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Nervios de acero

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La guillotina fue, sin asomo de duda, uno de los inventos que ha puesto más a prueba el temple de sus víctimas. La doméstica parafernalia circundante tampoco ayudaba, desde las tricoteuses, que hacían calceta mientras se desarrollaba la escena fatídica, hasta las humillaciones gratuitas —en eso consiste precisamente la humillación, en que no puedes pagarla—, todo contribuía al ataque de nervios. No consigo imaginarme el olor ¿acre? de aquella impía carreta que llevaba a los condenados, como ganado, hasta su destino cierto, ni la ropa hecha jirones, ¿por quién?, ¿sólo por el paso del tiempo y el roce de los barrotes?, ni por último (un último que es absoluto, sin tiempo de reaccionar) la visión inconcebible de la paja que empaparía la sangre, ¿la propia sangre mezclada con la ajena?, hasta que perdiese su singularidad, su “limpio” color rojo, su vital recorrido amable. Cuenta un verdugo, llamado Sansón, ¡eficaz manera de subvertir el final de la historia de Sansón y Dalila!, que durante La Revolución Francesa pudo hacerse una idea muy clara del “temperamento nervioso” de los ajusticiados. Y ponía un ejemplo. El duque de Charost se aferraba a un librito, encuadernado en “tafilete azul”, con sus armas en oro grabadas sobre la cubierta. Leía de pie, ajeno al traqueteo del carro inmundo y de las oraciones de sus compañeros. Llegados a este punto, Sansón añade, con misteriosa ecuanimidad, que no se trataba de una lectura devota. Y sigue. El duque permaneció concentrado en este último gesto de humanidad, mientras se acercaba al patíbulo. Cuando le tocó su turno, se detuvo un instante frente a los siete peldaños que le separaban de la muerte, dobló la esquina de la página y dejó el libro a un lado. La lectura, ¡o la vida! —una lección que no debemos echar en saco roto, como la cabeza de Charost—, continuaba en otro lugar, con otra apariencia distinta, como el arte. No haríamos justicia a este cuidadoso lector si no añadiésemos enseguida que lo que ofreció a la foule fue su inconmovible orgullo y, a poco que nos detengamos, ¡con lo que nos gusta!, la prueba de que “el temperamento artístico”, y no los nervios, es el único capaz de proponer otra escena e ignorar valerosamente la realidad.

“No vive usted en la realidad” es un reproche, y hasta un diagnóstico, al que puede uno enfrentarse cualquier día; y sin aviso. A ver si me entero: ¿y cuál es esa realidad, tan prestigiosa, que se nos promete si conseguimos dominar los nervios? ¿Dominar los nervios? ¿Pero no era eso lo que se inculca a las futuras dominatrix, un oficio mezquino y nada aconsejable con estas temperaturas, y que ha sido hasta hoy fuente tradicional de fantasías y también de exactas y exacerbadas caricaturas? Realidad. Dominación. Fantasía. Farsa. Yo también podría hablar con mayúsculas, y de hecho lo voy a hacer, pero con traducción simultánea: Scalextric, Dominatrix, Signos, Sintaxis. A poco que lo penséis, aquel juego de la niñez, pura curva y adrenalina, con esa “X” que convierte los plácidos vagones de tren en rehenes de la Fórmula 1, podría muy bien haber sido, con el paso del tiempo y ya pasados de vueltas, el caldo de cultivo (esto suena un poco cochino, pero es lo que tienen las frases hechas, son un pozo mefítico, sin fondo, como descubrió Léon Bloy en su divertidísimo y feroz libro Exégesis de los lugares comunes) de estas prácticas tortuosas y triviales, bautizadas pomposamente con sus iniciales BDSM. Pero avancemos en redondo para seguir ocupando el centro, ¡de vuestra atención, faltaría más!, aunque corramos el riesgo de un inminente mareo. Mi alegre inexperiencia con el BDSM me pone en disposición de asegurar que la única dominatrix, nada sentimental por cierto, que conozco, la que te pone a cien desde el minuto cero, es nada menos que la lengua junto con su chulo, el lenguaje. Es ella la que asegura un placer sin marcas corporales y te devuelve a los riesgos del circuito. Está probado: ¿os habéis topado alguna vez con uno de esos amantes que lo hacen ¿todo? ellos y en sepulcral silencio? Entonces es que sabéis lo que es la proximidad de la horca. Yo prefiero, puesta a ser esquivada, silenciada, aplazada y torturada, a esas reinas exigentes y pródigas: las comas. Sí, dejemos de momento la gilipollez de los punto y coma, que nunca se sabe si te están siguiendo la corriente o poniéndote a punto. De los arteros acentos ya hablaremos otro día, aunque no me resigno a contar su origen.

