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Humos del más allá

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Sí, el título es indiscutiblemente cursi, todo sea que el humo ciegue mis ojos; o el rímel. Pero no, se trata de cosas inestables y no personales, ¡de momento! El caso es que me tropecé el otro día en una revista de ésas que sólo se ocupan en extraerles la sangre a los ya muy rechupeteados famosos para hacer con ella una salsa espesa: vamos, un comentario deleznable, sin más; ignoro si la cosa era cierta o no, lo que ya va siendo en nuestros días algo de lo que nadie responde. Un actor hasta ahora respetado y querido, con problemas fiscales, es observado en la cola de un comedor profesional, un estudio de la tele o algo así; “ahora hace cola como todos, antes le servían en la mesa, se le han bajado los humos”. El resentido espía es anónimo, claro. ¿Sabe el compañero, ¡sería mucho pedir!, de dónde viene esta expresión tan utilizada y rencorosa?

No, está demasiado atareado colocando su cagadita de mosca. Las antiguas familias patricias de Roma solían poner a la puerta de sus casas imágenes de su seres fallecidos y les hacían ofrendas levantando hogueras para que el humo les honrase. Las casas con más estatuas ahumadas eran las de mayor ringorrango. Humo, por cierto, es primo hermano de perfume y de humor; de esfumarse y de fumigar. Pero dejemos a un lado al exterminador de plagas porque ya no me sirve más que para dar paso a uno de los más atezados, aguerridos, limpios de corazón y, para mí, el artista “fumista” de nuestro tiempo con más conchas que un galápago, el arquitecto, compositor, poeta y “pintor sin manos” Javier Utray (1945-2008), apodado por nosotros, que le echamos tanto en falta, “Utraque” y “La tartaruga”. No era persona de darse humos ni tampoco era pintor de humos porque era relimpio como una claraboya y odiaba mancharse con el carboncillo, claro que, si de ese lápiz graso, tan feliz para las sfumaturas y los pentimentos, le hubiesen demostrado que estaba fabricado manualmente con la miel de las abejas del jardín de Livia en el Palatino y con las cenizas del volcán que arrasó Pompeya, otro gallo le hubiera cantado. No hacía falta, Javier cantaba jotas con su resuelta voz de arévaco, justo cuando más podía molestar a la concurrencia, que era otra de sus grandes habilidades mágicas: saber detectar al imbécil impostor y desenmascararlo. Un día —no sé si su hija Palmira lo recuerda o lo sabe— alguna profesora del colegio (muy progresista y elegante) al que acudía se aventuró a decirle al padre algo así como: “A esta niña habrá que empezar a bajarle los humos, ¿no?”. Utray no se inmutó, pero no pudo reprimir el comentario de pasada: “Bueno, fácil no va a ser porque, sabe usted, ese humo proviene del Fuego Sagrado que ella lleva dentro”. La broma no gustó. Javier no siempre gustaba, incluso irritaba paseándose entre el Bar Cock y el Del Diego en Madrid, con un dos piezas blanco de hilo, bajo el cual, para espanto de la tropa, aparecía algo oscuro y queratinoso, una especie de exoesqueleto que sólo dejaba al descubierto su cuello y su cabeza. Era una concha de tortuga dominicana, imponente como un peto de caballo, que mi padre acarreó hasta España y que a todos nos daba cierta angustia. Javier, tan gentil, vio inmediatamente la ocasión de utilizarla: “Mariú, a mí me viene de perlas”. Con la misma decisión con la que ensamblaba escalas en el piano, se la colgó encima de la camisa con un cordoncillo y se convirtió en un ser mitológico. En realidad, ya lo era. Como escribió el pintor Franz Marc (1880-1916), creador del más celebrado almanaque artístico del siglo XX, en su librito Los 100 aforismos. La segunda visión, “el hombre vive siempre entre tumbas, y en la dignidad con la que se mueve entre ellas, reconocemos su modo futuro”. Él vivía ya agitado por su propia animación teñida de musarañas burlescas. Una de sus ¿instalaciones? dice mucho de ese sincretismo o eclecticismo clásico por el que deambulaba. Nunca fue seguidor del chandalismo salvaje que visten ya casi todos los artistas, pero sí de los coches americanos “de época”. En su libro Nervios de estreno deja caer ya sus intenciones: “sólo ensayo mi papel para el Juicio Final”. Eso sí lo entendimos cuando el 17 de diciembre de 2005 enterró su Pontiac Grand Prix en el Museo Cóncavo, junto a las cenizas de Pierre Klossowski.

Y ahora algo exclusivamente dedicado a Javier, al que le gustaban los grises emblemas del terrorífico humor. Es una historia publicada en el Paris-Midi el 17 de marzo de 1917: “En el siglo XII, entre 1130 y 1133, la hambruna desolaba a Francia. Un miserable osó llevar carne humana al mercado de Tournus. Fue arrestado y quemado. Otro individuo desenterró su cadáver para alimentarse con sus cenizas. A su vez, fue también incinerado”. ¿Siguió la cadena o la siniestra conga prolongándose hasta el infinito? No hay nada seguro, pero sí me imagino al agente de una funeraria vendiéndote el ataúd más caro, porque los baratos, al incinerarse, contaminan más; son disposiciones nuevas. ¿Qué tal?

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Nota bene

1. “Vivimos en una época dura. / Duros son nuestros pensamientos. / Todo tendrá que hacerse más duro aún.” (Franz Marc).

2. “Pues tú a mí me bajas los humos si quieres, y así yo beso el polvo” (oído en un tren de Madrid a Málaga hacia finales de los noventa. Ella era una mujerona de voz limpia y él un escuchimizado que permaneció mudo, o tal vez dormido).

Dibujo de Fátima de Burnay.

María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.