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Artículos de broma
A mí, la robótica, me sigue sonando a bromazo; a ciencia aplicada al peor instinto ¿humano? de desposeer de dignidad a todo aquello que acaba pareciéndonos inútil, viejo y, en definitiva, a todo lo que al impaciente genio mecánico le sobra o no es capaz de entender o “procesar”.
Lo diré de una vez, los robots son los nuevos juguetes; más aún, la nueva excusa ¿De dónde sale la idea? Muy sencillo, no es ni más ni menos que una mistificación colosal que pretende convertirlo todo en juego y cuya base se cimenta sobre los “juguetes rotos”. Si os acordáis, los “juguetes rotos” son, en lenguaje figurado, los losers, una especie de rebaba que la marea devuelve a la orilla. No conozco a ninguna persona de bien que utilice esta palabra y oírsela a los desaprensivos es causa suficiente de ruptura total. Sólo aviso. A algún prestigioso psicópata, un winner, para seguir con la matraca, se le ha ocurrido esta maniobra de rescate o de lavado de imagen —en realidad, de fregado de imagen, a juzgar por la sañuda energía utilizada— y ya tenemos aquí, ¡faltaría más!, al anhelado superjuguete: el dron. Es para morirse de risa si no fuera porque, como decían en aquel semanario humorístico, La Codorniz, la cosa se está poniendo en plan “temblar después de haber reído”. El último dron —era también predecible— coincide con ese “animalismo de salón” en forma de gato encelado que maúlla tras la red de las redes. Los gatos son ¿una inspiración?, pero para darse una idea de lo antigua que es la novedad del gatuperio os aconsejo echarle un vistazo a La Gatomaquia (1634) de Lope de Vega, un obra divertidísima que narra en 2.802 versos, divididos en 7 silvas, las desventuras del gato Marramaquiz, desdeñado por la coqueta gata Zapaquilda, más interesada —ése es un detalle que no se puede obviar— por un gato ¡forastero! de nombre Mizifuf. Pero venga, bajemos otra vez a la calle embarrada para descubrir a un tipazo, el taxidermista Bart Jansen, quien, como no podría ser de otra manera, porque siempre hay un roto para un descosido, junto a su socio, el ingeniero Arjen Beltman (no es broma, se llaman así, y seguro que el trabalenguas de sus nombres figura ya como una cumbre “viral”), ha construido drones a partir de animales muertos. Para que todo tenga un aire más entomológico o, ¡quién sabe!, menos gore, el monstruo tiene nombre: Orvillecopter.
La extraña pareja hila muy fino. Mirad. “Orville” es un tributo al pionero americano de la aviación, Orville Wright, y, ¡cómo no!, el nombre de su gato muerto. Convenientemente disecado se ha convertido en una especie de aparición demoníaca, a mitad de camino entre el atleta brasileño Arthur Zanetti (ganador en 2012 de un oro olímpico en la modalidad de anillas, al clavar esa figura denominada “el Cristo”) y un helicóptero, ¡Dios nos asista! Con una hélice en cada pata y un motorcito en salva sea la parte, ha nacido este engendro que cuesta la friolera de 45.000 euros. Cuenta Paco Rego que al malhadado gato le siguen un ratón, una avestruz y —reíd, reíd, malditos— una vaca voladora. Yo sabía, desde lo más profundo de mi fuero interno, que la leyenda según la cual Walt Disney había pedido ser criogenizado no nos traería nada bueno; de momento, muchas “erres”. Walt ha vuelto, y la prueba es, ni más ni menos (aunque creo que la taxidermia te quita una talla), el ratón dron. ¿Lo llamarán Mickey? Qué destrozo.
