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El ambiente de atrás
Mientras buscaba imágenes de la fotógrafa Colita, me tropecé con una admirable y de una sencillez pasmosa; casi me atrevería a decir que sagrada: es un retrato del poeta Jaime Gil de Biedma. Está dentro de un automóvil sonriendo y saca el brazo por la ventanilla para acariciar a un ciervo que se acerca con paso calmo. Es un momento raro, porque los ciervos suelen ser tímidos y nerviosos, al menos los del bosque de Ludeiro, donde estaba nuestra casa, que venían a echar una hojeada a la hora del desayuno y escapaban si les mantenías la mirada: la inocencia corre más que el galgo del papel parchemín: ¡cuántas veces se me habrá a mí volado una hoja de papel! Pero es que Jaime era una gran poeta, y eso, ¡el bicho lo olfateó! Aquella fotografía revelaba cosas nuevas de ambos, porque nos descubría inesperadamente la dulzura de un hombre con fama de broncas y la irresistible curiosidad de un animal huidizo, no diré que casi humana, porque entonces lo estropearía todo. Por separado (el hombre y la bestia) sabríamos menos de ellos. De hecho, ¿qué podemos saber de nosotros mismos hasta el momento en que nos enfrentamos a la experiencia, siempre que no sea lucrativa, del contacto con los animales? En España somos incultos especialmente en esto. Y oscuros, como se lamenta Rafael Sánchez Ferlosio al recordar un refrán incluido en uno de sus libros, God & Gun. Apuntes de polemología (Destino, 2008). Está reflexionando en ese momento sobre “cómo cabalga, desbocado hacia la perdición, el potro del destino” y a ese propósito y al de las guerras y polémicas salta, como suele decirse, la liebre, que es enorme y medieval. Entonces escribe y observa con un asco y ¿cierta admiración? que no puede ni quiere disimular: “Con suprema e incomparable precisión, acertará a pintarlo por su parte el más tenebroso de los refranes castellanos, (que dice) el potro que ha de ir a la guerra ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua”. Tal vez yo lo entienda mal: ¿que habiendo guerra, nos libramos de ese mal menor que es la muerte sin ton ni son? ¿No lo son todas? La verdad es que para mí es un refrán no sólo tenebroso, sino baboso, aunque, todo sea dicho, bien rimado. Rafael tiene muy buen oído.
El otro día una amiga me contaba una escena de terror punzante y auténtico. Diluviaba, y un Land Rover se paró suavemente a su costado. Desde dentro un hombre, un muchacho, la reconoció, pronunció su nombre y, con un ademán parecido al de Gil de Biedma con el ciervo, la invitó a subir. Era el hijo adorado de una amiga común nuestra. Tengo entendido que es “un chaval estupendo” y que “se gana la vida bien”. Le encanta el campo y los animales. ¿Bien? ¿Los animales? “Espera que tapo las cabezas que van atrás”, le dice el chico cuando ella ya estaba instalada. En ese punto mi amiga recordó que el muchacho es cazador y que además vive de organizar cacerías por ahí.
Sigo. Él las tapó con un movimiento experto, pero no pudo impedir que un olor acre se extendiese por toda la noche; ni siquiera la ensimismada lluvia fue capaz de absorberlo. Ana, solamente de reojo, pudo entrever unas cinco cabezas de ciervo cortadas, recientes, goteantes. Y ahora me paro un momento. No estamos contemplando las noticias de La Primera. Respiro; adelante. Se intentó una charla trivial, pero, no pudo ser. El silencio se encogía cada vez que uno de aquellos “trofeos” se movía y chocaba con otro como si fuera un juego en una bolera macabra. Me contó que fue el viaje más largo, extraño y amargo de su vida. Él seguía sonriendo cuando la dejó en la puerta de su casa. Desde allí, alterada todavía, pudo distinguir cómo el coche chorreaba barro del monte, y que ciertamente los ocupantes de atrás (de pronto me acuerdo de que, cuando viajábamos con el chef y fotógrafo Sacha Hormaechea, siempre nos hacía la misma broma y me cedía la plaza al lado del conductor con educada sorna, añadiendo que prefería “la parte de atrás: hay más ambiente”) no estaban tan cuidadosamente empaquetados y las ruedas iban tomando una tonalidad parda, un gris veteado de rojo.
