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Ciudades ocupadísimas

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La ciudad que conocíamos, el barrio de casas altas en el que vivimos más propiamente dicho, ya no duerme, ronca a jornada completa; antes, por lo menos, soñaba que era un prado, y no ascendía hasta arriba el incesante barullo. Yo me figuro que puede ser un atavismo o una nostalgia, porque la calzada de piedras de la Roma clásica (según cuenta la fuente escrita más fiable, el Itinerario de Antonino, del siglo III), al paso de los caballos, tronaba como Júpiter, así que en la ciudad y en los caminos ni se dormía de noche ni se podía secretear de día. Y en nuestros tiempos, con el asfalto silencioso, lengua de dinosaurio evaporándose perezosamente, ¿de dónde proviene este enconado follón? ¿Son las máquinas las que culminan el trabajo rugiente en el que la población ¡de fiar! se empeña? Puede, porque son miméticas y poco imaginativas, ¡qué digo!, competitivas. Observan al atareado emprendedor haciendo como que hace, muecas y muescas en un lenguaje bárbaro y blando, amoldable a cualquier negocio, ¿y qué les cuesta entonces a ellas, casi humanas, llegar a oscuros acuerdos con ese rumor eterno? Ahí siguen, como pasmarotes vigilantes, a falta de probos serenos, para hacerse eco de las peleas callejeras, o intimar con el comercial que asegura (es ilegal) desde una camioneta sospechosa, y megáfono en mano, que “¡ha llegado el tapicero, señora!”. ¿Y si no tienes tresillos? No, lo cierto es que no los tienes porque “el tresillo” es una cosa muy antigua, un poco pringosa, de hace unos quince años, cuando había familias que se odiaban; ahora, que la vida se ha vuelto más fácil, lo que hay no son hogares en guerra, sino una versión desprejuiciada de aquello que decían los ingleses: “Mi casa es mi castillo”. No, ya no hay nada sweet home, sino enormes superficies diseñadas para que quepan (feo verbo y rasposa aliteración) los ominosos plasmas (televisores) y los mastodónticos macetones de orquídeas en donde yo siempre he sospechado que crían los escuerzos. Lo que abunda, digo, es la descomunal escalera a juego con la no menos despepitante ensaladera torneada (no he dicho horneada, esto no es una sección gastro, aunque podría) en cáscara de coco. Estas ensaladeras están por todas partes, como las fenicias escupideras de bronce de los cines de cuarta. Ellas, las ensaladeras (tengo la convicción de que después de haber repetido tres veces “ensaladera” se me aparecerá Montgomery Clift en persona y mi vida volverá a tener sentido: en eso sigo a Baudelaire, que consideraba a la lengua y a la escritura como “operaciones mágicas y brujería evocatoria”) están repletas de brotes diminutos, como si al exótico cacharro le hubiese salido un liquen milenario o una barba rala. Sorteas con repugnancia fingida (muerto como estás de hambre) la rebaba esa vidriosa y te pones a ello: es un trabajo de peones constructores de pirámides comerse la ingente cantidad de musgo sin rechistar y ¡además! piensas que podría caérsete la ensaladera encima de un pie, hacer rodillo sobre la rodilla (no me excusaré por esa chanza porque en modo alguno estoy dispuesta hoy a tomarme nada en serio) y morir al estilo Cecil B. DeMille.

Vuelvo a mi hombrecillo, el que clama al cielo de las “señoras” y, ya más crecido, porque lleva unas dos horas y cuarto bramando sin que la policía lo fulmine (porque anda muy ocupada barriendo mendigos), asegura que es capaz de hacer ¡fundas elásticas con terciopelo de seda! La voz de ese embustero, juro que me la encontraré en el Juicio Final como una trompeta más y me ocuparé personalmente de silenciarla. ¡Jodido visionario, el muy máquina! El caso es no dar tregua al sordo que seremos. Porque la pura verdad es que aquí el que no anda ocupado y haciendo ruido es un piernas. Estar muy “ocupado” es una profesión en sí misma. Y quizás, un sacerdocio. ¿Ocupado en qué? ¿En no tener tiempo para ver, para sentir? ¿Es eso una pasión, un destino? No, es una ganga; una fantasía que llega cuando menos te lo esperas, justo un poco antes de la vejez “y cuando tu organismo ha empezado a perder arraigo en la vida” (Henry James). El escritor se refiere a la verdadera vida, es decir, a la que es un puro sinvivir, tan escasa.

Acabáramos. Estar archiocupado sirve para muchísimas cosas, como, por ejemplo, plantarte delante de un buen espejo de cuerpo entero y descubrir que en realidad no lo necesitas tan grande porque, como siempre afirmó aviesamente una prima tuya que te gustaba mucho, “el niño, muy alto, no va a ser”. Y lo peor venía cuando pasaba al lado una prieta gitana del Puerto de Santa María, aferrada a su impertinencia ancestral, y dejaba caer en caló, “lo que sí está echando el chico es un buen rulé” (trasero). Voy ahora mismo a ocuparme de que una señora muy querida en mi calle salga de una vez del supermercado (no el mejor, ni el más caro) y desate a sus tres pobres caniches, quienes, maquinizados por sus ¿caricias?, se tuestan y ladran como sopranos, mientras ella no adquiere ni una mísera lata de comida compacta. Aviso: están muy bien educados y son capaces de morir al unísono, pero no de hambre.

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Nota bene

1. Ocupar, 1438, del latín “occupare”, que a su vez deriva de “capere”, coger. En vandálico, “pillar”, “trincar”. Vamos, quedarte con la piruleta de la criatura inerme.

2. Cuentan que el célebre humanista Guillaume Budé (1467-1540) andaba siempre tan espiritualmente ocupado en sus obligaciones librescas, que un buen día, al ser advertido por un mensajero de que su casa ardía, despachó al buen hombre y se lo envío a su espantada mujer con el recado de que él no se ocupaba de asuntos domésticos.

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.