Para disipar el ambiente cargado de esta historia verídica, nada mejor que acudir a La historia de los cátaros, una lectura plagada de lagunas y por tanto eminentemente humorística. Antes de seguir, quiero hacer una distinción definitiva entre el bromista y el humorista: el bromista necesita una víctima propicia, mientras que el humorista se conforma con un editor altruista: yo tengo tres. El bromista es un asceta en busca de sacrificios y el humorista prefiere un menú repleto de entrantes asombrosos porque es un epicúreo extravagante. Se dice del músico y escritor Erik Satie que en sus últimos años sólo comía cosas de color blanco. ¡Chúpate esa mandarina albina! En fin, estábamos con los cátaros. No sé a qué escuela filosófica podría adscribirse Collin de Plancy, aunque sí advierto en su tono incendiario la sangre turbulenta y callada del sacristán: tiempo al tiempo. En su Dictionnaire Infernal de 1863 asegura que “los cátaros eran unos herejes abominables y debían su nombre a un gato apodado ‘Catto’, al que besaban el culo (sic) antes de iniciar sus reuniones secretas”.
Esta historieta del gato, que le hubiera regocijado tanto, se la dedico a la memoria de uno de los pocos escritores modernos, de nuestra época, quiero decir, a quien no le dolían prendas por escribir “poesía humorística” junto a una enorme cantidad de poesía y ensayo, a menudo acompañada de sus propios dibujos. José Miguel Ullán (1944–2009) reunió antes de morir, en una antología titulada Ondulaciones, publicada por Galaxia Gutenberg, lo que más le gustaba de sí mismo, y como tenía un juicio penetrante y un gusto no arruinado por la tontería malintencionada de los expertos o la cursilería inherente a “los graves” de ceño, el libro quedó de maravilla. Él diría “de muerte”. No hay día que no me depare una alegría su canto hondo y alado; gamberro y seductor. Busco algo entre sus páginas para “acabar en alto”, ¡y lo encuentro! Me atengo a lo que él mismo anotó al borde de un poema:
“Por su parte, Jacques Lacan también pensaba, con menos crudeza que el pintor-escritor José Gutiérrez-Solana, que por el simple hecho de hablar de las cosas, ya las cosas no son ni sombra de lo que son”.
Ullán pintaba, como al tran trán, monos y corazones de tinta, chiquitos y en fila, un alfabeto picante y dulce, aunque siempre con un aire de inminente insurrección, y, mientras tomaba cuerpo la crema de naranja y caldo de ave que te ofrecía —era un cocinero de primera—, recortaba titulares de periódicos. Uno de ellos me ha saltado al regazo. Dice así: “Un gato lleva catorce días maullando en los conductos de aire de La Fe” (publicado por el diario Levante). Añado, para no restarle punta al asunto, que La Fe es un hospital muy conocido, entre otras cosas porque fueron objeto, algunos de sus mejores médicos, de una injusta e infame caza de brujas. Y he aquí a Ullán echando el guante al gatazo afónico sin pensárselo dos veces, quizás tres, por aquello de que bien podría haber sido también gallo, y a él le chiflaba buscarle los pies al bicho, ya sabéis. Escribe José Miguel:
CXX
Maullando aguardo,
perder la fe, ¡qué trago!,
de visionario.
CXXI
Etruscas ganas.
Con tus ojazos ,¡zape!,
al mus arañas.
Con su gracia de musaraña os dejo.
*
Nota bene:
1. “Vicente Rico” era en los años 80 el ingobernable Palacio de la Risa. Estaba en Madrid, pero ha cerrado causando general consternación. Disfraces, metralla para piñatas y una sección llamada “Artículos de broma” eran su acreditada y deseada mercancía. Allí se podía comprar uno de los chismes más incorrectamente políticos, ¡pura comicidad sin pretensiones!, llamado, sin falsos sentimentalismos, “matasuegras”. Comprendo por qué cerró. ¿Quién es el guapo hoy que tras dejar un fin de semana, con sus tardes y madrugadas, a sus hijos en manos de los exhaustos abuelos, se atrevería a meter en la mochila del más pequeño un “matasuegras”?
2. “No me embromes” dicen en Latinoamérica cuando sospechan que les están haciendo una faena o te estás burlando. “Broma” era el nombre de un molusco que carcomía los buques, hacia 1504. De ahí pasó a significar “cosa pesada” por la pesadez de los navíos “atacados de broma”.
Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.
