperaba ir al cielo, cuando le hacían notar la incongruencia decía: “Yo, con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más”) y, rodeado de cientos de Duendecillos y coplas, como él tituló una época a sus rimas, seguía con la revolución. Tenía pensado ya, pájaro de cuenta como era, un título imbatible para sus memorias que no llegó a escribir: “Ahora que me acuerdo”. Por lo demás, ayudaba al curso de sus compinches alados con absoluta seriedad y puntualidad. La elevadísima terraza era perfecta para espiar ¿y tal vez copiar? las repetidas rutas de los flamígeros pájaros, de los que aseguraba que, “como todos los animales, son muy ritualistas”. En un otoño, como el que ahora nos llega sin que podamos darle crédito, escribió de lo que sabía y era: Del Otoño y los mirlos se titula esa especie de autobiografía en verso. Os dejo aquí unos pocos aquí para no poneros en fuga tan pronto, porque ésta es poesía de altos vuelos; apenas no se distinguen más que sombras de sombras, ¡ay! Dice: “Una sola hoja/ un solo temblor./ Entre sombra y sombra,/ un rayo de sol. Oscura saeta/ el mirlo burlón/ (la sangre en el pico/ el silbo en la voz)/ arranca su vuelo/ de tu corazón,/ y ofrece al otoño/ esa roja flor”. Pepe murió un domingo 28 de agosto. No lo sabía, así que ha sido él quien me ha hecho un gesto con el pico colorado de su comunismo fino y me ha puesto delante del calendario de la cocina, poco frecuentado en esta casa, la verdad.
Antes de que me dé la pájara, os contaré otra historia de echarse a volar. Del tejado de nuestra casa en la aldea de Ludeiro —éramos solamente tres piñas y siete vecinos, una yegua apropiadamente llamada Furia, un prado nada señorial, un porche con glicinias, unos camelios blancos y rosas (como aquellos helados “de corte”, de fresa y nata) y un bosque que avanzaba en cuando te ibas a tomar un vino a Cedeira, o diez— se tensaban algunos cables de alta tensión que casi partían en dos el embarrado caminito. Siempre húmedos y de un color incierto, te quitaban las ganas de levantarte de la cama. Había dos vencejos que, para mi espanto, vivían prácticamente en aquella “rama” traidora, mientras se requebraban como Calixto y Melibea, es decir, muy peligrosamente. Un malhadado atardecer me los topé en el camino, tiesos, pegados el uno al otro. Prefiero pensar que fue un suicidio acordado. Ahora me acuerdo mucho de ellos cuando veo a la preciosa y blanquinegra urraca, que puntualmente llega a mi balcón. Sobre ella pesa la leyenda de que es una ratera, que le gusta lo brillante y que prefiere el oro a la comida. No lo he podido comprobar. Pero es un animal atento, puntual y que me recuerda a alguien: a A. G. G., que suele aparecer cuando me encuentro en un momento de aburrimiento total. Pero tengo que echarme a reír porque su aspecto le da un aire de petimetre loco enfundado en un frac mal traído, frenético lector de Paul Léautaud. Además, ¿no es insufrientemente cómico que su nombre científico sea Pica pica?
*
Nota bene
1. El Pájaro Loco es una de las grandes estrellas del cine de animación americano. Lo dibujó Walter Lantz a finales de los años 30 y sucumbió a sus excesos, los del pájaro, digo, en 1970. Era locuaz, estrepitoso, se hartaba de bromear sobre sexo, drogas y alcohol, y como eran tiempos de moderación televisiva, en los años 50 se le “reformó un poco” y perdió su gancho. Hay coleccionistas de sus historias antiguas como Leonardo DiCaprio, y dicen que el actor lo escucha varias veces al día para imitar su inimitable carcajada. El dibujante se inspiró en un pájaro carpintero cabecirrojo que, nadie es perfecto, le destrozó con sus risotadas su noche de bodas.
2. Jules Renard era conocido por su delicadeza un poco paranoide. En su Journal, 13 de junio de 1907, escribe: “En el jardín, cuando paso delante del pájaro en su nido, bajo los ojos para no amedrentarlo”.
Dibujo de Fátima de Burnay.
María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.
Pajaritos fritos
Estas son dos palabras, salseadas o no, las cuales, unidas y recitadas con jovial despreocupación por seres de grosera fantasía, no solamente me paralizan al ánimo, sino que me despiertan una furia aerostática. Representarme a esos volátiles zascandiles (“los pípis, los pípis, ya han llegado al nido”; así, con luminosa alegría, recuerdo cómo los recibía en su casa de campo de Jalón el pintor y arquitecto Juan Navarro Baldeweg), a esos pilotos audaces que todo lo han perdido menos la pasión de ver el mundo a “ojo de pájaro”; encontrármelos de golpe, quietos y reducidos a grasa, en vez de mantenerse plumíferos y ligeros, y a punto de ser desmembrados como herejes, ¡que lo son!, me devuelve mi propia y mortecina imagen de razonada cobardía. ¿Es que a alguien en sus cabales se le hubiera ocurrido volar, con lo arriesgado y solitario que es? A ellos, al Pájaro Loco de mi niñez pongo por testigo. Chesterton viene al quite, como suele, y me consuela al reflexionar por libre: “Si uno discute con un loco es extremadamente probable que salga malparado, porque en muchos sentidos su imaginación se mueve mucho más deprisa, ya que no está limitada por el buen sentido. No la entorpecen el sentido del humor, ni la claridad, ni las ramplonas seguridades de la experiencia. Es tanto más lógico en cuanto que ha perdido determinados afectos sensatos. Desde luego, lo que suele decirse a propósito de la locura resulta equívoco. EL LOCO NO ES ALGUIEN QUE HA PERDIDO LA RAZÓN. EL LOCO ES ALGUIEN QUE LO HA PERDIDO TODO EXCEPTO LA RAZÓN”. Penetrante lector del Quijote, mi gordinflón favorito acierta.
