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Asados, sin demasiado énfasis

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Hay quien se lo toma con cierta impaciencia. Claro que ser asado por tus pecados no es lo mismo que permanecer día y noche recociéndote en tus propios jugos, y lo que es peor, ¡fuera de temporada! Todo lo que uno hace saltándose la etiqueta tiene consecuencias fatales. Pondré dos ejemplos (uno de muerte por brasa y el otro de muerte por hielo, que queman por igual) para ir entrando en calor, justo en el mismísimo momento en que dos amigos míos vascos, Lourdes y Oscar, de Ataun y Mondragon respectivamente (yo soy muy de dejar constancia de la denominación de origen), me animan con una promesa ¿vaga? de enviarme la finísima, desalterante, rubia y clara sidra de Urbitarte; no menos de nueve botellas, que es el número de convidados, y ni uno más, ni uno menos, que Goethe impuso en sus francachelas, porque coincidía con el número de Las Musas: los hay que no pierden tajada. Voy a los ejemplos prometidos: mi favorito sin duda es el del obispo de Londres, Nicholas Ridley, que una vez encaramado a la pira funeraria, y como tardaba en chamuscarse, con ambas y gordezuelas manos aún cubiertas por cabujones de amatistas, clamaba al cielo de forma perentoria: “¡No consigo quemarme, Oh Señor, tened piedad de mí, dejad que el fuego me acoja, tened piedad de mí!”. Como era un Príncipe de la Iglesia debió pensar que insistir no era un abuso… La otra historia, también contrastada, es menos frívola, al fin y al cabo morirte ahogado en un crucero de lujo que se llamó con inhumana soberbia Titanic (el muy mentado Señor te lo da y el muy atareado Señor te lo quita, digo, el orgullo de clase) tiene un aire, como poco, vengador, y concierne a uno de los Guggenheim, el magnate americano del carbón, quien al ver como se aproximaba con deferente decisión y cara de espanto alguien del personal del barco rechazó el chaleco salvavidas, también el que le ofrecían para su apoplético ayuda de cámara (no se puede trabajar para esnobs) y, con emoción contenida, aseguró: “Estamos vestidos, mi valet y yo, para morir como caballeros”.

A estas alturas el ordenador crepita con más alegría que el fuego renuente del obispo de Londres y sin la elegancia glacial del mar “on the rocks” que acabó con un desafío entre dos clases de titanes muy parecidas: la Naturaleza y la Arrogancia. Paso así, sin más trámite, a un cuaderno listado de folios amarillos —soy muy partidaria las líneas torcidas de las que se habla en la Biblia— y me apaño con mi boli favorito, un BIC dorado, de un falso oro mate, que se lanzó al mercado con motivo del centenario de la casa. Tiene la particularidad de que no se derrite, flota y tarda en recalentarse. Su oro sin pretensiones, un oro payaso para entendernos, me recuerda a aquel del que se vestía James Lee Byars en sus performances (en otras prefería el faux vert), un artista que sabía algo evidente y que ciertos coleccionistas desdeñan, a saber, que las cualidades mágicas del oro no necesariamente pasan por su valor en bolsa. Ahora, con James muerto en un hospital impoluto de El Cairo, sus obras parece que han alcanzado precios ardientes, es decir, intocables. Mejor, así nadie andará manoseándolas a lo tonto.

Una de ellas permanece en un lugar al que no acuden los turistas. Es un monumento funerario que puede divisarse desde lejos: una bola de oro parada en medio de una suave ladera en Piacenza. He dicho parada, no clavada, ni sostenida por garfios. Fue el íntimo y orgulloso encargo de un padre que había perdido a su hija. James (él mismo me lo contó, sentados en el Caffè Florian de Venezia mientras insultaba audiblemente a dos viejas cotorras muy parecidas a Peggy Guggenheim, que marcó tendencia para la mujer madura y trotona) dejó rodar esa esfera perfecta y sin fisuras, no muy grande, desde el cortile de la casa. Estaban el padre y él a solas. La bola rodó y de pronto ella misma se detuvo: eligió el lugar en donde permanecer. Sin más: el oro busca su centro. Espero que siga allí porque ése es un sol categórico, ajeno a la alborotada climatología mundana. Un sol y un corazón abrasados en un frío instante de plenitud. Un secreto homenaje que nada ni nadie puede ultrajar.

Y ya que estamos hablando sobre grandes pensadores, por qué no rematar la faena con un comentario de Ernst Jünger entresacado de su diario Anotaciones del día y de la noche. Habla del calor, él también, y de su África prefigurada, porque el apasionado Jünger huyó de casa con 18 años en 1913 y se alistó en la Legión Extranjera Francesa. Escribe: “El calor me ha parecido siempre el verdadero elemento de la vida, en cuanto portador de una plenitud voluptuosa que, como la gracia, se otorga sin esfuerzo… Mis padres poseían un invernadero que me gustaba visitar durante las vacaciones de verano y a veces, cuando el aire tórrido temblaba sobre el techo de cristal, pensaba como un raro placer que en África tampoco podría hacer mucho más calor”. Pues sí, te lo juro. Que le pregunten a King África.

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Nota bene:

1. Traigo aquí a colación al catedrático, sabio, humorista y traductor granadino (no siempre lo excelente se da junto, por eso lo subrayo) Andrés Soria Olmedo, que pertenece, como él mismo aclara con dulce sorna, “a la secta tenaz, si exigua, de los lectores de poesía”. Lo hago porque, convertida ya en sopa de letras, me brinda él un alivio refrescante en medio de su irresistible librito Lecturas y lectores. En él escribe, claro, sobre libros y amigos, y las dos cosas a la vez. Y de pronto me llega, en medio de su practicada erudición sin trompetas del Juicio Final, una ráfaga de desenvoltura suicida (otros lo pensarán, no yo) cuando, tras una cita en inglés de uno de sus poetas favoritos, Philip Larkin, corta el rollo y acaba con este golpe seco sobre la mesa: “Y sobre todo —vida, docencia, poesía— sin demasiado énfasis. Con la cabeza clara. Vamos a tomar una cerveza”.

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
María Vela Zanetti y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.