Artículos de broma
A mí, la robótica, me sigue sonando a bromazo; a ciencia aplicada al peor instinto ¿humano? de desposeer de dignidad a todo aquello que acaba pareciéndonos inútil, viejo y, en definitiva, a todo lo que al impaciente genio mecánico le sobra o no es capaz de entender o “procesar”.
Lo diré de una vez, los robots son los nuevos juguetes; más aún, la nueva excusa ¿De dónde sale la idea? Muy sencillo, no es ni más ni menos que una mistificación colosal que pretende convertirlo todo en juego y cuya base se cimenta sobre los “juguetes rotos”. Si os acordáis, los “juguetes rotos” son, en lenguaje figurado, los losers, una especie de rebaba que la marea devuelve a la orilla. No conozco a ninguna persona de bien que utilice esta palabra y oírsela a los desaprensivos es causa suficiente de ruptura total. Sólo aviso. A algún prestigioso psicópata, un winner, para seguir con la matraca, se le ha ocurrido esta maniobra de rescate o de lavado de imagen —en realidad, de fregado de imagen, a juzgar por la sañuda energía utilizada— y ya tenemos aquí, ¡faltaría más!, al anhelado superjuguete: el dron. Es para morirse de risa si no fuera porque, como decían en aquel semanario humorístico, La Codorniz, la cosa se está poniendo en plan “temblar después de haber reído”. El último dron —era también predecible— coincide con ese “animalismo de salón” en forma de gato encelado que maúlla tras la red de las redes. Los gatos son ¿una inspiración?, pero para darse una idea de lo antigua que es la novedad del gatuperio os aconsejo echarle un vistazo a La Gatomaquia (1634) de Lope de Vega, un obra divertidísima que narra en 2.802 versos, divididos en 7 silvas, las desventuras del gato Marramaquiz, desdeñado por la coqueta gata Zapaquilda, más interesada —ése es un detalle que no se puede obviar— por un gato ¡forastero! de nombre Mizifuf. Pero venga, bajemos otra vez a la calle embarrada para descubrir a un tipazo, el taxidermista Bart Jansen, quien, como no podría ser de otra manera, porque siempre hay un roto para un descosido, junto a su socio, el ingeniero Arjen Beltman (no es broma, se llaman así, y seguro que el trabalenguas de sus nombres figura ya como una cumbre “viral”), ha construido drones a partir de animales muertos. Para que todo tenga un aire más entomológico o, ¡quién sabe!, menos gore, el monstruo tiene nombre: Orvillecopter.
La extraña pareja hila muy fino. Mirad. “Orville” es un tributo al pionero americano de la aviación, Orville Wright, y, ¡cómo no!, el nombre de su gato muerto. Convenientemente disecado se ha convertido en una especie de aparición demoníaca, a mitad de camino entre el atleta brasileño Arthur Zanetti (ganador en 2012 de un oro olímpico en la modalidad de anillas, al clavar esa figura denominada “el Cristo”) y un helicóptero, ¡Dios nos asista! Con una hélice en cada pata y un motorcito en salva sea la parte, ha nacido este engendro que cuesta la friolera de 45.000 euros. Cuenta Paco Rego que al malhadado gato le siguen un ratón, una avestruz y —reíd, reíd, malditos— una vaca voladora. Yo sabía, desde lo más profundo de mi fuero interno, que la leyenda según la cual Walt Disney había pedido ser criogenizado no nos traería nada bueno; de momento, muchas “erres”. Walt ha vuelto, y la prueba es, ni más ni menos (aunque creo que la taxidermia te quita una talla), el ratón dron. ¿Lo llamarán Mickey? Qué destrozo.