Sí, había mucho ambiente.
Que los animales son sagrados es algo que sabemos desde toda la eternidad. De hecho, también son políglotas, tal y como afirma André Kempe en Les langues du Paradis, un autor del que todo ignoro, salvo su delicado chovinismo y su vulgar machismo. ¿Por lo visto? Dios se dirigía en sueco a Adán y a Eva, pero ella, tal vez para darse fuelle, le respondía en danés. En cuanto a la serpiente, nos asegura el exégeta, “evidentemente hablaba francés”. ¿Tal vez por su perfidia? ¿O era para que el ambiente resultara definitivamente cosmopolita? Me estoy poniendo un poco pesada con esto del ambiente, pero cualquiera que haya salido de madrugada de un bar sin los calcetines puestos sabe que no hablo por hablar.
Mucho que hablar. La serpiente siempre ha dado mucho juego; no está claro que sea un bicho innombrable o una elección certera. Por ejemplo, en la India existe un proverbio según el cual, si te topas de noche en un camino solitario con un brahmán (miembro de una casta superior, cuyo nombre en sánscrito significa “expansión”) y una cobra, estarás más seguro si matas al brahmán. Yo estoy de acuerdo: más gestos de expansionismo, ¡nooo, por favor!
Otra cosa obvia es que los animales están en nosotros y que de ellos copiamos sus ademanes: hacemos el ganso, somos unos gallinas, presumimos haciendo monerías, bebemos como camellos y hasta a veces inundamos una estancia con olor a tigre. Y eso por no hablar de cómo metemos la cabeza en la arena como las avestruces. Aparecen por todas las esquinas en el arte, en los estampados; en la literatura y en los juegos; en nuestros sueños y pesadillas. Pero para mí no era algo tan evidente el hecho de que también constituyen la semilla de gran cantidad de palabras. La historia de ellos tira de nuestra lengua, que es efectivamente así de larga, corta, rica y menesterosa; muy variada. He disfrutado como una loba con el libro que me ha regalado Lola Alcántara, quien entre otras gracias tiene la de haberme aguantado desde el colegio y de haberme hecho leer a Borges con absoluta naturalidad y a tiernísima edad. Se titula 300 historias de palabras. Cómo nacen y llegan hasta nosotros las palabras que usamos. La investigación la ha dirigido Juan Gil y se ha publicado en Espasa. Es un libro muy preciso y nada complicado. Hilarante y serio, propio de gente que sabe lo que se dice, mientras, a la vez, pone a raya a los ratones del desván (no es una metáfora), y es que estos libros no sirven para hacerse millonario y famoso, pero qué bien se lo han debido pasar sus autores husmeando y bebiendo “café”. Una de las 300 historias de este diccionario sui generis nos pone sobre la pista de que hacia el siglo IX un pastor etíope llamado Kaldi decidió probar con las bayas del arbusto del café, al observar los efectos estimulantes que tenían sobre sus cabras. Y de ahí al actualísimo y denostado “café irlandés” no ha habido más que un paso (sé que lo estáis esperando) ¡y mucho más ambiente!
*
Nota bene:
1. Abuchear: (gritar y maldecir) tiene su origen en la onomatopeya “uch”, que, repetida, servía a los cetreros para llamar a las aves.
2. Gabacho: (francés, en despectivo) viene de “buche de ave”, y así se describía a los montañeses que hablaban mal y sufrían de bocio.
3. Ajedrez: del sánscrito “caturanga”, literalmente, “de cuatro miembros”, que se refiere a las cuatro armas del ejército indio, que eran infantería, caballería, elefantes y carros de combate y que aparecen en el tablero representados por los peones, los caballos, los alfiles (del árabe andalusí “alfil”, derivado del clásico “fil”: elefante) y las torres, respectivamente. Esta nota está dedicada con ansiedad al ajedrecista Magnus Carlsen, mi favorito, un poco desorientado en la primera partida. Tal vez si supiera que los alfiles son en realidad elefantes, empezaría a tomárselos más en serio.
4. Existe otro libro titulado también Les langues du Paradis, de Maurice Olender, publicado en 1989. Obviamente hay más autores, aunque, extravagantes, que utilizaron antes de él este título. El que aparece aquí es el chaveta.
Dibujo de Fátima de Burnay.
