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¿Otra vez perdiendo el tiempo?
Los relojes, “guardatiempos”, tiesos alabarderos orondos, en los que las horas pasan fanáticamente sin reparar en las catástrofes que encierra cada segundo, fueron creados al mismo tiempo que los inquietantes autómatas, protagonistas tantas veces de cuentos y películas de terror. Es decir, que hasta los que la industria de los dibujos animados, o el surrealismo agónico, han convertido en disparatados ricachones con chistera, todos tienen su toque gore, o al menos un sesgo oscuro, por ejemplo, el reloj de agua o clepsidra, cuyo nombre proviene del griego “klepto” (yo robo) y de “hydor” agua: ya tenemos aquí al primer ladronzuelo escurridizo; luego lo explico. Y por cierto, ¿cuál sería entonces la fina línea que separa estas acciones, guardar, robar, atesorar y escurrirse del tiempo?
En cualquier caso, es algo que conviene saber incluso el día en que te ofrecen “el reloj de bolsillo”, ese chisme único en tu vida, ¡una verdadera preciosidad!, que como todas los objetos extremos, apremian y encogen un poco el ánimo: antes de disfrutarlos, temes perderlos. Recuerdo especialmente aquél de esfera láctea, un poco lunático, que me regaló un atento coleccionista de tiempo y de relojes, Enrique Loewe, en el que pacían, pintadas o miniadas, unas amigables vaquitas en absoluto desconcierto porque, ¡hombre, ya puestos a un naturalismo de salón, el artista relojero podía haber tenido el detalle de pintarles un poco de prado debajo! Pero, claro, el verde no podía ser, porque hubiese enturbiado la visión de las manillas implacables, que se clavan entre horas como agujas de cardar lana.
La idea de medir el tiempo, tan propia de la soberbia humana, y tan terrestre, coincide con la imposibilidad de saber la hora en ausencia de los astros. Últimamente mirar al cielo sólo te depara drones, y si no te seccionan la carótida, puedes darte por satisfecho. Los campesinos, que se las arreglaban tan ricamente para calcular el paso del tiempo sin maquinarias de ningún tipo, ahora, gracias a los cambios horarios que un insolente gobierno nos lleva endilgando sin explicaciones convincentes, ya no saben a ciencia cierta sin están desayunando (“almorzar” es una palabra que nunca le oído decir a un pobre) o merendando. En las ciudades estas cosas ¡minúsculas! las arreglan con el temido y malsonante “brunch”.
¿Medir el tiempo? No. El tiempo, como enseguida adivinó el marqués Mucio Frangipani, inventor del suculento “franchipán”, un delicado bizcocho con almendras que no se lo salta un gitano, no avanza, sino que se deposita y se evapora. Para demostrarlo, no se le ocurrió cosa mejor que aromatizar un guante —corría el siglo XVI— y así nació el primer perfume exclusivo para guantes. No manchaba y duraba una eternidad; apenas un suspiro, considerando la esperanza de vida de entonces, que no llegaba a los treinta años.
Por lo demás, insisto: medir el tiempo es un contrasentido, habida cuenta de que el maldito practica un deporte de alto riesgo: la contrarreloj. Yo, ya puestos a moverme, prefiero los aceleradores de partículas, que tienen el encanto intangible de un colocón modesto. Pero claro, con esto de medir o no, siempre hay que contemporizar. Nunca me ha gustado esa figura del “apaciguador”; le encuentro mucho más intríngulis a otra, la del “duelista”, que se bate hasta el final y no acepta pararse a primera sangre. ¡Por amor de dios!, la sangre, como ese tiempo inútilmente sometido a reglas caprichosas, tiene que correr y encontrar su sitio; dejar una huella sucia y palpitante en el imposible y letal prado blanco de las vacas, a un paso del matadero. La sangre y el tiempo se pierden, y en eso consiste su encanto. Por otra parte, si te lías midiendo el tiempo, corres el peligro de no medir las palabras. “Mida usted sus palabras” era una advertencia a la que no podía uno sustraerse. Me pregunto si los niños saben hoy lo que es una “sinalefa”, ese rabito entre dos vocales abiertas que las liga y hace posible el verso: “de tu ventana a la mía/ me trajiste un limón./ Lo dulce quedó en el aire,/ lo amargo en el corazón”. Puedo sentir aún ese aire perfumado. ¿Saben los niños contar sílabas? ¡Pero si es casi tan excitante como contar mentiras!, y se asienta sobre la misma superficie sedosa: el canto.
He evitado, en la medida de lo posible, citar a Proust y su tiempo perdido y recobrado. A todos los que se “les hace bola” con los seis tomos primeros de À la recherche du temps perdu les aconsejo que tengan paciencia: hay que llegar al séptimo (que es una versión nada frívola del cacareado “Séptimo de Caballería”) porque viene al rescate del lector y te convierte para siempre en su prisionero. Mirad como Marcel se despacha de una vez (contraviniendo su fama de pelmazo) a propósito de los relojes de péndulo, y sólo en apenas cuatro palabritas: “la insolente indiferencia del reloj de péndulo”. ¡Y quién no conoce a gente así!