Para disipar el ambiente cargado de esta historia verídica, nada mejor que acudir a La historia de los cátaros, una lectura plagada de lagunas y por tanto eminentemente humorística. Antes de seguir, quiero hacer una distinción definitiva entre el bromista y el humorista: el bromista necesita una víctima propicia, mientras que el humorista se conforma con un editor altruista: yo tengo tres. El bromista es un asceta en busca de sacrificios y el humorista prefiere un menú repleto de entrantes asombrosos porque es un epicúreo extravagante. Se dice del músico y escritor Erik Satie que en sus últimos años sólo comía cosas de color blanco. ¡Chúpate esa mandarina albina! En fin, estábamos con los cátaros. No sé a qué escuela filosófica podría adscribirse Collin de Plancy, aunque sí advierto en su tono incendiario la sangre turbulenta y callada del sacristán: tiempo al tiempo. En su Dictionnaire Infernal de 1863 asegura que “los cátaros eran unos herejes abominables y debían su nombre a un gato apodado ‘Catto’, al que besaban el culo (sic) antes de iniciar sus reuniones secretas”.
Esta historieta del gato, que le hubiera regocijado tanto, se la dedico a la memoria de uno de los pocos escritores modernos, de nuestra época, quiero decir, a quien no le dolían prendas por escribir “poesía humorística” junto a una enorme cantidad de poesía y ensayo, a menudo acompañada de sus propios dibujos. José Miguel Ullán (1944–2009) reunió antes de morir, en una antología titulada Ondulaciones, publicada por Galaxia Gutenberg, lo que más le gustaba de sí mismo, y como tenía un juicio penetrante y un gusto no arruinado por la tontería malintencionada de los expertos o la cursilería inherente a “los graves” de ceño, el libro quedó de maravilla. Él diría “de muerte”. No hay día que no me depare una alegría su canto hondo y alado; gamberro y seductor. Busco algo entre sus páginas para “acabar en alto”, ¡y lo encuentro! Me atengo a lo que él mismo anotó al borde de un poema:
“Por su parte, Jacques Lacan también pensaba, con menos crudeza que el pintor-escritor José Gutiérrez-Solana, que por el simple hecho de hablar de las cosas, ya las cosas no son ni sombra de lo que son”.
Ullán pintaba, como al tran trán, monos y corazones de tinta, chiquitos y en fila, un alfabeto picante y dulce, aunque siempre con un aire de inminente insurrección, y, mientras tomaba cuerpo la crema de naranja y caldo de ave que te ofrecía —era un cocinero de primera—, recortaba titulares de periódicos. Uno de ellos me ha saltado al regazo. Dice así: “Un gato lleva catorce días maullando en los conductos de aire de La Fe” (publicado por el diario Levante). Añado, para no restarle punta al asunto, que La Fe es un hospital muy conocido, entre otras cosas porque fueron objeto, algunos de sus mejores médicos, de una injusta e infame caza de brujas. Y he aquí a Ullán echando el guante al gatazo afónico sin pensárselo dos veces, quizás tres, por aquello de que bien podría haber sido también gallo, y a él le chiflaba buscarle los pies al bicho, ya sabéis. Escribe José Miguel:
CXX
Maullando aguardo,
perder la fe, ¡qué trago!,
de visionario.
CXXI
Etruscas ganas.
Con tus ojazos ,¡zape!,
al mus arañas.
Con su gracia de musaraña os dejo.
*
Nota bene:
1. “Vicente Rico” era en los años 80 el ingobernable Palacio de la Risa. Estaba en Madrid, pero ha cerrado causando general consternación. Disfraces, metralla para piñatas y una sección llamada “Artículos de broma” eran su acreditada y deseada mercancía. Allí se podía comprar uno de los chismes más incorrectamente políticos, ¡pura comicidad sin pretensiones!, llamado, sin falsos sentimentalismos, “matasuegras”. Comprendo por qué cerró. ¿Quién es el guapo hoy que tras dejar un fin de semana, con sus tardes y madrugadas, a sus hijos en manos de los exhaustos abuelos, se atrevería a meter en la mochila del más pequeño un “matasuegras”?
2. “No me embromes” dicen en Latinoamérica cuando sospechan que les están haciendo una faena o te estás burlando. “Broma” era el nombre de un molusco que carcomía los buques, hacia 1504. De ahí pasó a significar “cosa pesada” por la pesadez de los navíos “atacados de broma”.
Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.