María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.
El ambiente de atrás
Mientras buscaba imágenes de la fotógrafa Colita, me tropecé con una admirable y de una sencillez pasmosa; casi me atrevería a decir que sagrada: es un retrato del poeta Jaime Gil de Biedma. Está dentro de un automóvil sonriendo y saca el brazo por la ventanilla para acariciar a un ciervo que se acerca con paso calmo. Es un momento raro, porque los ciervos suelen ser tímidos y nerviosos, al menos los del bosque de Ludeiro, donde estaba nuestra casa, que venían a echar una hojeada a la hora del desayuno y escapaban si les mantenías la mirada: la inocencia corre más que el galgo del papel parchemín: ¡cuántas veces se me habrá a mí volado una hoja de papel! Pero es que Jaime era una gran poeta, y eso, ¡el bicho lo olfateó! Aquella fotografía revelaba cosas nuevas de ambos, porque nos descubría inesperadamente la dulzura de un hombre con fama de broncas y la irresistible curiosidad de un animal huidizo, no diré que casi humana, porque entonces lo estropearía todo. Por separado (el hombre y la bestia) sabríamos menos de ellos. De hecho, ¿qué podemos saber de nosotros mismos hasta el momento en que nos enfrentamos a la experiencia, siempre que no sea lucrativa, del contacto con los animales? En España somos incultos especialmente en esto. Y oscuros, como se lamenta Rafael Sánchez Ferlosio al recordar un refrán incluido en uno de sus libros, God & Gun. Apuntes de polemología (Destino, 2008). Está reflexionando en ese momento sobre “cómo cabalga, desbocado hacia la perdición, el potro del destino” y a ese propósito y al de las guerras y polémicas salta, como suele decirse, la liebre, que es enorme y medieval. Entonces escribe y observa con un asco y ¿cierta admiración? que no puede ni quiere disimular: “Con suprema e incomparable precisión, acertará a pintarlo por su parte el más tenebroso de los refranes castellanos, (que dice) el potro que ha de ir a la guerra ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua”. Tal vez yo lo entienda mal: ¿que habiendo guerra, nos libramos de ese mal menor que es la muerte sin ton ni son? ¿No lo son todas? La verdad es que para mí es un refrán no sólo tenebroso, sino baboso, aunque, todo sea dicho, bien rimado. Rafael tiene muy buen oído.
El otro día una amiga me contaba una escena de terror punzante y auténtico. Diluviaba, y un Land Rover se paró suavemente a su costado. Desde dentro un hombre, un muchacho, la reconoció, pronunció su nombre y, con un ademán parecido al de Gil de Biedma con el ciervo, la invitó a subir. Era el hijo adorado de una amiga común nuestra. Tengo entendido que es “un chaval estupendo” y que “se gana la vida bien”. Le encanta el campo y los animales. ¿Bien? ¿Los animales? “Espera que tapo las cabezas que van atrás”, le dice el chico cuando ella ya estaba instalada. En ese punto mi amiga recordó que el muchacho es cazador y que además vive de organizar cacerías por ahí.
Sigo. Él las tapó con un movimiento experto, pero no pudo impedir que un olor acre se extendiese por toda la noche; ni siquiera la ensimismada lluvia fue capaz de absorberlo. Ana, solamente de reojo, pudo entrever unas cinco cabezas de ciervo cortadas, recientes, goteantes. Y ahora me paro un momento. No estamos contemplando las noticias de La Primera. Respiro; adelante. Se intentó una charla trivial, pero, no pudo ser. El silencio se encogía cada vez que uno de aquellos “trofeos” se movía y chocaba con otro como si fuera un juego en una bolera macabra. Me contó que fue el viaje más largo, extraño y amargo de su vida. Él seguía sonriendo cuando la dejó en la puerta de su casa. Desde allí, alterada todavía, pudo distinguir cómo el coche chorreaba barro del monte, y que ciertamente los ocupantes de atrás (de pronto me acuerdo de que, cuando viajábamos con el chef y fotógrafo Sacha Hormaechea, siempre nos hacía la misma broma y me cedía la plaza al lado del conductor con educada sorna, añadiendo que prefería “la parte de atrás: hay más ambiente”) no estaban tan cuidadosamente empaquetados y las ruedas iban tomando una tonalidad parda, un gris veteado de rojo.
