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Colorines: peces y pastillas

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El otro día descubrí, en una tienda especializada en vender peces, corales blancos falsos, espejos con marcos de caracolas marinas verdaderas y un viejo y engreído “lobo de mar” esculpido trabajosamente en algo que parecía piedra pómez de la peor calidad (un lugar ecléctico y cursi, como suele ser todo lo ecléctico), una pecera con pretensiones de acuario, por el tamaño y la decoración tipo Veinte mil leguas de viaje submarino. El hecho de que no hubiese señoritas desnudas nadando me consoló inesperadamente.

Ha llegado el momento de admitir lo obvio: que no guardo una relación romántica con el pescado ornamental o de compañía, aparte de que dan una mala suerte del carajo. ¿Quién no ha presenciado esa escena irritante, irreparable, que todas las mañanas se produce en un hogar pequeño-burgués, cuando el niño chico, al toparse con un pececillo muerto flotando en la superficie de la pecera —“¡y eso que le cambiamos el agua hace siete días!”— farfulla, mientras llora desconsoladamente. No me extraña que luego la infancia sea incompatible con las Pescaderías Coruñesas y huya de las anguilas como si fueran el mismísimo Conde Drácula. Sí, tengo pruebas de que las sanguinarias anguilas algún parentesco tienen con el vampiro. Existe un pez de un escurridizo color bituminoso, una especie de cinta escamada con ojos como claraboyas —Criaturas de la oscuridad ha titulado el fotógrafo Danté Fenolio a estos íncubos en un libro—, que habita en las profundidades de la cuenca amazónica. El ejemplar se llama candirú. Ya sabéis que Drácula ostenta muchos nombres; le pasa como al canapé de foie, o de paté o de peut-être, que decía el llorado maestro Sigfrido Martín Begué cada vez que afrontaba una bandeja dudosa empuñada por un camarero más dudoso aún. Pues bueno, candirú es un parásito que chupa la sangre de otros animales aprovechando el placentero momento en el que el otro se “la saca” para aliviarse. Entonces entra por ahí, como Pedro por su casa, y se hace fuerte. El individuo penetrado, confundido, ¿entusiasmado?, le deja hacer. Una duda me corroe: técnicamente, ¿podríamos llamar a esta invasión “lluvia dorada”? Mmm…, no estoy muy ducha.

Continúo. Con los peces no hay medias tintas; o bien te los comes, y mejor “à la meunière”, o bien te comen ellos a ti los pellejos de los pies en locales de mala nota y peor refrigeración. No, de verdad, no me gustan, los encuentro poco de fiar, porque, que yo recuerde, nunca dan la cara sino el perfil, y no pudiendo atribuirse tan gran descortesía al hecho, nunca probado, de que les va el arte egipcio, sólo cabe mantenerlos a raya o pasar uno mismo a integrar un capítulo de la Historia Sagrada: ¿no fue Jonás ese profeta al que se lo tragó una ballena, se arrellanó dentro tres días y luego salió como si nada? Y ahora diréis: “tía, estás pez, la ballena es un cetáceo”. Acepto.

Vuelvo a la pecera king size. Lo que allí me llamó a espanto no era uno de esos peces de destellos dorados y aleta bursátil; no, éste no desprendía destellos tintineantes. No sé si calificarlo de rareza o de vileza: era un solitario y alienado alevín de tiburón, y claro, permanecía atento al tubo que descorchaba burbujas en el agua, su único entretenimiento a falta de compañía. No se trataba de uno de esos pececillos de colores tropicales ocupados en ver quién consigue un aspecto más parecido al de una “cápsula recubierta”, de ésas que, a pesar del inocente nombre, contienen auténticas bombas de risa, llanto y crujir de dientes. Todo el mundo sabe, incluso Mariah Carey, quien asegura no tomar más que espirulina, que en realidad esos “dirigibles” pueden convencerte de que no vas a pasar una mañana tan terrible como la de ayer, por ejemplo, o que el lacerante dolor de cabeza es algo de origen neurovegetativo, es decir, que eras una loca, y encima antigua, pero neoclásica. Llevo en el bolsillo del pantalón unas cuantas “pastis”, que dicen ahora para quitarles toda importancia, idénticas a unos peces bicolores (fucsia y amarillo). Me tienta echárselas de “comida” al escualo para ver si las confunde con compatriotas. Pero me vigilan de cerca porque el ejemplar es carísimo y temen que lo robe. Los dependientes, en estos sitios, están tan mal pagados y se aburren tanto que siempre andan fabulando series de terror. ¿Cómo, me pregunto? La respuesta la obtengo buceando en la vida privada de ese parque de atracciones llamado Silicon Valley. Al parecer han sintetizado, sólo para estos cerebros que trabajan no menos de veintiocho horas diarias, unas droguitas buenas, como las hadas de la Bella Durmiente. No se trata de que se rindan a la evidencia de una vida esclava, “de alto rendimiento”, sino de que “rindan” sin que su cerebro estalle. Las llaman “nootrópicos”, es decir, lo contrario de los psicotrópicos de toda la (buena) vida. No tengo tiempo para buscar el significado exacto de este ¿inocuo? término. Los nootrópicos son legales, ¡vaya por Dios!, y están aquí para, por ejemplo, conseguir que alguien inepto pueda leer entre 800 y mil palabras por minuto. Me imagino que necesitarían toda una vida para, no sólo leer, sino comprender un verso de Góngora que, a primera vista, presenta dificultades. Yo y mis compañeros, niños y niñas, nos lo sabíamos de memoria desde el colegio (el Estilo de Josefina Aldecoa) y puede que algún adjetivo me haya patinado, por lo cual pido escusas. Dice: “Esos prófugos escamados habitantes de los cóncavos cerúleos, ¿son marítimos o fluviales?”. Os doy medio minuto, al fin y al cabo ya os habéis zampado la cápsula-pez de Rise, Sprint o Go Cubes, unos dados que contienen cafeína; 100 milígramos por cada dos. Se os ha acabado el tiempo.

¿Habéis llegado a alguna conclusión? ¡Qué poca pesquis!, Góngora escribía sobre ¡PECES!

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Nota bene:

1. La pez no es la señora del pez. Es una palabra latina que designa a un cieno negro y triste, pegajoso, que se instala sin moverse, y del que procede el adjetivo “empecinado”.

2. Empecinamiento. Una amiga mía, profesora de párvulos, quedó anonadada cuando la institución en la que enseñaba a los niños a leer y a escribir le sugirió que solamente les pusiera al tanto de las mayúsculas porque “eran las que más iban a necesitar en la vida real”. Es decir, que los niños, especialmente los emigrantes, dentro de poco, únicamente sabrán leer carteles, anuncios de productos, placas de calles, neones, etc., y eso les llevara sin remedio a EXIT. Las minúsculas son pensamiento y las mayúsculas, propaganda. La lectura en diagonal y exprés se va imponiendo desde la ¿escuela? Tal vez sea el momento de ponernos bordes de verdad y declararnos definitiva y beligerantemente ¡ÁGRAFOS!

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.