En medio de todas estas notas he llegado casi al final sin contratiempos y he aprendido algo que no sabía, entre la multitud de cosas que ignoro. Los relojes de arena, con ese perfil, sinuoso y cristalino, de doble copa, surgieron al compás del vidrio soplado. Pensadlo un momento. Este descubrimiento os dejará K. O. A mí también. Tendría que volver a empezar de nuevo y desde ese preciso momento. Pero el tiempo se me ha echado encima (otra de sus virtudes voluptuosas) mientras compruebo con irritación que los horarios de misa en no pocas iglesias, especialmente en Italia, tal vez incluso en la de San Antonio de la Florida, a un paso del río Manzanares (y eso que son dos), interrumpen la libre contemplación de los formidables frescos. ¿A Goya hay que visitarlo a horas perdidas? Bueno, ahora que lo pienso, a él le hubiera gustado. Acepto.
*
Nota bene:
1. Los ladrones del tiempo. En esto de llegar tarde, Nacho Criado era un manitas. Nunca quedé con él sin que me hiciera esperarle de una hora a dos. Llegaba rebosante; me regalaba unos cojines japoneses rígidos y cuadrados, ¿color laca china?, “perfectos para ir a la playa”, mientras ignoraba cómo mi cara palidecía de furor. Repitió la treta a lo largo de su vida, que no fue larga. Robar el tiempo era una de sus mejores obras, dado que era un minucioso artista conceptual y un dibujante de primera.
2. Dedicado al escritor Juan José Lahuerta. La palabra “reloj” proviene del catalán antiguo y dialectal “rellotge”, antes “orollotge” y del latín “horologium”, compuesto de “lego” y “hora”. Traducido al castellano sería “yo leo el tiempo”.
3. Villayer, académico francés, muerto en 1681, se hizo construir un reloj de gran esfera, que puso al lado de su cama. Las cifras de las horas estaban perforadas y llenas de especias diferentes. Durante la noche, su dedo seguía las agujas y le proporcionaba el sabor de cada especia. Villayer (bonito nombre para una granja en Plasencia) se chupaba el dedo y así sabía la hora a pesar de la oscuridad.
Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.
¿Otra vez perdiendo el tiempo?
Los relojes, “guardatiempos”, tiesos alabarderos orondos, en los que las horas pasan fanáticamente sin reparar en las catástrofes que encierra cada segundo, fueron creados al mismo tiempo que los inquietantes autómatas, protagonistas tantas veces de cuentos y películas de terror. Es decir, que hasta los que la industria de los dibujos animados, o el surrealismo agónico, han convertido en disparatados ricachones con chistera, todos tienen su toque gore, o al menos un sesgo oscuro, por ejemplo, el reloj de agua o clepsidra, cuyo nombre proviene del griego “klepto” (yo robo) y de “hydor” agua: ya tenemos aquí al primer ladronzuelo escurridizo; luego lo explico. Y por cierto, ¿cuál sería entonces la fina línea que separa estas acciones, guardar, robar, atesorar y escurrirse del tiempo?
En cualquier caso, es algo que conviene saber incluso el día en que te ofrecen “el reloj de bolsillo”, ese chisme único en tu vida, ¡una verdadera preciosidad!, que como todas los objetos extremos, apremian y encogen un poco el ánimo: antes de disfrutarlos, temes perderlos. Recuerdo especialmente aquél de esfera láctea, un poco lunático, que me regaló un atento coleccionista de tiempo y de relojes, Enrique Loewe, en el que pacían, pintadas o miniadas, unas amigables vaquitas en absoluto desconcierto porque, ¡hombre, ya puestos a un naturalismo de salón, el artista relojero podía haber tenido el detalle de pintarles un poco de prado debajo! Pero, claro, el verde no podía ser, porque hubiese enturbiado la visión de las manillas implacables, que se clavan entre horas como agujas de cardar lana.
La idea de medir el tiempo, tan propia de la soberbia humana, y tan terrestre, coincide con la imposibilidad de saber la hora en ausencia de los astros. Últimamente mirar al cielo sólo te depara drones, y si no te seccionan la carótida, puedes darte por satisfecho. Los campesinos, que se las arreglaban tan ricamente para calcular el paso del tiempo sin maquinarias de ningún tipo, ahora, gracias a los cambios horarios que un insolente gobierno nos lleva endilgando sin explicaciones convincentes, ya no saben a ciencia cierta sin están desayunando (“almorzar” es una palabra que nunca le oído decir a un pobre) o merendando. En las ciudades estas cosas ¡minúsculas! las arreglan con el temido y malsonante “brunch”.