¿Y qué hacen con los que conservan la razón a cambio, en realidad, de poca cosa, la vida? Mirar al cielo. He dicho mirar, no surcarlo. Con sus manos, muy parecidas a garritas de pájaro, José Bergamín se tapaba la cara cada vez que (eran muchas) un refugiado político le pedía asilo en su diminuta buhardilla de la Plaza de la Ópera. Había aprendido de las aves a desparecer y a salir volando. Vivía allí, tras muchos exilios, libros, impertinencias (como era creyente y de izquierdas y esperaba ir al cielo, cuando le hacían notar la incongruencia decía: “Yo, con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más”) y, rodeado de cientos de Duendecillos y coplas, como él tituló una época a sus rimas, seguía con la revolución. Tenía pensado ya, pájaro de cuenta como era, un título imbatible para sus memorias que no llegó a escribir: “Ahora que me acuerdo”. Por lo demás, ayudaba al curso de sus compinches alados con absoluta seriedad y puntualidad. La elevadísima terraza era perfecta para espiar ¿y tal vez copiar? las repetidas rutas de los flamígeros pájaros, de los que aseguraba que, “como todos los animales, son muy ritualistas”. En un otoño, como el que ahora nos llega sin que podamos darle crédito, escribió de lo que sabía y era: Del Otoño y los mirlos se titula esa especie de autobiografía en verso. Os dejo aquí unos pocos aquí para no poneros en fuga tan pronto, porque ésta es poesía de altos vuelos; apenas no se distinguen más que sombras de sombras, ¡ay! Dice: “Una sola hoja/ un solo temblor./ Entre sombra y sombra,/ un rayo de sol. Oscura saeta/ el mirlo burlón/ (la sangre en el pico/ el silbo en la voz)/ arranca su vuelo/ de tu corazón,/ y ofrece al otoño/ esa roja flor”. Pepe murió un domingo 28 de agosto. No lo sabía, así que ha sido él quien me ha hecho un gesto con el pico colorado de su comunismo fino y me ha puesto delante del calendario de la cocina, poco frecuentado en esta casa, la verdad.
Antes de que me dé la pájara, os contaré otra historia de echarse a volar. Del tejado de nuestra casa en la aldea de Ludeiro —éramos solamente tres piñas y siete vecinos, una yegua apropiadamente llamada Furia, un prado nada señorial, un porche con glicinias, unos camelios blancos y rosas (como aquellos helados “de corte”, de fresa y nata) y un bosque que avanzaba en cuando te ibas a tomar un vino a Cedeira, o diez— se tensaban algunos cables de alta tensión que casi partían en dos el embarrado caminito. Siempre húmedos y de un color incierto, te quitaban las ganas de levantarte de la cama. Había dos vencejos que, para mi espanto, vivían prácticamente en aquella “rama” traidora, mientras se requebraban como Calixto y Melibea, es decir, muy peligrosamente. Un malhadado atardecer me los topé en el camino, tiesos, pegados el uno al otro. Prefiero pensar que fue un suicidio acordado. Ahora me acuerdo mucho de ellos cuando veo a la preciosa y blanquinegra urraca, que puntualmente llega a mi balcón. Sobre ella pesa la leyenda de que es una ratera, que le gusta lo brillante y que prefiere el oro a la comida. No lo he podido comprobar. Pero es un animal atento, puntual y que me recuerda a alguien: a A. G. G., que suele aparecer cuando me encuentro en un momento de aburrimiento total. Pero tengo que echarme a reír porque su aspecto le da un aire de petimetre loco enfundado en un frac mal traído, frenético lector de Paul Léautaud. Además, ¿no es insufrientemente cómico que su nombre científico sea Pica pica?
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Nota bene
1. El Pájaro Loco es una de las grandes estrellas del cine de animación americano. Lo dibujó Walter Lantz a finales de los años 30 y sucumbió a sus excesos, los del pájaro, digo, en 1970. Era locuaz, estrepitoso, se hartaba de bromear sobre sexo, drogas y alcohol, y como eran tiempos de moderación televisiva, en los años 50 se le “reformó un poco” y perdió su gancho. Hay coleccionistas de sus historias antiguas como Leonardo DiCaprio, y dicen que el actor lo escucha varias veces al día para imitar su inimitable carcajada. El dibujante se inspiró en un pájaro carpintero cabecirrojo que, nadie es perfecto, le destrozó con sus risotadas su noche de bodas.
2. Jules Renard era conocido por su delicadeza un poco paranoide. En su Journal, 13 de junio de 1907, escribe: “En el jardín, cuando paso delante del pájaro en su nido, bajo los ojos para no amedrentarlo”.
Dibujo de Fátima de Burnay.