Sí, había mucho ambiente.
Que los animales son sagrados es algo que sabemos desde toda la eternidad. De hecho, también son políglotas, tal y como afirma André Kempe en Les langues du Paradis, un autor del que todo ignoro, salvo su delicado chovinismo y su vulgar machismo. ¿Por lo visto? Dios se dirigía en sueco a Adán y a Eva, pero ella, tal vez para darse fuelle, le respondía en danés. En cuanto a la serpiente, nos asegura el exégeta, “evidentemente hablaba francés”. ¿Tal vez por su perfidia? ¿O era para que el ambiente resultara definitivamente cosmopolita? Me estoy poniendo un poco pesada con esto del ambiente, pero cualquiera que haya salido de madrugada de un bar sin los calcetines puestos sabe que no hablo por hablar.
Mucho que hablar. La serpiente siempre ha dado mucho juego; no está claro que sea un bicho innombrable o una elección certera. Por ejemplo, en la India existe un proverbio según el cual, si te topas de noche en un camino solitario con un brahmán (miembro de una casta superior, cuyo nombre en sánscrito significa “expansión”) y una cobra, estarás más seguro si matas al brahmán. Yo estoy de acuerdo: más gestos de expansionismo, ¡nooo, por favor!
Otra cosa obvia es que los animales están en nosotros y que de ellos copiamos sus ademanes: hacemos el ganso, somos unos gallinas, presumimos haciendo monerías, bebemos como camellos y hasta a veces inundamos una estancia con olor a tigre. Y eso por no hablar de cómo metemos la cabeza en la arena como las avestruces. Aparecen por todas las esquinas en el arte, en los estampados; en la literatura y en los juegos; en nuestros sueños y pesadillas. Pero para mí no era algo tan evidente el hecho de que también constituyen la semilla de gran cantidad de palabras. La historia de ellos tira de nuestra lengua, que es efectivamente así de larga, corta, rica y menesterosa; muy variada. He disfrutado como una loba con el libro que me ha regalado Lola Alcántara, quien entre otras gracias tiene la de haberme aguantado desde el colegio y de haberme hecho leer a Borges con absoluta naturalidad y a tiernísima edad. Se titula 300 historias de palabras. Cómo nacen y llegan hasta nosotros las palabras que usamos. La investigación la ha dirigido Juan Gil y se ha publicado en Espasa. Es un libro muy preciso y nada complicado. Hilarante y serio, propio de gente que sabe lo que se dice, mientras, a la vez, pone a raya a los ratones del desván (no es una metáfora), y es que estos libros no sirven para hacerse millonario y famoso, pero qué bien se lo han debido pasar sus autores husmeando y bebiendo “café”. Una de las 300 historias de este diccionario sui generis nos pone sobre la pista de que hacia el siglo IX un pastor etíope llamado Kaldi decidió probar con las bayas del arbusto del café, al observar los efectos estimulantes que tenían sobre sus cabras. Y de ahí al actualísimo y denostado “café irlandés” no ha habido más que un paso (sé que lo estáis esperando) ¡y mucho más ambiente!
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Nota bene:
1. Abuchear: (gritar y maldecir) tiene su origen en la onomatopeya “uch”, que, repetida, servía a los cetreros para llamar a las aves.
2. Gabacho: (francés, en despectivo) viene de “buche de ave”, y así se describía a los montañeses que hablaban mal y sufrían de bocio.
3. Ajedrez: del sánscrito “caturanga”, literalmente, “de cuatro miembros”, que se refiere a las cuatro armas del ejército indio, que eran infantería, caballería, elefantes y carros de combate y que aparecen en el tablero representados por los peones, los caballos, los alfiles (del árabe andalusí “alfil”, derivado del clásico “fil”: elefante) y las torres, respectivamente. Esta nota está dedicada con ansiedad al ajedrecista Magnus Carlsen, mi favorito, un poco desorientado en la primera partida. Tal vez si supiera que los alfiles son en realidad elefantes, empezaría a tomárselos más en serio.
4. Existe otro libro titulado también Les langues du Paradis, de Maurice Olender, publicado en 1989. Obviamente hay más autores, aunque, extravagantes, que utilizaron antes de él este título. El que aparece aquí es el chaveta.
Dibujo de Fátima de Burnay.