¿Medir el tiempo? No. El tiempo, como enseguida adivinó el marqués Mucio Frangipani, inventor del suculento “franchipán”, un delicado bizcocho con almendras que no se lo salta un gitano, no avanza, sino que se deposita y se evapora. Para demostrarlo, no se le ocurrió cosa mejor que aromatizar un guante —corría el siglo XVI— y así nació el primer perfume exclusivo para guantes. No manchaba y duraba una eternidad; apenas un suspiro, considerando la esperanza de vida de entonces, que no llegaba a los treinta años.
Por lo demás, insisto: medir el tiempo es un contrasentido, habida cuenta de que el maldito practica un deporte de alto riesgo: la contrarreloj. Yo, ya puestos a moverme, prefiero los aceleradores de partículas, que tienen el encanto intangible de un colocón modesto. Pero claro, con esto de medir o no, siempre hay que contemporizar. Nunca me ha gustado esa figura del “apaciguador”; le encuentro mucho más intríngulis a otra, la del “duelista”, que se bate hasta el final y no acepta pararse a primera sangre. ¡Por amor de dios!, la sangre, como ese tiempo inútilmente sometido a reglas caprichosas, tiene que correr y encontrar su sitio; dejar una huella sucia y palpitante en el imposible y letal prado blanco de las vacas, a un paso del matadero. La sangre y el tiempo se pierden, y en eso consiste su encanto. Por otra parte, si te lías midiendo el tiempo, corres el peligro de no medir las palabras. “Mida usted sus palabras” era una advertencia a la que no podía uno sustraerse. Me pregunto si los niños saben hoy lo que es una “sinalefa”, ese rabito entre dos vocales abiertas que las liga y hace posible el verso: “de tu ventana a la mía/ me trajiste un limón./ Lo dulce quedó en el aire,/ lo amargo en el corazón”. Puedo sentir aún ese aire perfumado. ¿Saben los niños contar sílabas? ¡Pero si es casi tan excitante como contar mentiras!, y se asienta sobre la misma superficie sedosa: el canto.
He evitado, en la medida de lo posible, citar a Proust y su tiempo perdido y recobrado. A todos los que se “les hace bola” con los seis tomos primeros de À la recherche du temps perdu les aconsejo que tengan paciencia: hay que llegar al séptimo (que es una versión nada frívola del cacareado “Séptimo de Caballería”) porque viene al rescate del lector y te convierte para siempre en su prisionero. Mirad como Marcel se despacha de una vez (contraviniendo su fama de pelmazo) a propósito de los relojes de péndulo, y sólo en apenas cuatro palabritas: “la insolente indiferencia del reloj de péndulo”. ¡Y quién no conoce a gente así!
En medio de todas estas notas he llegado casi al final sin contratiempos y he aprendido algo que no sabía, entre la multitud de cosas que ignoro. Los relojes de arena, con ese perfil, sinuoso y cristalino, de doble copa, surgieron al compás del vidrio soplado. Pensadlo un momento. Este descubrimiento os dejará K. O. A mí también. Tendría que volver a empezar de nuevo y desde ese preciso momento. Pero el tiempo se me ha echado encima (otra de sus virtudes voluptuosas) mientras compruebo con irritación que los horarios de misa en no pocas iglesias, especialmente en Italia, tal vez incluso en la de San Antonio de la Florida, a un paso del río Manzanares (y eso que son dos), interrumpen la libre contemplación de los formidables frescos. ¿A Goya hay que visitarlo a horas perdidas? Bueno, ahora que lo pienso, a él le hubiera gustado. Acepto.
*
Nota bene:
1. Los ladrones del tiempo. En esto de llegar tarde, Nacho Criado era un manitas. Nunca quedé con él sin que me hiciera esperarle de una hora a dos. Llegaba rebosante; me regalaba unos cojines japoneses rígidos y cuadrados, ¿color laca china?, “perfectos para ir a la playa”, mientras ignoraba cómo mi cara palidecía de furor. Repitió la treta a lo largo de su vida, que no fue larga. Robar el tiempo era una de sus mejores obras, dado que era un minucioso artista conceptual y un dibujante de primera.
2. Dedicado al escritor Juan José Lahuerta. La palabra “reloj” proviene del catalán antiguo y dialectal “rellotge”, antes “orollotge” y del latín “horologium”, compuesto de “lego” y “hora”. Traducido al castellano sería “yo leo el tiempo”.
3. Villayer, académico francés, muerto en 1681, se hizo construir un reloj de gran esfera, que puso al lado de su cama. Las cifras de las horas estaban perforadas y llenas de especias diferentes. Durante la noche, su dedo seguía las agujas y le proporcionaba el sabor de cada especia. Villayer (bonito nombre para una granja en Plasencia) se chupaba el dedo y así sabía la hora a pesar de la oscuridad.
Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.