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La fiera roja y las serpientes

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Los alemanes, que siempre encuentran una razón para poner en práctica su romanticismo vigoroso y absorto, aseguran que las truchas entienden de música. Estoy en el jardín de mi barrio, pero en las láminas de agua de una profundidad apenas mayor que un charco, cuadrículas ¿a la japonesa? (aquí en Occidente se cree que todo lo rectilíneo y plano es vagamente oriental), a decir verdad no hay truchas ni por asomo; sólo unas cuantas tabas de Ducados flotando heroicamente desde la madrugada anterior, que algo cantan, pero sin convicción: la música es otra cosa. En este lugar de estilo moderno-grandilocuente hay de todo y mucho. La batalla entre el brutalismo del “ajuar” —bancos sin respaldo (tipo sauna), herméticas planchas verticales, fuentes de acero que recuerdan al monolito final de aquella película de ciencia ficción de Kubrick, 2001: Una odisea en el espacio, de las que emana una agua contestona, que únicamente te salpica sin apaciguarte la sed y que no extiende sus rumores bajo el sol de julio, ni la sombra de mayo, un suelo de losetas, “¡peligro, suelo deslizante!”, nos avisan en cartelones— y lo puramente vegetal se percibe nada más poner un pie dentro. Acosado por torres gemelas en diagonal y, esta mañana al menos, surcado por las sirenas de las ambulancias, hay que abstraerse de verdad para sacarle todo su jugo a la materia vivísima que aquí se guarda. Y se guarda, ¡vive Dios!, como la trucha al trucho, sin compasión. Los “miembros de la seguridad”, que van en patinete, se aseguran de que no robes ni una descartada por venenosa adelfa, caída tras la poda. Van vestidos con ropa deportiva y aunque tienen un inicial pronto amigable, al final siempre salta la liebre y alguna minúscula prohibición te fastidia el paseo. Otra cosa son los jardineros, panteístas modestos. En este lugar del norte de Madrid, es decir, desalmado y con pretensiones, me acuerdo de pronto del Generalife granadino y su batallón de jardineros. Uno de ellos, y eso que es un gremio poco dado a comunicarse, me confesó que “a l’époque” estaban en nómina unos 80: ochenta seres humanos dedicados al reposo y perfección de las flores. Estaba hablando de los jardineros. No es fácil entablar conversación con ellos. No les tienta el palique con ociosos ni con resabiados estetas, y no acarician a los niños porque llevan ambas manos en la carretilla y unos acuciantes instrumentos muy antiguos para ir limpiando y afilando setos y arbustos, por no hablar de los escobones que empuñan con un sentido del humor desconcertante, al modo de la Befana, bruja navideña veneciana. Saben lo suyo de un saber que los mantiene embargados en lo invisible, vientos, tormentas, alisios y contralisios. Callan mientras observan el vuelo de las aves que anuncian actividad en los cielos, eso que antes se llamaba “tormenta con aparato eléctrico”. Vigilan sin chistar el color de la tierra que va acidulándose bajo la salvaje hiedra roja: en ruso krasnyj zver significa literalmente “fiera roja”, y es una expresión que se usa para llamar al animal amado. El suyo, el de los jardineros, son las espinas, o los espolones de las “sevillanas”, una variedad de rosas color sangre que en época de “aclarar” los parterres les deja las rodillas hechas un Cristo. Esta labor peligrosa, que a primera vista podría pasar por una labor de aguja, acaba así convirtiéndose en un pacto de sangre. Como veis, un jardín, hasta el más ordenado, es una fiera sin ojos que se mueve despacio. Oigo un siseo ¿reconfortante? Pienso en serpientes vivarachas chupando raíces y escurriendo el bulto. Me acerco con cuidado porque a mí ya me mordió una en nuestra casa en Jalón, Alicante, que era una “habitué” de la terraza y a la que bautizamos Eulalia, la bien hablada, para humanizarla y perderle el respeto. Mi mano hinchada y amoratada atestiguaba que se lo perdimos. Aguzo el oído (¿el oído se aguza?, no estoy segura) y reconozco un murmullo híbrido entre la fuente y el hospital. Distingo debajo de los mazos de lavanda, o espliego, como se llama en Castilla, unos tubos cobrizos, ¡de plástico rígido color cobre!, corriendo ordenadamente entre la tierra. Es el “riego por goteo”, la gota que colma el vaso, y cambio de tercio, no sin antes recordar un detalle maléfico. Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler, juzgado por sus crímenes de guerra en Núremberg y condenado a prisión de por vida en la cárcel de Spandau, se convirtió en el último y solitario prisionero del lugar en 1966. Lo custodiaban guardas americanos, ingleses, franceses; fue el preso más caro de la Historia. Murió ahorcándose con un cable, ya muy anciano. Durante largos años cultivó el jardín de la prisión. Teniéndole por loco, se intentó ahondar en sus razones, que es una cosa irracional muy propia del mundo libre. Había que escarbar y curiosear. Hablaba mucho de faraones y no creía en Dios ni en la reencarnación. El psicoanálisis, tan de moda entonces, una ciencia de la que Karl Kraus decía, “es la única cura que ha inventado su enfermedad”, se impuso. El teniente coronel Preston, psicoanalista, fue encargado de grabar conversaciones con Hess durante un tiempo. De allí salió el archivo titulado “Águila Fénix” que dio origen a un libro de Preston titulado Las pieles de la serpiente, publicado en 1988. No lo he leído. Mientras paseo bajo un eterno emparrado de glicinia, unos 160 metros de generosa frescura con toques malvas, y aprendo a distinguir entre el ciprés y la vinca, pienso en Hess. En su mono raído, en sus ojos fijos, en la piel de sus manos deshaciéndose bajo la azada y prendiéndose en los setos de aligustre. O tal vez en los de un seto, el Kolkwitzia amabilis, que tiene nombre de caudillo tártaro, por mucho que lo desmienta el latinajo.

No querría cerrar aquí, tan melancólicamente. Por mí, no quedará aquí el jardín: faltan los perros, las moreras con sus gusanos de seda (una especie de hoplitas trans), los aligustres y las ligustrinas, y las delicadas celindas, tan aromáticas, abriéndose a nuestro paso como rubias vírgenes oferentes en un cuadro de Bellini. [Continuará].

*

Nota bene:

1. Estas notas están dedicadas a Eduardo Aguado, jardinero, que al verme agachada recogiendo una rosa caída en el suelo, me ofreció un ramo de “sevillanas” a las que previamente desespinó.

2. Hacia finales del siglo XIX, Asia, una niña rusa de unos siete años, al ser preguntada por cuáles eran sus deseos favoritos, contestó: “Casarme con Edison, el primero, después tener un ‘ascenseur’, pero no en una casa, sin casa, en el jardín”.

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.