Agustín García Calvo, latinista y poeta, aseguraba en clase que las comas, en griego antiguo, son la prueba gráfica del casi imperceptible ruido del talón del danzante en el suelo: la marca de las pausas y el aliento del habla. O, lo que es lo mismo, que sin baile no hay ritmo y sin ritmo no hay literatura. Pondré un ejemplo de su poder de convocatoria; el de las comas, digo. El otro día Ray Loriga, novelista, director de cine y poeta, y yo, mantuvimos una laboriosa y entretenida conversación telefónica, de no menos de veinte minutos, acerca de dos comas y un sujeto múltiple cuya concordancia con el verbo “no daba la cara”. Hasta que de pronto vimos la luz o, mejor dicho, la vio él, y acordamos parar con cierta pena. ¿Somos unos pedantes? Puede. Más bien unos “bocachanclas”, y claro, el asunto de las comas es capital, tanto como el del sujeto único. Los signos y la sintaxis nos redimen de la parrafada inacabable y de la próxima cerveza caldeada por la desidia de los “tiradores” de caña, una especialidad de los locales con aire acondicionado madrileños. Y, ya acabo, sólo para retomar el hilo de las terminaciones nerviosas, que el otro día contemplé en una fotografía del cerebro. La maraña multicolor convertía “la mente”, que se decía antes, en algo muy parecido al incomprensible mapa de rutas de los metros. No uso casi nunca “el Tube”, como lo llaman sarcásticamente los británicos, y tengo mis razones: las estaciones tituladas admonitoriamente “Noviciado”, “Entrevías” y “Nuevos Ministerios” me recuerdan demasiado “a lo que hay”, brutalismo muy utilizado por monjas y novios en fuga.

Lo habéis adivinado, vivo en Babia. “Lo que hay”, arrastrando su cobarde fatalismo, me produce ansiedad, y luego entro en una crisis de nervios. A falta de un “gabinete de crisis”, una cosa al alcance, tengo entendido, de cualquier patán, me refugio en la constelación color “gris fregao” de las calles abandonadas a los abrasivos sistemas de podado municipal. Pero ni siquiera la falta de sombra enturbiará mi paseo vespertino para seguir el frenético vuelo de los vencejos.

*

Nota bene:

Ray Loriga es un escritor famoso y un poeta secreto; es decir, que cumple de veras con las expectativas de sus dos profesiones. De su amor por el cine hablamos otro día.

Traigo aquí, ignoro si con su beneplácito, una poesía suya, “Necesidades”, que pertenece a una colección de libros (ya van nueve tomitos) sobre los Jardines de Lisboa, minuciosamente editada por Jesús Moraime; él mismo fotografía los frescos rincones de cada uno. En inglés y portugués también suenan sus fuentes.

Necesidades

Jardín de cien jardines
y una luna de agua verde.

Caminos secretos de hiedra y piedra
protegen el palacio de los infantes.

La estufa de cristal ahora vacía,
no guarda sino el cielo en su interior.

Un río nace escondido bajo la baranda de hierro,
tapias rosas y nichos azules regalan color y sombra,
copas barrocas que beben lluvia, algunas ya derrotadas.
Mezcla de paz y vida, almeces, alcornoques, algarrobos,
costillas de Adán y esterlicias gigantes.

Alguien descansa en la pradera
junto a estatuas que ya no miran
como a lo lejos, el puente de hierro,
escapa de Lisboa.

Ray Loriga

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.