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La China en el zapato

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Si es usted es un viajero incansable, un amigo de todos los pueblos de la Tierra; si le gusta lo exótico o simplemente adora los rollitos chinos, no lea esto. Se trata de un rollazo con tintes de incomprensión y capricho absoluto (etnocentrismo sin remedio) al que no podrá responder en modo alguno puesto que no utilizo las redes sociales ─soy escurridiza y me colaría por esa holgada ¿trama? o manga ancha─ y nunca abro correos que no figuren en mi agenda. La acaricio y la abro. Es un librito gastado de papel color hueso forrado en cuero negro, que te regalaba la editorial Gallimard y que se llamaba “Bibliotèque de la Pléiade”, si eras un cliente obstinado. La última que tengo es de 2012 y está, (es una señal que no puedo desaprovechar) ilustrada por Henri Michaux: se trata nada menos que de  dibujos en “encre de Chine” de los años cincuenta; hay uno del 62 que figura como “encre mescaliniene”; ¡esto se anima! Reconfortada momentáneamente por esta casualidad, que tanto hubiera regocijado a Jünger, me voy a explayar un rato acerca de mi aversión por los chinos. El núcleo de mi intolerancia (no alimentaria, por cierto) hacia los chinos se concentra en “los chinos”. Se trata de tiendas que usurparon el castizo “todo a cien”, y se alzan en cualquier esquina como un espejo de nuestra actual desidia artística y catetez en asuntos de arte y también de nuestra codicia. Desde el artista payaso Wei Wei  (que no es ni por el forro Joseph Beuys) dispuesto a vendernos su martirologio, esta vez en la Catedral de Cuenca, y a onza de oro cada centímetro de sus burdas ocurrencias, porque la performance ha costado más, según leo, que el meditado montaje de la exposición del Museo del Prado de El Bosco, hasta la suplantación minuciosa de todo lo bello y bueno de este mundo, del suyo para empezar, por una industriosa y sofocante manufactura de plásticos y colorines, los chinos empiezan a diluirse en nuestra sopa, a sabiendas de que ya no es de letras.

A estas alturas ya no escribo, sino que acumulo agravios y busco pruebas. Me viene de la infancia, cuando toda caridad religiosa estaba en aquellas “huchas para mandar dinero a los chinitos”, ¿y por qué no a Las Hurdes?, y de esas tardes inquietas, en las que cuando quería saber  dónde estaba, por ejemplo, San Petersburgo , me contestaban sin asomo de piedad, “pero para qué quieres saberlo, si eso está en la Conchinchina”. “Naranjas de la China” era otra forma de negación que se me quedó clavada en la yugular. Pero me gustan los farolillos chinos. Mentiría si dijera que no me han dado momentos de alegría, porque las baratijas me chiflan, y su comida es para una pasión intermitente. También la porcelana china, que asombró a Europa en el siglo XVIII, y por descontado, los dragones. Y hay más: el irresistible Granville ilustró en 1844 un hermoso libro titulado D'un Fan Kouei dans le pays de Tsin. Lo tengo a mano; voy a hojearlo a ver si me calmo. Pero no soy el monstruo que creen. He jugado “a los chinos” como todos los demás, aunque ya de adulta se me ha hecho imposible leer cualquiera de sus sagas, por el trabajo ímprobo de recordar y no confundir el nombre de los protagonistas y sus allegados. Pienso en el deslumbramiento, que aún perdura en mí, al descubrir una armadura medieval china compuesta por decenas de placas de jade, un jade turbio, entre charca de ranas y galaxia, venidas del pasado, engarzadas con feroces grapas de hierro, que pude contemplar, ¡intacta! en el Palazzo Grassi de Venezia hace miles de años. Ya lo están viendo, no me resigno al espumillón festivo, y como yo también soy secular, me encocora esta modernidad escopetada y ¿risueña? que se materializa en naderías y que alienta la desesperación consumista, saca mi parte más rastrera y me tienta con lo que no me gusta. ¡Si al menos vendieran bolas chinas a las que no se les rompiese el hilo! Sigo en mis trece desde los catorce años, en los que empecé a creer en aquellas leyendas sombrías sobre su afición a comer perros, mientras ellos continúan produciendo titulares estremecedores. Pero ¡ay!, no era una leyenda. Continúan comiendo perros, y lo que es peor, a miles, para festejar el solsticio de verano en “El Festival de la Carne del Perro” que se celebra en el sur, en Yulín. Hay más. Según un diario de tirada nacional que tengo ante mis ojos, con fecha del 3 de julio, “nos roban las angulas. Las compran aquí a 1500 euros el kilo. ¿Para comerlas? No aún:  para criarlas como anguilas en China”. El “no aún” tiene su miga. ¿Robar angulas y hacer contrabando con ellas? Eso no se le hubiera ocurrido a ningún ladrón de joyas vestido de smoking: ¡menudo pringue! Sigo leyendo y descubro que las meten ¡vivas! en maletas, hacinadas en bolsas de plástico, llenas de agua salada con oxígeno, ¡qué detallazo!, y desde Barajas las sacan clandestinamente en avión hasta China. Allí se las espera como agua de mayo porque creen que la anguila es afrodisíaca.  

Por otra parte, no me siento sola en mi falta de ─odio esta palabra─ “empatía”. Vuelvo a Diderot. Son sus cartas de amor, “el amor es lo que sobrevive al deseo”, a Sophie Volland,  escritas hacia 1760. “Solamente una palabra sobre nuestros chinos, y nada más. No saben lo que es pasear. Si alguien saliera de su casa sin un motivo concreto y lo vieran ir y venir bajo los árboles, lo tomarían por loco. Los acostumbran desde la infancia a mantener durante horas la misma postura. A una edad más avanzada, parecidos a estatuas, son capaces de estar un tiempo increíble con el cuerpo, la cabeza, los pies, las manos, las piernas, los brazos, las cejas y los párpados inmóviles. Por más que uno haga, no los saca de sus casillas”. Ha dado en el clavo: su inmutabilidad. No reaccionan al vapuleo y ríen como Satanás. Un infierno. Encima Wanda, que tenía la pataleta de derribar la fachada del Edificio de España y quedarse con lo de dentro, se enfada más aún y nos deja plantados. Murcia viene al rescate. Confieso que a mí también me parecía horrible la fachada de ese mamut: arquitectura con ínfulas totalitarias. Por cierto, tendré que hacer grandes esfuerzos por no hablar del “veto, sí, veto no” a los gimnastas rusos en las Olimpiadas de Río. Pero ésa es otra batalla perdida.

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Nota bene:

1. Marina Abramović, la artista serbia, “abuela de las performances” (apelativo poco seductor), a pesar de resultarme muy cargante la mayoría del tiempo, demostró, sin sombra de dudas, la mala sombra chinesca. En 1988, para escenificar la ruptura con su amante y colega, el artista alemán Ulay, decidió hacerlo con un encuentro en mitad de la Gran Muralla China. Llevaban diez años de ardiente relación. Se pusieron cada uno en un extremo. Él salió desde el desierto del Gobi, y ella desde el Mar Amarillo. Recorrieron 2.500 kilómetros cada uno hasta el punto pactado. Rompieron y no volvieron a toparse en 23 años. La performance se titulaba The Lovers.

2. China es el país del mundo que menos días de vacaciones concede a sus trabajadores: 2 al año frente a los 22 de España.

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.