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Al cuerno con el cuerno de África

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Los niños, inestimables excéntricos —y lo digo porque aunque son aficionados a inspeccionarse las orejas ignoran tercamente cuál es el Este y cuál es el Oeste; en esto ha creado gran parte de su confusión términos como “los westerns” o el “West End”—, profesan una aterrada devoción por lo raro. Y la verdad, para raro, los rinocerontes. Cuando los dibujan, ya en su chapucero croquis emocional, tan ajeno a la realidad admitida, experimentan las delicias de lo informe. Perciben que se trata de algo fuera de uso, por así decir; comprenden que un rinoceronte o un hipopótamo (los confunden acertadamente, yo también) son lo contrario de la belleza moderna, tal y como se contempla en estos tiempos de rigurosa cursilería. En esto demuestran los niños, como en casi todo, una independencia de gusto que luego ya no recuperarán jamás. ¡Qué desperdicio! Es un hecho y una forma de astucia: a los niños les gusta lo feo porque saben que la belleza está para romperse. ¡Menudo rollo!

Los rinocerontes, por si todo esto no fuera suficientemente deslumbrante, tienen un atractivo añadido: el elemento mitológico, su cuerno obsesionado por el otro más chico que no acaba de desarrollarse: ¿y por qué será? Para estas preguntas remotas, para las leyendas de la Antigüedad, quiero decir, ellos reservan la mayor parte de su energía, no ensombrecida aún por las paparruchas audiovisuales.

Han oído hablar de pasada de los “unicornios”, ¡eso sí que es un nombre bonito, como de superhéroe!, y no sin razón, al menos formalmente, admitámoslo, un rinoceronte bien podría pasar por ser una versión metida en carnes y grotesca de un unicornio: lo grotesco a los niños también les intriga.

El rinoceronte, al que sólo por una vez llamaremos por su auténtico nombre, “rinopopótamo”, tiene la ventaja de que existe ahora mismo, aunque no pierda su esencia de fósil blanquecino. Ellos se han dado cuenta antes que nadie. Un hipopótamo investido de fango seco, inmóvil, ¿no es lo más parecido a un ceniciento ave fénix? Estas contradicciones, muy del gusto de quien no ha sido todavía educado y lleva una vida espiritual aséptica, resultan irresistibles. ¿Arremeter con el cuerno o revolcarse en el lodo sin que llegue luego nadie provisto de una esponja en forma de medusa? ¡Ni que fuéramos tontos!

Pero volvamos al dichoso cuerno, eje, Sinaí, barretina, válvula de escape a punto de emitir efusivas emanaciones de vapor, ¿o eran de rencor? “No me presiones más”, es la

frase que retumba familiarmente en el oído del niño cada vez que emite una valoración a lo Shakespeare sobre, por ejemplo, las verduras leñosas. “¿Pero de verdad los brócolis se comen? Pues yo creí que eran un bosque”.

Otra cosa: además del amor por lo excéntrico, al niño le chiflan las aglomeraciones: una excavación en plena calle con gran aparato publicitario y sonoro. Si los observáis apiñados ante una gran zanja, podéis estar seguros de que dentro hay un enorme incordio. Si además hay plásticos enrollados y una atmósfera purulenta, allí, en ese lugar inasequible a la civilización, habrá una banda de niños comentando; en realidad tienen algo de jubilados (jubilados de su infancia) y por eso se agrupan y enervan entre sí. Cargados con los libros de texto. ¿Y qué esperan los educadores para proporcionarles libros “fuera de contexto” como una zanja gozosa (y ahora lo digo sin sonrojo)? Serviría para zanjar la cuestión de si la educación ésta o aquélla es mejor este o el año que viene. Pensadlo: ¡entre una zanja y un aula, es que no hay color!

La secreta, última, íntima maravilla del rinoceronte, que únicamente los niños son capaces de advertir, es que no es un simple “rompe huesos”, un matón con el coche de Batman, sino que es un animal excavadora haciendo su trabajo, y que esa labor es de naturaleza fluvial. La Hidráulica es la ciencia favorita de los niños, su manera de oponer resistencia a la seca y fraccionada realidad. Con ella descubren que algo se mueve. Ahí, sin hacer nada aparentemente bueno, reflexionan, ellos sí, en el volcán, en las patas demasiado cortas, en la futilidad de las compuertas, en la libertad que propicia no afilar utensilios, en los ejemplares géiseres, en la repanocha.

Nota bene:

“Y lo que digo para un niño, vale para un mendigo” (Chesterton).

 

Dibujo de Fátima de Burnay.
La autora del artículo y el historiador y crítico de arte Ángel González García fotografiados por © Luis Asín.