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Bestiario veraniego: Osa Mayor, piscinas y murciélagos

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La Osa Mayor es una dirección postal, y mejor aun, una constelación (de hallazgos). Figura a la cabeza de esta lista de benditas bestias, tan variopintas, porque a veces, inesperadamente, uno no puede resistirse a ese barrizal que tantos dividendos ha proporcionado a los agentes literarios, llamado, sin ton ni son ,“el realismo mágico”. Ahora veréis. Fue en julio. Estaba yo repantingada al borde de una piscina pintada de “azul piscina”, mientras la tarde caía sin sobresaltos a pesar de los focos que iluminaban por dentro la masa de agua, dando al conjunto un carácter, más que sicalíptico, ¡no se puede tener todo!, alucinatorio. Se me vino a la cabeza uno de los versos más perfectos de Virgilio: “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram”. Sin embargo, no eran Eneas y la Sibila atravesando las sombras de la solitaria noche, sino una banda de murciélagos enanos, de la variedad Pipistrellus pipistrellus —algo que he averiguado a posteriori, claro, congratulándome con ese nombre, a medias infantil y noctámbulo, entre pajarito y estrella—, que empezaban a salir de su guarida.

Los dueños de la casa, nada gótica a decir verdad, sino alegre y solar, me informaron de que el escondrijo lo habían practicado en una grieta del muro, debajo justo del balcón “de la glicinia”. Allí pasaban el día, ¿en familia?, ciegos (no de vino) y en mortecina espera, hasta que volvían a ver con claridad de lunáticos y se liberaban y descolgaban en mitad de la noche —son unos animales eminentemente histriónicos— para adueñarse del centro de la escena.

De momento sólo se concentraban en el éxtasis del vuelo en hélice. ¿Vendría luego una futura panzada? Al principio me costó admitir que se trataba de verdaderos quirópteros (no confundir con quiroprácticos), pero poco a poco pude distinguir sus características alas, como mordidas, de togados atenienses sometidos a un castigo sin fin: la elocuencia Sí paga traidores. Dibujaban elipses en el aire, que a mí me parecieron llamadas amorosas; no he estudiado con tenacidad el asunto, pero todo me lleva a pensar que las relaciones sexuales entre consanguíneos no humanos es una verdad como un templo, y un camino franqueado a la dispersión etílica, además. A este efecto, si eran, en efecto, una familia, y no una cuadrilla hambrienta, acabaría sabiéndose inmediatamente. Quiso la casualidad que estuviese leyendo bajo una luz potente. Los “lectores de piscina” somos casi tan exhibicionistas como los hijos de carpinteros de ataúdes (el cuentista Andersen lo era) y siempre acabamos soltándolo todo, como al descuido.

Acosada por los mosquitos-tigre, o al menos por mosquitos con ínfulas de tigre, me entretenía con el asombroso libro de Quico Rivas, mi compadre (1953-2008), sobre las andanzas del poeta bohemio, sablista y hampón don Pedro Luis de Gálvez, en edición paciente y primorosa de Juan Bonilla. Buscadlo. Yo seguía acechando de reojo el fulgor anestésico de la piscina azulísima (es una pena que los amantes del naturalismo a ultranza insistan en pintarlas de color verde-alga), cuando surgió de las mismas aguas dormidas un recuerdo estimulante: el título nobiliario de Quico, que tanto nos hacía reír, especialmente a él. Nada más y nada menos que Marqués de La Piscina del Templo de Salomón; o bien —hay exégetas que lo defienden— Marqués de la Piscina Probática de Cafarnaúm. Esto tampoco lo he estudiado en profundidad, a qué mentir.

Resumiendo, que una vez confesada mi antiolímpica tendencia a permanecer inmóvil frente a la piscina, y para ver si hago pie o toco fondo en medio de estas cuartillas

mojadas, y sobre todo porque me cuesta mucho dejar a Quico, anotaré una última cosilla. Entre el agua disuasoria y el fuego sagrado transcurrió su azarosa y valiente vida de escritor. Francisco Rivas, a pesar de que fue un “literato de avería”, dejó una obra ingente, casi erudita, si no fuera porque tenía un estilo salvajemente alegre; es editado sin descanso en estos años gracias al empeño de su hija Eva Rivas y del incansable y apasionado José Luis Gallero. El fuego que consumió parte de sus papeles y libros en su casa de Grazalema se apagó de forma simbólica y preclara el día de sus honras fúnebres. A pesar de que Grazalema es el pueblo de España con mayor índice pluviométrico (caen 2.200 mm al año), el sol lució generoso y empapó nuestras desesperadas lágrimas. Aquí lo dejo.

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Los murciélagos rondan cada vez más cerca. Oigo sus aullidos diminutos, como grilletes para muñecas. Pero ya no tengo miedo. Irati Prat cuenta que son una eficaz aunque intranquilizadora “medida” contra las plagas de mosquitos en el Delta del Ebro, en Navarra, en Castellón.

Una hembra de murciélago con crías puede comerse en una sola noche 3.000 mosquitos. Conozco a mujeres así. Proliferan albergues (Myotis Hotel) para protegerlos. Vuelvo al azul, que ya se va poniendo vidrioso. Asiste con sus ojos impertérritos al litúrgico duelo entre capas y espadas, tigres y panteras.

Algo me temía: la piscina era un señuelo.

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Nota bene:

1. El azul piscina, tan artificial y armado, lo he buscado en el Diccionario Akal del Color de Juan Carlos Sanz y Rosa Gallego. En el capítulo de los azules no figura, ¡y mira que hay decenas, como el “azul nomeolvides”, “el paloma torcaz” o “el azul achicoria dulce”!, el azul piscina. El que más se le acerca, que viene reproducido, es el “azul cobalto aclarado”. Lo que sí conviene saber, si en tu casa habitan murciélagos y tienes piscina, es que el azul “se percibe como consecuencia de la fotorrecepción de una luz cuya longitud de onda dominante mide entre 460 y 482 nm”.

2. En Reivindicación de Don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos (Zut Ediciones) cuenta Quico Rivas cómo los literatos bohemios, tras guarecerse durante la noche en pintorescas pensiones inmundas, debían, después de levantarse —la etiqueta lo exigía—, restaurar puños y cuello con tiza blanca antes de lanzarse a las calles para piruetear.

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.